Irene y Carmen son dos señoritas preciosas de seis años que, cuando llego a
la orilla y me planto en una butaca frente al mar, se sientan en mis rodillas,
envueltas en sendas toallas después de una mañana feliz de baños y de juegos
en la que he tenido que participar debido a esa contumacia entrañable que
tienen los niños para conseguir que los adultos les prestemos atención. Entre
risas me cuentan que a las dos les gustan los espaguetis, los huevos fritos, los
macarrones con tomate, las pizzas, la coca cola y los helados de chocolate. Yo
les digo que a mí, a pesar de no ser tan afortunado como para tener los mismos
años que ellas, también me gustan las mismas cosas, y nos vamos a comer. Por
la tarde, más playa, más sol, más baños, más risas, y, a la hora de la
merienda asisto a un concierto de canciones interpretadas a dúo por dos
artistas cuyas vidas juntas apenas suman doce años: David Bisbal, Las Ketchup,
David Civera y muchos más que no alcanzo a recordar. Luego, Irene me cuenta muy
seria que un niño de su clase le ha dicho que el Ratón Pérez no existe, pero
que ella no se lo cree. Estoy pensando en alguna respuesta contundente cuando su
amiga Carmen, con sus seis años, con los ojos muy abiertos, me mira muy seria y
me explica que es imposible que el Ratón Pérez no exista, porque con los
dientes que los niños dejan bajo la almohada, los ratones hacen casas,
construyen muebles, fabrican electrodomésticos, y por eso dejan bajo la
almohada, a cambio, dinero o chucherías. La lógica es tremenda, aplastante,
contundente, irrefutable. Tan claro lo veo que no se me ocurre responder nada
mejor de lo que he escuchado. Ya no me acordaba de aquellos tiempos en los que
yo también dejaba algún diente bajo la almohada para encontrarme por la
mañana unas monedas, pero esa historia infantil sucede todos los días, miles
de veces, y ¿saben una cosa?: cada vez que lo pienso lo veo más claro, incluso
desde hace varios días, miro debajo de mi almohada cada mañana a pesar de
saber que ya no tengo edad para dejar dientes en la cama. Pero es que los
sueños existen, y seguirán existiendo siempre mientras haya alguien que crea
en ellos con la fe de una niña de seis años a la que no le falta razón.