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Un hombre impaciente

Hace pocos días me he dado cuenta de que soy un hombre impaciente. Antes de ese momento de clarividencia, pensaba que no, que entre mis pocas virtudes se encontraba una paciencia ejemplar, una paciencia casi geológica, y si alguien me acusaba injustamente de verme ansioso por la llegada de un acontecimiento, le retaba a encontrarme el pulso. La taquicardia inexistente se deberá, pienso, a cierta deformación profesional, porque si uno trata de malvivir de lo que escribe, a lo primero que ha de acostumbrarse es a esperar. Ya lo dice Antonio Muñoz Molina: “La clave de la Literatura es la lentitud. La Literatura es lenta de crearse, lenta de llegar al lector, lenta de ser comprendida plenamente”.

Pero a lo que iba: llevo dos meses esperando el acuse de recibo de una carta importante que envié y, a pesar de que, como ya he dicho antes, me considero un tipo paciente, ya empezaba a preocuparme. Estaba a punto de llamar a un teléfono de reclamaciones que me facilitaron amablemente en la oficina de Correos, cuando me enteré de algo que dio un vuelco a la perspectiva que tenía del tiempo. Y es que mis dos meses de angustia aguardando la ansiada cartulina rosa que me confirmase la recepción de la carta que había enviado, se quedaban en nada comparados con los treinta y seis años que ha tardado en llegar una postal al balneario de Villaengracia, en Tarragona. Tanto ha tardado en llegar la postal que el balneario ya no es tal, sino un alojamiento rural. Sí, ya lo sé. Parece de coña, pero no, es tan cierto como que ahora mismo estoy delante de un micrófono. El asunto, como dice Raymond Chandler en El sueño eterno, posee la retorcida complejidad de la realidad en lugar de la austera sencillez de la ficción.

Así que me voy a pensar lo de llamar al teléfono de reclamaciones que me han dado en la oficina de Correos. Total, los dos meses que llevo esperando la respuesta, son un pestañeo comparados con lo que ha tardado en llegar la postal que María Dolores mandó a su prima Mercedes aquel verano de 1966 que pasó en el balneario de Villaengracia. Y es que, aunque me cueste reconocerlo, soy un impaciente, un pesado, y tal vez si reclamo mi acuse de recibo alguien podrá echarme en cara que las cartas, más tarde o más temprano, igual que los trenes, siempre acaban llegando. De todos modos, como aparte de impaciente también acabo de descubrir que soy desconfiado, la próxima vez que quiera estar seguro de que los sobres que mando llegan a su destino, intentaré recurrir a Kevin Costner y a sus esforzados muchachos de Mensajero del futuro, que juraban entregar la correspondencia en las condiciones más adversas, o a los mensajes embotellados que el mismo Kevin Costner —por lo visto le va lo de ser cartero— lanzaba al mar en la película Mensaje en una botella. Así, al menos si no llegan a donde las mando, puedo soñar con que mis cartas las encuentra la guapísima Robin Wright en una orilla, una mañana con el cielo encapotado, y se convierte en el amor de mi vida.

Agosto de 2002