Siempre que se acerca el verano y el buen tiempo los índices de desempleo
bajan considerablemente. Debido a la fuerte estacionalidad de la economía,
hasta entrado el otoño las colas del Inem se reducen, los hoteles cuelgan los
carteles de “completo” y los veraneantes hacen cola, pacientes, en los
chiringuitos, buscando resguardo del sol implacable. Es una de las cosas buenas
que tiene el verano, que a pesar del calor, hasta los menos afortunados parece
que encuentran un trabajo. Precario o no precario, pero ésa es otra cuestión,
y no se trata del tema que hoy vamos a comentar.
Existen ciertas profesiones cuyos índices de desempleo son irrisorios,
inexistentes, incluso. Uno siempre ha tenido la impresión de que la
consecución de un título de informática, de enfermería, de ingeniero de
telecomunicaciones, incluso de bombero o policía local, lo eleva a quien lo
obtiene a un estatus envidiable que le distingue del resto de los mortales, de
mucha gente que pasa de un trabajo a otro con la incertidumbre de no saber nunca
cuánto tiempo durará en su nuevo empleo, siempre con un ojo en su puesto de
trabajo, para conservarlo, y el otro en las páginas color salmón de los
suplementos dominicales, para que no se escape una oportunidad o para no
quedarse con el culo al aire ante la próxima e inevitable patada en el...,
culo, también. En fin. Casualidades de la Lengua.
Pero aparte de estas profesiones que he citado antes, según he podido saber
estos últimos días, hay otras dos que también parece que cuentan con índices
minúsculos —minúsculos, por decir algo—
de desempleo: una, por lo peligroso, supongo; la otra, por lo salvaje, espero.
Pero juzguen ustedes: yo se las cuento y que cada uno saque sus conclusiones.
No sé muy bien por qué razón, pero en el Oceanográfico de Valencia a los
tiburones no se les puede echar la comida como si fueran peces de colores de un
acuario. Unos submarinistas —muy intrépidos, por
cierto— han de sumergirse en el estanque y, nadando
entre los escualos, proporcionarles la comida a la hora del almuerzo. Sólo de
pensarlo se me ponen los vellos de punta: me imagino enfundado en el traje de
neopreno, junto a unos cuantos tiburones de tres metros que a lo mejor no saben
distinguir muy bien si la comida está dentro de la bolsa que lleva el buzo o si
lo que hay en la bolsita es el postre y el buzo es primer plato. Imagínense el
dilema. Yo, no quiero ni pensarlo.
Para darle un toque de cosmopolitismo a este artículo y a este programa, la
otra profesión sin paro he ido a buscarla a Estados Unidos, a Utah. En este
estado de idílicos paisajes, un condenado a muerte ha pedido ser ejecutado por
las bravas, esto es, como no quiere que le introduzcan ninguna clase de veneno
en su cuerpo, ha solicitado terminar sus días frente a un pelotón de
fusilamiento. En Utah, parece ser, son tan considerados que un reo puede elegir
entre la asepsia de la inyección de Pentotal y la romántica puesta en escena
de un pelotón de fusilamiento. El caso es que, ante la insólita propuesta del
condenado, las autoridades han tenido que ponerse manos a la obra y pagar
anuncios en los medios de comunicación para encontrar gente dispuesta a llevar
a cabo tan magna tarea. Y es que ya me imagino el cuestionario para obtener el
empleo, o las pruebas: me lo imagino y no quiero pensarlo. Para ser sincero,
para este segundo empleo preferiría el primero: enfundarme en un traje de
neopreno y zambullirme en el estanque para dar de comer a los tiburones. Por
mucho riesgo que entrañase el trabajo, siempre tendría claro en qué parte se
encuentran los malos.