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Morir por nada

Este fin de semana es uno de los más peligros del verano, tanto o más que la mayoría de los puentes que jalonan el calendario a lo largo del año. Este fin de semana es el fin de semana de la operación retorno, y millones de vehículos —cada vez son más— atravesarán el país de punta a punta. Por desgracia, algunos de los que están ahora mismo apurando las últimas horas de sol, refrescándose el gaznate con un tinto de verano en un chiringuito o, simplemente, tumbados en el sofá con la única y dulce ocupación de no hacer nada, pasarán a formar parte de una estadística macabra el lunes por la mañana.

Cuando pienso en la muerte, una de las cosas que enseguida se me vienen a la cabeza es lo inesperado del suceso. Me refiero a la muerte por accidente, claro está. Nunca piensas que te pueda pasar a ti, o a lo mejor lo piensas pero te esfuerzas en olvidarlo, en ocultar el pensamiento siniestro en algún lugar donde no te afecte demasiado. Procurar no pensar en lo malo forma parte de la naturaleza humana, tal vez para olvidar lo frágiles que somos, pero la muerte siempre acecha a la vuelta de la esquina, y cualquier día puede salir tu número, o el mío, y a lo mejor ésta es la última vez que me pongo unos auriculares y hablo delante de un micrófono pero yo aún no lo sé, nadie puede saberlo.

Si pudiera elegir mi último momento, me gustaría que fuera lo más tarde posible, como cualquiera de ustedes, o como mínimo, que no me fuera al otro mundo por culpa de uno de esos valientes que se te pegan al culo en las autopistas dándote ráfagas con las luces, como si les fuera la vida en llegar cinco minutos antes, o que adelantan en un cambio de rasante, cuando vienes en otra dirección y tienes que echarte al arcén mientras te acuerdas de su santa madre. Los hay de todo tipo, desde el que conduce a ciento ochenta sin soltar el móvil y el cigarro, o el que se toma tres o cuatro copas seguro de que sus reflejos no se van a resentir. Y si se resienten los reflejos, no hay problema, sobre todo ahora que un juez ha dictaminado que según la corpulencia, unos individuos pueden asimilar el alcohol mejor que otros. Ya me veo el cuadro en los controles de alcoholemia que se avecinan: los guardias civiles con la báscula y el metro para calcular cuánto puede tardar un cuerpo en absorber una borrachera. Es cierto que mucha gente puede conducir con un par de copas sin ver mermadas sus facultades, pero con que la reducción del límite establecido sólo haya salvado una vida habrá valido la pena.

A pesar de todo, como decía al principio, demasiadas personas se habrán convertido en una fría estadística antes del lunes, y nuevas cruces y coronas de flores adornarán las cunetas como un triste recordatorio. Como uno no puede decidir el momento de pasar a mejor vida, al menos me gustaría, si tengo la desgracia de pasar a engrosar la lista de bajas, que sea por mi culpa y que deje de fumar yo solo, y no debido a la imprudencia de algún listo que se salta un semáforo en rojo o un stop inoportuno, mientras mantiene una acalorada discusión por el móvil. Que cada uno se parta los cuernos como mejor le parezca, pero que no se lleve a nadie por delante. Más o menos, lo que dice Robert Redford en Memorias de África: “no hay nada malo en asumir riesgos si es uno mismo quien paga las consecuencias”.

Agosto de 2002