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El capitán Gregorio Fuentes

En la necrológica del periódico aparece con el sempiterno puro en los labios y la gorra. A pesar de la fotografía en blanco y negro del diario sé que la gorra es azul, rematada por unas letras doradas donde se puede leer, como si de unos galones supuestos se tratase, “Capitán Gregorio Fuentes”. Lo sé porque un retrato del pescador de Cojímar adorna, igual que otros tantos que esconden el polvo de los libros, mi estantería.

Me he enterado de su muerte y la verdad es que no sé muy bien si entristecerme o quizá alegrarme por él. Gregorio Fuentes había doblado con valentía la barrera del siglo y ya andaba por los ciento cuatro años. La gente lo recuerda por su relación con Ernest Hemingway, de quien fue marinero, patrón de barco, amigo. Dicen que el escritor norteamericano se inspiró en él para crear el personaje de Santiago en El viejo y el mar, aquel pescador cabezota que peleaba contra los elementos y los tiburones y que luego inmortalizaría Spencer Tracy.

Apenas hace un año y medio que lo conocí, cuando ya no era más que una atracción para los turistas que visitan La Habana. Alguien me llevó hasta su casa humilde en Cojímar, la misma tarde que todo el país estaba pendiente de la televisión para ver en directo el regreso de Elián. Al traspasar el umbral de la casa, sus biznietas adolescentes dejaron libre el pequeño salón mientras su padre, el nieto del pescador, llamaba al capitán para enseñarlo. Cada vez que miro esa fotografía siento una punzada de culpabilidad. Gregorio Fuentes, el hombre que había buscado submarinos alemanes con Hemigway en los Cayos, apenas podía avanzar penosamente ayudándose de unas muletas. Tenía los labios sellados de cicatrices debido a una operación reciente y no podía hablar, pero con la dignidad de sus más de cien años se sentó en una butaca, debajo de un cuadro junto a su amigo el escritor. Ahora, al ver la instantánea donde poso junto a él, como si fuera una atracción turística, veo que sostiene el puro en la mano izquierda, igual que en la imagen de la necrológica, tal vez fuera zurdo, y al mirar esas zarpas enormes, desproporcionadamente grandes para un cuerpo tan pequeño y enjuto, que descansan en el reposabrazos de la butaca mientras mira la cámara con la serenidad de sus ojos azules, me acuerdo de cuando nos estrechamos la mano: Gregorio Fuentes tenía una fuerza descomunal, de pescador acostumbrado a bregar toda una vida, y al apretar sonreía, se le dibujaba una mueca de dignidad entre las cicatrices de los labios, como si quisiera decir, para quien pudiera o quisiera captarlo, que por muchos turistas imbéciles que fuéramos a retratarnos con él y deslizáramos unos dólares para aliviar los maltrechos bolsillos de su nieto él, con su siglo largo a cuestas no era una atracción de feria, sino un viejo pescador con el orgullo de haber vivido muchos años y haber visto más cosas que la mayoría de la gente, y una zarpa de acero que te apretaba tan fuerte a sus ciento tres años que no tenías duda de que, hace no demasiados años, podía hacerte papilla los huesos sólo con un apretón de manos amistoso.

Por eso, aunque siento su pérdida, también me alegro de que se haya ido. Sobre todo me alegro por él, porque ya no tendrá que aguantar a más turistas estúpidos en su casa ni sonreír para que podamos presumir de una foto junto a él en nuestra estantería.

Enero de 2002