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La Empresa de Inglaterra

Hace años, cuando estaba en el instituto, recuerdo una clase de inglés en la que teníamos que calificar mediante adjetivos cinco o seis fotografías que aparecían en nuestro libro de texto. El ejercicio era algo así como una especie de test psicológico en que el evaluado ha de someterse a una serie de pruebas infames que arrojen alguna luz sobre su personalidad. De todas las imágenes, sólo recuerdo la fotografía de Margaret Thatcher, la Dama de hierro, subida a un estrado, exponiendo tajantemente —en la foto no se apreciaba, pero sus facciones así lo demostraban— el argumento de turno, con la misma convicción que hace unos días dudaba de la posibilidad de un juicio justo para Pinochet en un país como España, adonde lo había citado un juez socialista. Un país, insistía el buque insignia de los pinochetistas ingleses, que acosa constantemente a Gibraltar.

De aquella clase de inglés recuerdo que ninguno de los alumnos dedicamos un solo adjetivo amable a la Dama de hierro, para disgusto de nuestra profesora, que por cierto profesaba verdadera admiración por la hija de la Gran Bretaña. Supongo que, afinidades políticas aparte, hay idiomas que imprimen carácter. Lo divertido del asunto es pensar quién nos iba a decir a nosotros —me refiero a los alumnos, claro está—, que las palabras de la Thatcher —la misma Thatcher de Las Malvinas y la interminable huelga de los mineros— tantos años después, convertirían nuestros adjetivos de estudiantes mocosos en premoniciones certeramente cumplidas.

Resulta patético comprobar como, pese al magno esfuerzo español por integrarnos en la Unión Europea, las palabras de una “dama” jubilada y retorcida, de una defensora a pecho descubierto —lo digo en sentido figurado, no soportaría imaginarlo siquiera— de la dictadura chilena, del hombre que salvó a Chile de una revolución comunista —alguien debería contarle a Miss Thatcher la historia del zorro al que pusieron a vigilar el corral de gallinas—, reducen a España a la categoría, en el mejor de los casos, de república bananera, donde se lincha a los presuntos culpables antes de juzgarlos, donde unos hombrecillos bajitos, morenos, descalzos y mugrientos esperan agazapados tras la verja de Gibraltar, con un cuchillo entre los dientes, a que algún pobre inglés se decida a cruzar a este lado del Peñón; una tierra inhóspita que, no nos olvidemos, muchos compatriotas suyos borrachos se dedican a destrozar cada verano.

El problema de la Dama de hierro es haber nacido un poco tarde. Pero no diez años, ni veinte, sino cuatrocientos. Los productores de Hollywood aún no se han dado cuenta del enorme filón que oculta la Thatcher. Cuando quieran hacer una superproducción ambientada en la época de Shakespeare se ahorrarán una pasta en maquillaje: sólo hay que entornar los ojos y dejar volar la imaginación para ubicar a Margaret en el Londres de 1589, metida en la piel de Isabel I, la reina virgen, apenas un año después de que fracasara la descabellada expedición de la Armada Invencible —nombre con toda probabilidad inventado por los ingleses, porque en España siempre se la conoció como la Empresa de Inglaterra—, gritando histérica por los jardines de palacio porque su amante, el conde de Essex, un jovenzuelo de veintidós años, la ha abandonado para acompañar a Drake a saquear La Coruña, dejándole la cama fría, a ella que, no hay que olvidar, a pesar de ser reina, era vieja, calva, gordinflona y tenía los dientes picados.

Sólo por ver a la Dama de hierro de semejante guisa valdría la pena que Drake reviviera para volver a ser el terror de los marineros españoles del siglo XVI.

1999