Marcel DuchampMarcel Duchamp en Barcelona

Paseando por Las Ramblas de Barcelona en un agitado y tumultuoso día del libro (o Sant Jordi) me encontré con un ejemplar que recopila una serie de conversaciones entre Pierre Cabanne y el artista Marcel Duchamp. Hace años lo había leído y en esos avatares de amores y mudanzas lo perdí. No dudé ni un segundo para adquirirlo de nuevo.

Duchamp fue un artista bastante fuera de lo común. Su trabajo artístico estuvo siempre en la cuerda floja de la búsqueda arriesgada y el abandono absoluto. Más que pintar cuadros o crear esculturas fue un pensador del arte, de su proceso y de los efectos en el ojo y sensibilidad del espectador. Todo el arte actual (desde el conceptual, el performance, el body-Art hasta el minimalismo son sus deudores directos) pasa por Duchamp e incluso su obra conformada por discos pintados con líneas circulares (montados en un artefacto sencillo que los hacía girar) prefiguran el cinetismo. Con él la estética de la obra de arte se movió de sus goznes, sus obras poco a poco diluyeron los prejuicios sobre los objetos cotidianos y le devolvieron una lúcida y asombrosa belleza que no se encontraba en los libros de arte.

Duchamp aseveraba que un cuadro (o una obra de arte) que no moviera al espectador hacia el asombro no valía la pena, y remataba diciendo: “En la producción de cualquier genio, pintor o artista sólo hay cuatro o cinco cosas que cuentan realmente en su vida. Todo lo demás no es más que relleno de cada día. Por lo general esas cuatro o cinco cosas sorprendieron en el momento de aparecer”.

El alter ego de Duchamp era una mujer glamorosa, enfundada en un abrigo y de sombrero que se paseaba por sus exposiciones con aire de distinción sofisticada y belleza enigmática. Era él mismo vestido de mujer, quien además se hacía llamar Rrose Sélavy. En este antecedente primario del performance Duchamp se encontraba con su lado femenino y cuidaba los mínimos detalles: collares, alhajas, vestido, etc.

Mucho tiempo después el performance (algo así como un acto público especie de provocación improvisada) y el happening (palabra inglesa cuyo significado apunta hacia evento, ocurrencia, suceso) serían un furor, una moda que muchos artistas han llevado a sus límites. Con respecto al happening dijo algo devastador: “Los happening han introducido en el arte un elemento que nadie había puesto: el aburrimiento. ¡Yo nunca había pensado en hacer una cosa para que la gente viéndola se aburriera! Y es una lástima, porque se trata de una buena idea. En el fondo es la misma idea que el silencio de John Cage en música; nadie había pensado en ello”.

Duchamp le pintó una barbita y bigotes a la Gioconda, colocó una rueda de bicicleta sobre un taburete, le puso clavos a una plancha, tomó un urinario de porcelana y lo envió a un prestigioso salón de arte. También pintó cuadros donde sobresale “Desnudo bajando una escalera” y luego siguió pensando, las ideas continuaban llegando en ráfagas intermitentes, pero un buen día lo dejó todo. Otro artista, Naum Gabo, quiso saber por qué ese abandono tan misterioso y tajante. La respuesta de Duchamp fue despreocupada: “¿Qué quiere?, ya no tengo ideas”. Esa era su misterio: el arte como una idea, que late, se contorsiona desdibujada y sin forma hasta que toma cuerpo en el papel, el lienzo o la escultura. Para Duchamp la obra de arte sin una idea, por más peregrina, procaz o ingeniosa que fuera, que la sustentara, no tenía valor.

Otro escritor de Barcelona (Enrique Vila-Matas) ha escrito en dos ocasiones de Duchamp. Su primer texto habla sobre una obra del artista, El gran vidrio o La Máquina Soltera, un óleo pintado sobre vidrio. El segundo texto tantea precisamente sobre el libro de Cabanne. En el que encuentro un fragmento que ofrece pistas sobre esa singularidad de Duchamp como artista: “En realidad, frente a los groseros esfuerzos de Dalí por ser visto, frente al trabajo metódico y obsesivo de Picasso, frente a los antojos teóricos de Metzinger, Duchamp siempre fue un artista que no se caracterizó precisamente por su voluntad de llamar la atención, ni por su entrega desmedida al trabajo, ni por sus fatigas teóricas. Por el contrario, nunca consideró el arte como solución de nada, y para colmo dejó de pintar y se dedicó a buscar la suerte de poder pasar a través de las gotas. Y esa suerte la encontró. Pasó a través de las gotas como el consumado nadador que era, y encima fue envidiablemente feliz”.

Con el libro en la mano sigo caminando por la rambla barcelonesa y me cuelo entre la multitud que no son gotas, sino transeúntes y turistas que pululan en la celebración del día de San Jorge. Un Dragón Mecánico confeccionado de libros mueve su largo cuello. Máquina que hubiera deleitado a Duchamp y al igual que él creo que el arte es mortal, o como él lo dijo: “Creo que un cuadro, al cabo de un cierto número de años, muere como el hombre que lo ha pintado; después eso se llama historia del arte”.