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Una carta para el cartero

Una carta para el cartero

Recuerdo perfectamente la primera postal que recibí por correo, era de mi querido Carlos, en aquel entonces él era alumno de mis padres, y tuvo el detallazo de mandarme una postal desde Puerto Vallarta, donde vacacionaba. La postal aún existe guardada en el apartado de los grandes tesoros del baúl de los recuerdos.

Después llegó Mima a mi vida y con ella 80 sobres y 160 hojas color rosa, que utilicé para escribir cartas a mis amores, me sentía Ángeles Mastretta. Recuerdo que el novio quedó impactado ante “me esfuerzo en recordar el exacto tamaño de tus manos”; la escritora se enojaría si supiera que ni siquiera tuve la decencia de citarla, y mi amor de adolescencia... no creo que le importe saber que no eran mis palabras las que escribía.

A los 18 años me fui a vivir a Canadá, y me aficioné a la correspondencia epistolar. Bien es cierto que en aquellos años hablar por teléfono a México no era barato, pero sobre todo no se usaba, como en estos días, hablar tanto por teléfono. Yo mandaba cartas con mis cuitas y tarjetas postales de los lugares que visitaba. Así comenzó mi hábito de enviar postales de los lugares que visito. Me imagino la alegría que les dará a mis amigos cuando encuentren una tarjeta de lejanas tierras, me imagino el gusto que me daría que mis amigos me mandaran algo de su puño y letra.

No es tarea fácil la de enviar postales: hay que ir a la tienda de souvenirs a comprarlas, inspirarte, encontrar una oficina de correos, que en todo el mundo son cada vez más difíciles de localizar, pagar y pegar los timbres y finalmente enviarlas. En cada cartita, recadito o postal va un pedacito de mi corazón, lamentablemente los carteros del mundo no parecen entender esto.

Menos tarjetas llegan a sus destinatarios, ¿o será que mis amigos no se toman la molestia de agradecerlas? No lo quiero creer. Y me pregunto: ¿qué pasa con todas las postales que no llegan?, ¿a dónde se van? Entiendo que un día lluvioso, el cartero en Italia llegó al buzón para recoger todas las cartas y cuando aún no cerraba el saco lleno de misivas se resbaló, todas las cartas quedaron tiradas por la banqueta, la lluvia arreció y el pobre hombre no tuvo más remedio que abandonar las cartas mojadas, con la tinta corrida y las direcciones ilegibles.

Un cartero en México se enfrentó al terrible dilema de cruzar el portón de entrada que estaba bien defendido por un dobermann o dejar la postal en el suelo con la esperanza de que el perro no fuera a masticar los lindos tulipanes de Holanda. Otro cartero vio, con todo el dolor de su alma, cómo el aire arrastraba las arenas del desierto de Omán a un charquito dejado por la lluvia de la noche anterior; cuando la destinataria llegó a casa, no encontró más que una masa de papel en un charco colorido por la tinta de la postal.

Don Luis, el cartero más viejo de la Delegación de Coyoacán, colecciona postales del todo el mundo, no es que sea cleptómano, sino soñador, cada vez que ve una postal no puede resistir la tentación y la lleva a su casa. Las postales, que adornan las paredes de su sala, son su única compañía, y el cartero sueña que un día él viajará a estos lares.

Pero, ¿qué ha pasado con las otras 533 postales que no han llegado? No es posible que haya 533 historias trágicas de pobres carteros que no pueden cumplir con su trabajo. Además cómo explicar que los estados de cuenta siempre llegan, que el recibo de la luz es puntual, y los cobros de la tarjeta de crédito nunca se pierden.

Si alguien ve al señor cartero, ¿le pueden preguntar a dónde van las postales que no llegan?

Yura Luna, 9 de marzo de 2011
Hong Kong, China