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Las tragedias de los pobres

Como casi todo en la vida, y aunque a uno no le guste no le queda más remedio que reconocerlo, lo importante es el dinero. Dinero para vivir con holgura, dinero para comprar cosas, dinero para que la gente nos escuche o nos respete, dinero para poder costear una vivienda sólida, con unos cimientos fuertes que la sostengan en pie aun después de un temblor de tierra.

Hasta en las catástrofes naturales parece haber una macabra distinción de clases: no es lo mismo un terremoto en un país desarrollado que en un suburbio sembrado de chabolas en el Tercer Mundo. Ahora que el subsuelo se ha revuelto en La India y varias veces en El Salvador, me vienen a la memoria las imágenes del terremoto de San Francisco en 1989: el puente oscilando como una pluma, los coches cayendo al abismo. Pero de todo lo que vi, hay algo que se me quedó grabado en la retina, tal vez por lo insólito: la felicidad de los supervivientes, la venta masiva de camisetas con la leyenda impresa: Earthquake 89, I survived (Terremoto del 89, yo sobreviví). Es maravilloso, y aleccionador también, los recursos a los que el ser humano acude para obviar la adversidad.

Por desgracia, la venta de souvenirs es algo que no vimos el año pasado en el terremoto de Turquía ni en las inundaciones de Mozambique, y que tampoco veremos en La India o en El Salvador. Parece como si la Naturaleza se cebara con la gente humilde, como si no fuera suficiente haber nacido con un destino incierto en un país pobre. Uno ve la televisión y siempre encuentra las mismas caras, la misma gente aturdida que malvive junto a una montaña o en el cauce seco de un río que ni siquiera los más viejos recuerdan que una vez existió. Parecen como afectados por un fatalismo ineludible, tocados por una macabra predisposición a la tragedia que, más tarde o más temprano, se cierne sobre ellos como una guadaña. Las imágenes del telediario parecen calcadas unas de otras: un volcán, un huracán, un terremoto, y luego barro, ruinas, cochambre y desolación. Parece una lotería que siempre tocara a los mismos, un billete que trajeran bajo en brazo, junto a la miseria, al venir al Mundo. Nacer en un país subdesarrollado, en un barrio de chabolas o en una ciudad junto a un volcán con la cresta humeante o justo encima de donde confluyen dos placas tectónicas significa desde el mismo momento del nacimiento llevar todas las papeletas para, en el mejor de los casos, una existencia desgraciada, o tal vez, depende del azar puñetero, la más terrible de las tragedias.

Al final, los pobres, se convierten en una estadística, igual que las cifras de los accidentes de tráfico durante los fines de semana. De tanto escuchar números los oídos se vuelven insensibles: da lo mismo mil que diez mil, o que cien mil. Uno se acostumbra a ver las imágenes por televisión, las de cualquier guerra en cualquier país donde habita la misma gente que sufre los terremotos, las inundaciones o las erupciones de un volcán. Mira uno para otro lado o cambia de canal mientras almuerza para ningunear, en vano, la realidad, el sufrimiento que se convierte en un número, igual que un frío índice económico. A veces se anotan con el ceño fruncido las cuentas bancarias para ayudar a superar el desastre, para lavar la conciencia, como si pagáramos un impuesto que gravase nuestro bienestar aliviando nuestro sentimiento de culpa por ser tan afortunados para no tener que ver las caras de la gente que grita o que llora desesperada, o que simplemente no dice nada y asume su desgracia con resignación.

Me pregunto por qué siempre son los mismos, por qué siempre tienen las mismas caras, por qué el azar es tan terrible con ellos, por qué zarandea sus vidas como si fueran marionetas, removiendo la tierra bajo sus pies, descargando la lluvia sobre sus cabezas, despertando un volcán que llevaba tantos años dormido.

2001