Bibliotecas y dictadores

Bibliotecas y dictadores

El capitán Nemo dice que los doce mil volúmenes de la biblioteca del Nautilus son los únicos lazos que lo ligan a la tierra. Más que el submarino, lo que atrapó mi precoz imaginación fue la cantidad de libros del capitán. Lo que no sabía era que la realidad en ocasiones depara sorpresas inesperadas e inauditas. Cuesta hacerse a la idea de que a los dictadores les gustan los libros. Jamás hubiese creído que un dictador sanguinario como Augusto Pinochet tuviera una afición que rozaba lo obsesivo: coleccionar libros.

En una excelente crónica de Cristóbal Peña, “Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet”, título verniano por excelencia, se develan los entretelones de una rareza que parece calcada del realismo mágico. Peña escribe que un equipo de expertos bibliográficos trabajó 194 horas en terreno y otras 200 dedicadas a pesquisas e investigaciones, casi detectivescas, para calcular el valor en dinero y patrimonial de los libros y de todo el mobiliario, y al respecto Peña escribe: “El informe establece que los libros adquiridos por el general Pinochet son cerca de 55 mil, cuyo valor global fue estimado en US$ 2.560.000. A este monto se suman los valores del mobiliario, encuadernación y transporte de publicaciones editadas en el extranjero, todo lo cual fue tasado en US$ 52.000, US$ 75.000 y US$ 153.000, respectivamente”.

Todo esto de alguna manera empuja a cualquiera al descampado de las especulaciones. El dictador adquirió, como es lógico, de una manera ilícita dichos libros. No obstante una sola vida no le habría bastado para leer todos los volúmenes, sin dejar de lado que todos los requerimientos de un cargo como el dictador es en extremo exigente y dudo que al general, un aplicado feroz al trabajo, le hubiese quedado tiempo libre para arrellanarse cómodamente y leer como si el mundo no existiera; además las torturas, persecuciones, exilios, asesinatos y demás actividades terroristas siempre exigen el cien por ciento. Nada de requiebros para esa pendejada de leer libros por más incunables y ediciones únicas que sean. A este respecto Peña acota: “Entre las muchas obras antiguas que atesoró Pinochet y que aún conserva su familia, aunque sujetas a embargo judicial, se cuenta una primera edición de la Histórica Relación del Reino de Chile, fechada en 1646; dos ejemplares de La Araucana que datan de 1733 y 1776, respectivamente; un compendio de geografía natural y otro de historia civil, impresos en 1788 y 1795; un Ensayo Cronológico para la Historia General de La Florida, de 1722; una Relación del Último Viaje de Magallanes de la Fragata S. M. Santa María de la Cabeza, de 1788; y un libro de viajes a los mares del sur y a las costas de Chile y Perú, publicado en 1788”.

La realidad hila de manera sutil lo impensable, y entre los antecedentes de Pinochet por ejemplo está Stalin, quien después de su muerte dejó una biblioteca contentiva de veinte mil ejemplares. Uno de los casos más reveladores es el del gran dictador Adolfo Hitler, cuya biblioteca estaba compuesta por dieciséis mil trescientos volúmenes. Juan Francisco Fuentes escribe: “Hitler y Stalin pertenecían sin duda a esa especie, no tan rara, de dictadores que amaban los libros y odiaban a los hombres. En el caso del Führer, que añadía a ello su amor a los animales y sus arraigadas convicciones vegetarianas, es posible que todo forme parte de un mismo trauma personal, originado ya en su infancia, que le llevó a ver en sus semejantes la causa de su sufrimiento y en la lectura una fuente de inspiración y autoestima para su alma atormentada”.

Los serviles y cercanos de siempre, que revolotearon alrededor de estos dictadores, han dejado testimonios sobre la capacidad lectora de los mismos, empero todo tiende a ser dudoso debido a que el número de libros no cuadra con el cargo de dictador y esa gran responsabilidad de salvar a la patria, y aquí con toda la ironía del caso.

El caso de Pinochet es intrigante ya que formó su biblioteca con ejemplares que sólo un bibliófilo experto apreciaría más allá de su valor monetario. El amor por los libros del general es anterior a su cargo de dictador y como los quisquillosos coleccionistas, él también tuvo la ocurrencia de colocarle una impronta a sus ejemplares más apreciados. El ex libris (o sello de propiedad) lo encargó para su fabricación a la Casa de la Moneda de Chile. Tiene como diseño (ahora el irónico es el general) el de una mujer con sus alas extendidas y que levanta una llama de la libertad al tiempo que empuña un escudo con las iniciales de Augusto Pinochet Ugarte.

El intríngulis de todo esto es cómo semejantes personajes, en superlativo siniestros, tuvieron un pasatiempo tan anodino como el de coleccionar libros. Sin mencionar que a su modo tuvieron clara la peligrosidad de los mismos y cada uno por separado organizó, en su respectivo momento, grandes autos de fe, además de perseguir, encarcelar o exiliar a una buena cantidad de autores.

Ese aprecio de los dictadores por los libros también puede enseñar que esa superstición que asegura que la lectura de libros puede convertir a cualquiera en mejor persona es rotundamente falsa. Pinochet tenía varios ejemplares sobre derechos humanos y Hitler tenía entre sus libros predilectos un manual del año 1931 sobre el uso y propiedades de los gases venenosos, uno de cuyos capítulos está dedicado al Zyklon B., gas que sería el potente aliado para la solución final contra judíos, negros, gitanos, homosexuales, etc.

Se pueden desplegar muchas teorías, pero esa extravagancia de dictadores coleccionando libros (y quizá leyéndolos) los trasforma en personajes tan literarios como el Quijote, y esto me lleva a una especulación literaturesca: los dictadores sufren a la larga (como escribiera Francisco Umbral) de un momento shakesperiano, de una grandeza desolada. Ante semejante final tan espectral un entretenimiento recurrente es más que necesario. Allí están los libros que como compañeros sólo exigen ojos y tiempo. Luego sin percatarse los libros van llenando estantes. Tocarlos, hojearlos, examinarlos puede ser una catarsis después de tanta sombra y muerte gerenciada. El poder y la muerte, siempre con ese toque tan administrativo y burocrático.

A fin de cuentas, los libros son esa metáfora contra la soledad del poder, como ese último lazo con la tierra donde todo es sólo palabras. Los libros como la última trinchera de cordura e imaginación contra la locura paranoica del poder. Los libros como esa pasión escrita que se esconde con celo y nadie lee. Una gran biblioteca como símbolo no del poder, sino de una soledad inmensa, de un desierto vasto que se recorre como un espejismo inexplicable y en la que resuena la voz de aquel atormentado personaje, también coleccionista de libros, de la novela de Canetti, Auto de fe: “Todo ser humano necesita una patria, pero no una patria como la concibe el patriotismo primitivo, donde la fuerza campea por sus fueros, ni tampoco una religión, insípido anticipo de una patria en el más allá. No, en realidad necesita una patria capaz de abarcar a la vez la tierra, el trabajo, los amigos, el reposo y el terreno de sus facultades espirituales, para hacer de ella un todo natural y ordenado, un cosmos que le pertenezca. La mejor definición de la Patria es la Biblioteca”.