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El maestro se jubila

Ha dicho que se va, aunque yo no me lo creo, o no me lo quiero creer, y pienso que la frase es similar a la de un torero que necesita descansar después de muchas temporadas y cornadas traicioneras para luego volver a los ruedos con las pilas cargadas.

Tal vez, pensándolo bien, la culpa la haya tenido también una cornada: el 19 de junio de 1999, mientras paseaba, Stephen King fue atropellado por la camioneta de Bryan Smith que, en el momento del accidente, estaba tratando de disuadir a su rottwiller Bullet de que metiese el hocico dentro de la nevera. Como si de una pirueta macabra del Destino se tratase, hasta los nombres —Smith, Bullet— y la escena parecen sacados de una de sus novelas. El resultado fue espantoso: entre otras cosas, una rodilla pulverizada, la cadera rota, ocho costillas fracturadas y la columna astillada.

Cinco semanas más tarde, en una silla de ruedas, con los huesos todavía bailándole, Stephen King se sentó de nuevo a escribir. Por eso me cuesta creer que se jubile a los cincuenta y cinco, cuando todavía puede tener lo mejor por delante. Asegura que escribirá los cinco libros que tiene comprometidos y que enmudecerá para siempre.

Llevo tantos años leyendo sus novelas que nunca me había parado a pensar que llegaría el día de su jubilación o que, simplemente, sus obras dejarían de inundar los escaparates de las librerías. Me gusta el autor de Misery: ya va siendo hora de decirlo sin complejos. Cuando las novelas de un escritor alcanzan ventas estratosféricas, ciertos lectores —y escritores— empiezan a mirarlas por encima del hombro, menospreciándolas, cuando en realidad muchas veces es su propia miopía la que les impide reconocer que, detrás de las ventas millonarias y de las estrategias de márketing, existe, cuando menos, talento.

Recuerdo que una vez, en una entrevista, me preguntaron cuáles eran mis autores favoritos. Cité a dos o tres españoles cuya prosa y universo literario se encuentran en las antípodas del autor de Rita Hayworth y la redención de Shawshank (Cadena perpetua, de Frank Darabont, siete nominaciones a los Oscar en 1993, con Morgan Freeman y Tim Robbins, para quienes hayan visto la película) pero, maticé, también, por ejemplo, me gusta Stephen King.

¿Stephen King? Pues sí, ¿y por qué no?. Desde luego, no me gustan todas sus novelas (pero tampoco me gustan todas las novelas de ningún escritor, ni siquiera las de aquellos a quienes venero) y, en la mayoría de sus libros, sobra, en mi humilde opinión, por lo menos un tercio. Aparte de que no soy un lector al que le apasione la sangre, el terror o los fenómenos paranormales truculentos. Y es que lo mejor de Stephen King son sus personajes, de carne y hueso, como todos nosotros, con nuestras miserias y nuestras grandezas. Crear un ser inolvidable, como la enfermera sicópata Annie Wilkes de Misery, o el preso Andy Dufresne de Rita Hayworth y la redención de Shawshank, aunque les pese a algunos, requiere un talento y un trabajo enorme. Y eso merece un respeto.

Espero que la decisión de callar para siempre no sea más que una pataleta. Lo espero y lo deseo, porque, los escritores, igual que los toreros, siguen siéndolo aunque se jubilen. Pero, mejor, prestemos atención a las palabras del maestro: “Escribir no es cuestión de ganar dinero, hacerse famoso, ligar mucho ni hacer amistades. En último término, se trata de enriquecer la vida de las personas que leen lo que haces, y al mismo tiempo enriquecer la tuya. Es levantarse, recuperarse y superar lo malo. Ser feliz, vaya. Ser feliz”.

2002