Supongo —o, mejor dicho, espero— que a estas alturas nadie dudará ante
el hecho más que evidente de que el hombre desciende del mono. O, para ser más
exactos, que los humanos y los monos tenemos un antepasado común que debió de
patearse las tierras de África hace unos cuantos millones de años. A Darwin se
le echaron encima los pensadores más rancios de su época cuando publicó El
origen de las especies en el siglo XIX y me temo que, en pleno siglo XXI, a
más de uno aún le gustaría pensar que el hombre no desciende del mono —o
que no tiene un antepasado común—, que estamos aquí porque una varita
mágica nos ha rozado para insuflarnos vida e inteligencia. Discusiones
teológicas aparte, basta con mirar las caras de algunos para asumir nuestros
orígenes y basta también con mirar algunas jaulas del zoo para que quienes
están al otro lado de los barrotes se den cuenta de cómo han evolucionado, o
mejor, de cómo han degenerado en sólo unos pocos millones de años.
Hace poco he leído un reportaje donde me he enterado de que se han hallado
evidencias de transmisión cultural entre los orangutanes. Según leo, estos
monos desgarbados y de cara simpática muestran al menos 24 comportamientos —como
juegos o el uso de herramientas— que varían de un lugar a otro, se transmiten
de padres a hijos y abundan sobre todo en aquellas comunidades más relacionadas
socialmente.
El caso es que, por poner un ejemplo, algunos orangutanes usan guantes
fabricados con hojas para agarrar ciertos frutos espinosos, o utilizan una
especie de tubo hecho con una rama para extraer miel de los árboles. Además,
hasta a los orangutanes más osados les da por practicar deportes de riesgo. Que
sí, que no me lo estoy inventando, que cuando están aburridos les da por
practicar algo así como el puenting, como el puenting pero sin
cuerda. Trepan a un árbol, se cuelgan de una rama medio quebrada y se ponen a
brincar hasta que la rompen. Caen al vacío locos de gusto pero, cuando les
falta poco para estrellarse en el suelo, se agarran a otra rama y aquí no ha
pasado nada. Pero lo que más me maravilla de esto —bueno, lo que casi más me
maravilla, dentro de un momento explicaré por qué— es que ciertos
orangutanes dicen algo parecido a “buenas noches” al acostarse. Sí,
parece que cada noche, antes de construir su lecho, emiten el mismo sonido.
Pero, como decía, esto no es lo que más me maravilla. Lo que más me
sorprende —o lo que más me inquieta, o lo que más me duele, porque no sé ni
cómo llamarlo— es saber que nosotros, el último eslabón de la cadena, nos
rompemos la crisma demasiadas veces al colgarnos de una cuerda elástica
haciendo puenting, o nos quitamos el estrés conduciendo a 180 en
dirección contraria por la autopista, con los ojos turbios de alcohol o de
pastillas, o de las dos cosas. Y que, ya, por desgracia, cada vez menos nos
decimos buenas noches antes de irnos a la cama, o nos damos un beso o nos
cogemos la mano. Por eso cuando me detengo delante de la jaula de los
orangutanes en el zoo lo que menos me preocupa es si somos o no somos primos
segundos, sino que me entran ganas de darle a un simio una palmadita amistosa en
la espalda y decirle, “vosotros, vosotros sí que sabéis”.