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Aquellos oficios de antaño

Parece que con el paso del tiempo, los viejos oficios han de reciclarse para adaptarse a los cambios —los que tengan más fortuna— o convertirse en una reliquia del pasado, como un viejo taller de alfarería, una joya artesanal para turistas o amantes de las cosas bien hechas. Cuando el cambio aprieta, ahoga que asfixia, y no sólo a aquellos que no se adaptan a las nuevas tecnologías o, para usar una palabra de moda, la globalización, sino que, por lo visto, no hay oficio, por necesario y antiguo que sea, que se encuentre a salvo de la quiebra, por obsoleto, a la vuelta de la esquina.

Resulta que en Estados Unidos, tanto la CIA como el FBI tienen graves problemas para encontrar nuevos espías, y eso me hace pensar si los que van quedando mientras sus compañeros se jubilan —o los jubilan— son unos simpáticos viejecitos que juegan al golf y se escuchan los chistes con un cornete en la oreja. Ya se sabe aquello que se dice cuando alguien está acabado: “Tiene menos futuro que un espía sordo”. Por increíble que parezca, el talón de Aquiles de los herederos de James Bond son los idiomas —esto es, la falta de conocimiento— por una parte, y por otro lado la desconfianza de quienes han de seleccionar a los únicos aspirantes con don de lenguas que, paradójicamente, no son otros que los hijos de inmigrantes, y por tanto, según las reglas del FBI y la CIA, poco fiables.

Como en los últimos tiempos del Imperio Romano, donde cuatro de cada cinco legionarios no era oriundo de la Península Italiana, en el Imperio Americano los espías, si sus gobernantes quieren que sigan hurgando en los secretos de los enemigos potenciales, van a tener que ser hijos o nietos de rusos, iraníes o chinos, aunque J. Edgar Hoover y Allen Dulles se revuelvan en sus tumbas, porque los idiomas que aparecen en las solicitudes de los candidatos WASP (white, anglosaxon, protestant —blanco anglosajón y protestante, la clase dirigente en Estados Unidos) que pugnan por entrar a trabajar en los servicios secretos norteamericanos son los archiconocidos español, alemán y francés, lo cual, dadas las circunstancias actuales, no sirven de mucho para ir de agente secreto por el mundo.

La cosa va en serio, sobre todo teniendo en cuenta que los atentados de las embajadas estadounidenses de Kenia y Tanzania en 1998 pudieron haberse evitado de haber encontrado un traductor de confianza.

No hay más que leer una novela de John le Carré —casi todas estupendas— para darse cuenta de los entresijos de un oficio que nos fascina a la mayoría tal vez por lo críptico y arriesgado de su empeño. O, sin tener que recurrir a la ficción basta con echar un vistazo a las biografías de gente como el húngaro Sandor Radó, el español Juan Pujol o el judío Elie Cohen, a quien sus jefes ofrecieron canjear por diez espías árabes y una suma astronómica de dinero cuando fue descubierto por los sirios, para mirar con nostalgia un oficio donde ya no parece haber romanticismo. Menos mal que de vez en cuando alguien riza el rizo y tal deba desdecirme de lo anterior y afirmar que sí, que el espionaje aún conserva algo de romanticismo, porque Richard Hanssen, el laureado agente del FBI cuya doble vida favoreciendo a los rusos acaba de ser descubierta no empleó ni un solo centavo de los seiscientos mil dólares que le pagaron sus homónimos soviéticos durante quince años en aumentar las comodidades de su familia o enriquecer su patrimonio. Nada de eso. Por lo visto ni siquiera malgastó un dólar en darse el capricho de comprar un coche nuevo. Richard Hanssen, como el Bartholomew Scott Blair de John le Carré dispuesto a jugarse el pellejo por el amor de Katya, aprovechaba su tiempo libre en un antro de strip-tease en las afueras de Washington predicando el Amor de Dios entre las bailarinas. Como buen cristiano, parece que a una de ellas acabó sacándola de allí, poniéndole un piso y regalándole un coche. Según cuentan quienes lo conocen bien, no ha existido el más mínimo roce carnal entre ellos, porque Hanssen, además de espía chapado a la antigua también pertenece al Opus Dei.

Y es que, ya lo he dicho, el mundo cambia que da vértigo, y los espías, al parecer, también.

Abril de 2001