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Hijos de puta en prácticas

Hay que ver lo modernos que nos estamos volviendo. No me canso de repetirlo: en el periódico, en la Radio, cada vez que alguien comete la insensatez de dejar que exponga mis razonamientos. Nos estamos volviendo de un moderno que es la leche, de un moderno modernísimo, vamos, de un moderno que asusta, de un moderno que a veces me dan arcadas.

Pero no vayan a pensar que me niego a ser (a que seamos) modernos. Ni mucho menos. Me fascinan los avances de la medicina, y la comodidad del mando a distancia y, aunque jamás he podido leer entero un libro de instrucciones, me descubro ante la sencillez horripilante de un microondas o los mensajes de Internet que vuelan por el planeta como por arte de magia. La modernidad, sin embargo, lleva aparejada otras enfermedades antes desconocidas o, por lo menos, no tan conocidas como para ser tenidas en cuenta: el estrés, la ansiedad, el insomnio crónico. Ya digo, el resultado del ajetreo moderno.

Por desgracia, en estos tiempos tan modernos, algo que llama la atención poderosamente son los mendigos: todavía quedan los pobres desarrapados de siempre, los de toda la vida en las puertas de las iglesias o las pastelerías, o sentados en la acera, como el viejecito que he visto más de una vez en Sevilla, con la gorra calada, la mirada perdida, una mano con la palma hacia arriba y la otra sujetando un letrero rudimentario de cartón donde puede leerse “marinero de Sanlúcar”.

Pero hay una generación nueva de gente abandonada, de gente joven, de gente que incluso tiene estudios o un currículum más o menos aceptable, gente a la que algo se le ha torcido en el camino o en el cerebro y ha terminado dando con sus huesos en la calle. Desarraigados, vagan de una ciudad a otra, como almas errabundas.

La mendicidad es un desajuste, un fracaso de la sociedad en que vivimos, una barbaridad que no alcanzo a comprender. Tal vez, unos chavales han sentido también curiosidad y se han dedicado a recorrer las calles de Barcelona en busca de quienes duermen a la intemperie porque no tienen siquiera donde caerse muertos: les han propinado palizas, a uno lo han rociado con un líquido inflamable antes de encender un mechero con una sonrisa siniestra. Incluso han entrado en la casa de una anciana para asustarla después de forzar la puerta. Tal vez, para estos desalmados, los viejos, igual que los mendigos, desentonan con el paisaje urbano.

Ahora que por fin han sido detenidos, su abogado se descuelga con que ha sido la primera vez. Pues menos mal. Sé que es una idea reaccionaria, pero como no soy un reaccionario puedo decirlo: ser un sinvergüenza, ser un malnacido, a menudo sale muy barato. Al menos esta vez el juez, indignado, no les va a dar una palmadita y les va a decir, hala muchachos, eso no está bien, a casita, hay que dejar a los mendigos que duerman tranquilos. Ea, chavales, esta noche sin postre, y que no os vuelva a ver por aquí. Por suerte para nosotros, y por desgracia para ellos, uno de los muchachos, con aplicada profesionalidad, había grabado en vídeo todas y cada una de las tropelías de su banda. No me voy a reír por no faltar al respeto a los agredidos, pero el chaval dice que estudia comunicación audiovisual, y que las grabaciones eran para unas prácticas. No sé si estos ejercicios prácticos eran necesarios para la obtención de un diploma en una escuela de comunicación audiovisual, pero, desde luego —y que me perdonen las señoras que hacen la calle— el título de hijo de puta, él y sus colegas, sin tener que asistir a clase lo tienen más que asegurado.

9 de octubre de 2002