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Pottermanía

Hay algo misterioso, incluso fascinante, en el comportamiento de las leyes del mercado: por muchos estudios, gráficos y concienzudas investigaciones, algunas veces un hecho inesperado revuelve el academicismo poniéndolo patas arriba hasta que luego el espabilado de turno recurre al tan socorrido recurso del “ya lo sabía”.

Pensaba hasta hace muy poco que los niños ya no leían, y me sentía como el último eslabón de una generación de hombres que aprendimos a leer con los tebeos (entonces, y no hace tanto tiempo de eso, nadie los llamaba cómics), pasamos por el trámite divertido e imprescindible de las novelas ilustradas y un buen día nos encontramos en el universo de los libros de verdad, sin más dibujos que los que hubiera impresos en la portada. Últimamente, con tanta videoconsola por medio y dibujos animados o películas infantiles hasta en la sopa, resultaba increíble, y por otra parte comprensible cuando el ocio se transforma en algo cómodo y excesivamente fácil de digerir, ver a un niño sentado leyendo un libro. Si uno lo piensa, hasta hace relativamente pocos años tener un ordenador en casa era algo bastante infrecuente, y no digamos una videoconsola —creo que esa palabra ni siquiera existía—, y aunque parezca que estoy hablando de la Prehistoria, hace poco más de diez años sólo había dos cadenas de televisión estatales cuyas emisiones matinales se reducían a las mañanas los sábados y los domingos. No es cuestión de ponerse nostálgico, ni lo pretendo. Más bien al contrario, máxime cuando J. K. Rowling, una profesora escocesa que hace pocos años llegaba a fin de mes con más penurias que alegrías, se puso a escribir un buen día en una cafetería una historia sobre un muchachito huérfano y aprendiz de brujo. Ahora, para regocijo de su autora —y de la editorial— lleva vendidas unas pocas de docenas de millones de ejemplares en todo el planeta, que se dice bien pronto. No hay lista de libros más vendidos que uno consulte, incluso en China, y no se haya colado entre la sesuda (o no) obra de un megaescritor una novela de Harry Potter. Pr onto se estrenará una película y ya se anuncia toda una parafernalia de artefactos “Harry Potter” que el merchandising se encargará de difundir entre sus incondicionales.

Habrá muchos que critiquen la mercantilización de este tipo de literatura dirigida a los niños, del abuso de los pequeños por parte de las leyes del mercado. Tal vez tengan razón, no lo dudo. Pero lo que me resulta más fascinante de la pottermanía es que, consideraciones literarias aparte, la cuarta entrega se ha agotado en las librerías nada más salir a la venta, y se trata de un libro de seiscientas páginas dirigido a los niños. Seiscientas páginas, sí, quizá un libro mucho más grueso de los que más de uno de los padres de estos niños se haya atrevido a hincarle el diente en su vida adulta.

Es bueno que alguien dé un revolcón de vez en cuando a las leyes del mercado y que sacuda el polvo de las estanterías. Tal vez a cierta edad a los lectores les interesen más las andanzas de un tal Harry Potter —o Manolito Gafotas— que la métrica de la poesía del siglo XVI. El placer por la lectura es algo que cuesta mucho inculcar a los niños, pero una vez que se consigue hacerlos entrar en el mundo mágico de los libros es muy improbable que abandonen ese hábito cuando sean mayores. Al cabo, se trata de que lean, y la lectura ha de ser un acto placentero, bien sea Harry Potter o los poemas de San Juan de la Cruz, lo que cada uno prefiera, pero que se sienten con un libro en silencio, y que suceda eso tan maravilloso y tan difícil de explicar, que el mundo real empiece a difuminarse lentamente mientras uno se diluye entre las páginas como en un mágico encantamiento. Ya lo dijo Günter Grass al recibir el Príncipe de Asturias: “No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee. Totalmente perdido en aquel contramundo metido entre dos tapas, sigue sin embargo presente y no quiere que lo molesten”.

Amén.

Marzo de 2001