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Negro

Todo es negro en la ACosta da morte, en Galicia. Negro el combustible derramado. Negro el océano que golpea los acantilados. Negras las playas. Negras las botas de los voluntarios gallegos que se fatigan cada día en su esfuerzo épico de limpiar sus costas. Negros los percebes. Negros los mejillones. Negras las almejas. Negros los berberechos, los pulpos, los rodaballos, las navajas, los peces de roca, las langostas; y negros los centollos, y las gaviotas, y los cormoranes. Negro el futuro de los pobres mariscadores que huelen el mar que apesta a petróleo adivinando un futuro sin esperanza. Negras las profundidades sucias del océano, a tres mil quinientos metros de profundidad, a sólo ciento treinta y tres millas de las playas gallegas. Negra —negra siniestra— la incertidumbre de no saber qué pasara con la carga venenosa almacenada en el Prestige, partido en dos en el fondo del mar. Negro el recuerdo de otras catástrofes, de otros vertidos, como el del buque Mar Egeo, hace diez años, también en aguas gallegas, o el de la balsa de Boliden, en Aznalcóllar. Más trágicas, más negras —si es que cabe la gradación en este desastre—, las aguas heladas de Alaska en 1989, cuando el Exxon Valdez descargó treinta y cinco mil toneladas de petróleo después de embarrancar en unos arrecifes. Las última vez que vi el nombre exótico de este petrolero fue en la película Waterworld, hundiéndose junto a Dennis Hooper y a sus smokers. Ahora ya no se llama así, sino Sea River Mediterranean, y aún sigue transportando crudo por el Atlántico, como si con sólo cambiar el nombre pudiese también borrarse el pasado. El humor puede ser también muy negro.

29 de noviembre de 2002