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La doctora de Axe

Hoy no pensaba meterme con nadie. Lo juro. No iba a hablar de la boda de Jesulín y Campanario, ni de las cartas que se pierden en el limbo del servicio de Correos. Durante el mes de agosto me he propuesto comentar la actualidad a la vez que, si puedo, recomiendo alguna película o un libro. Porque el verano debe ser un tiempo de descanso, de relajación, y también, por qué no, un espacio para ver las películas atrasadas, para fatigar las páginas de los libros que tenemos apilados en la estantería durante el invierno.

Hoy pensaba hablar de los anuncios. Todos los años se emite un programa delicioso en el que, durante un par de horas, podemos disfrutar de esas pequeñas joyas que se emiten en todo el mundo y que no siempre tenemos la suerte de poder ver en España. No sé ustedes, pero yo soy un devorador de anuncios. Algunos, los que más me gustan, he de verlos dos o tres veces para entenderlos, y a lo mejor, puesto que muchas veces no soy capaz de darme cuenta a la primera, no me he percatado de que un anuncio de desodorante puede ser ofensivo. Resulta que la actitud de la doctora que deja a un lado el fonendoscopio para auscultar a pelo, con su propia oreja, el pecho desnudo de un adolescente ha sido considerada vejatoria por los médicos. Tal vez habrá algún médico —o abogado, o albañil— a quien moleste el anuncio de Axe, pero me cuesta creer que a la mayoría. El caso es que el Colegio de Médicos de Madrid ha protestado y el Ministerio de Ciencia y Tecnología, a través de la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones, ha ordenado a todas las televisiones que dejen de emitirlo. A mí, qué quieren que les diga: de todos los anuncios, los de Axe son los que más me gustan. Aunque, quién sabe, después de lo que ha pasado, tal vez también deje de emitirse el del mosquito que se come la rana a la que luego se cepilla el sapo y que luego se zampa el millonario que muere en brazos de la morena que quita el aliento. A lo mejor protesta algún colectivo de buenas costumbres por ver a la ranita y al sapito en esa postura, o, quién sabe, la Asociación Protectora de Animales alza la voz porque considera humillante la imagen de una lombriz embutida en una botella de licor.

Nos estamos volviendo tan modernos y tan correctos que, de tan aburridos, empieza a darme asco. De seguir así, el futuro se avizora muy aséptico, muy aseado, y, también, muy deshumanizado, como el de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, o el del mundo de los Eloi que imaginó Wells en La máquina del tiempo. Aunque, pese a todo, me alegra saber que existe una Secretaría de Telecomunicaciones que vela por los telespectadores. A ver si tienen un ataque de lucidez y se apresuran a librarnos también, con la misma celeridad, de las Rociítos, las Jesulinas, las Belenes Esteban, las Yolas Berrocales, y los Dinios, Lecquios y Matamoros clónicos. Son muchos más, pero no puedo nombrarlos a todos porque sólo dispongo de tres minutos y medio. Quizá en la Secretaría de Telecomunicaciones no se hayan dado cuenta de que esa fauna que acabo de mencionar, tiene mucha culpa de que lo único que valga la penar ver en televisión sean esas pequeñas obras de arte de apenas 20 segundos que se emiten entre programa y programa.

Agosto de 2002