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HéroeHéroe

Es una de las palabras más trajinadas y, por lo tanto, una de las que corren mayor peligro de desemantización, hasta tal punto que cualquiera que realiza una acción más o menos relevante se convierte automáticamente en héroe.

En ciertas novelas decimonónicas y en otras de gusto dudoso, en el siglo XX, se denomina “nuestro héroe” a cualquier pillastre, a cualquier bandolero airoso o a un carterista con dedos de seda.

Y, como si con eso no alcanzara, hay hermeneutas literarios que, sobrepasando la intención del autor, atribuyen heroísmos inexistentes a cualquier acorralado que escapa del peligro. Tal es el caso de un gaucho arreado a la frontera como si fuera una res, que se convierte en desertor, que, embriagado, provoca gratuitamente a una negra y asesina al negro que la acompaña y que, después de eliminar a otro individuo, se fuga a tierra de indios y reniega de su patria. Al considerarlo un héroe, esos sabihondos de pacotilla parecen saber más que el mismísimo José Hernández, que habla de “mi pobre Martín Fierro” y lo presenta en el prólogo con “arranques inmoderados hasta el crimen”.

Para los griegos, un héros era un semidiós, hijo de una divinidad y de un simple mortal, de modo que, si nos remontamos al prístino sentido, el héroe es un aristócrata. Y, si reparamos en el desarrollo de la literatura heroica desde La Ilíada hasta el Renacimiento, comprobaremos que ningún héroe es de baja condición social o de acciones indignas de un noble. El heroísmo es infrecuente entre los menesterosos porque, acuciados por el hambre, todos sus pensamientos giran en torno de elementales necesidades materialistas y les importa muy poco o nada el embarcarse en empresas desinteresadas que únicamente podrían coronar su nombre de gloria. Y la gloria les resulta demasiado vaporosa como para darles de comer. Un caso paradigmático sería El Lazarillo de Tormes, cuyo único dios es el vientre. Maldiciendo del hambre que le hace sufrir el clérigo de Maqueda, deseaba la muerte de cualquier enfermo porque sólo comía cuando los invitaban los deudos de un difunto: “Y porque dije mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana, sino entonces. Y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo”, “...y con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que la echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo”.

En cambio, el noble, que no está preocupado por necesidades materiales, puede pensar en acciones que inscriban su nombre en la posteridad y se siente con impulsos de llevar a cabo lo que no cualquiera se atrevería a acometer. La Edad Media caballeresca acuñó en una frase todo un código del honor: Noblesse oblige.

Si hemos puesto el Renacimiento como límite para las acciones heroicas es porque el concepto de heroísmo individual desaparece con la artillería y las armas de fuego en general.