Cuando ciertos días del año han de institucionalizarse es porque algo no
funciona, porque hay que concienciar a la gente: tenemos el Día del Medio
Ambiente para que sintamos, aunque sea un poquito, la conciencia ecológica; el
Día sin Coche, para que nos demos cuenta de que existe otra manera de vivir
además de estar enclaustrados durante muchas horas en un atasco; el Día sin
Tabaco, para que veamos lo saludable que resulta no encender un cigarrillo; el
Día del Libro, para que nos animemos a leer, y esta semana hemos tenido el Día
Mundial por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, para que nos
enteremos —o para que se entere quien procura mirar para otro lado y hace
oídos sordos— de que más veces de las que queremos darnos cuenta algunas
mujeres saben lo que es el Infierno aunque jamás hayan creído en él. El
Infierno en vida, quiero decir, porque resulta que el Infierno, qué curioso,
puede estar al otro lado de la puerta, nada más dejar atrás el descansillo.
Porque siempre hay una puerta cerrada tras la que se ocultan ciertos malnacidos
que se envalentonan ante la impotencia o la resignación de una mujer que se
pregunta por qué le está sucediendo a ella. La violencia doméstica, tan
sórdida, suelen sufrirla los más débiles —las mujeres, los niños— y casi
siempre la ejecutamos los hombres. Yo, tal vez por ser hombre, admiro
profundamente a las mujeres: a la hora de la verdad, pocos hombres pueden
superar a una mujer en valentía, en inteligencia, en sensibilidad o en
determinación. Las mujeres, como decía el veterano actor Richard Fansworth a
Robert Redford en una escena memorable de la película Havana, son
estupendas. Yo estoy con él: las mujeres son estupendas y a mí, cuando escucho
ciertas noticias, me da vergüenza ser un hombre.