XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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Ilustración: Affordable Illustration SourceEn sus trece

Ayer estaba maquillándose frente al espejo de la sala. Vivía sola desde que su papá se fue a Irlanda y su mamá se mudó a Barquisimeto. El bombillo del baño estaba quemado. Iba a comprarlo cuando dijo que no, que siguiera en el jardín. Entonces seguí podando el granado.

Al mediodía entré a beber agua y vi el bolso donde llevaba su comida a la universidad. Supuse que lo había olvidado. Regresé al patio y continué trozando y amontonaba ramas cuando vi a Eumaris cerca del espejo y grité:

—¿Qué pasó? ¿Viniste a buscar tu almuerzo?

No me contestó. Tal vez el equivocado soy yo, sería la sombra de alguna nube.

Yo la conocía desde niña. La primera vez venía llegando de su primer día en el liceo. Entró por el garaje, yo estaba puliendo el carro de su papá y me saludó:

—¡Hola, chamo!

—Hola.

Cuando me llamaron a comer dije que no podía, que me esperaban en la casa. La muchachita, que era muy salida, enseguida dijo:

—Embuste, es que le da pena.

Tuve ganas de agarrarla por su cola de caballo y arrastrarla por el medio de la calle, pero no dije nada y seguí. Después escuché a su mamá:

—Eso no se hace, pobre muchacho.

Eso me dio más rabia y no volví más.

Tiempo después mi papá consiguió un trabajo de construcción. Cuando llegamos era la casa de Eumaris. Me dio como un susto, pero claro, también un gusto. Trabajamos casi seis meses construyendo un estudio en la planta alta. En un cuarto pequeño teníamos herramientas, materiales y un chinchorro. En la noche nos turnábamos para dormir ahí. En el día trabajábamos los dos.

Cuando Eumaris estaba en la casa, algunas veces dejaba de martillar para escuchar lo que conversaba con su mamá, porque con el padre hablaba poco. Algunas veces hablaba con el perro:

—“Michima, no me fastidies cuando estoy leyendo”, o

—“Michima, ¿qué chismes cuentan los perros del barrio? ¿Qué opinas de la situación internacional?”.

Otras veces me asomaba y la veía en el patio estudiando o algo así.

Una vez discutió con su madre en la batea. Ella le dijo hipócrita y la mamá le dio una cachetada. Yo entonces le subí el volumen al radio, creo que estaba sonando el Lamento del Canoero:

“Conmigo te llevaría, si es que llevarte pudiera, pero el río está crecido y mi curiara es pequeña”.

Creo que era esa la que sonaba. No, como que era el porro aquél de la Pollera Colorada; bueno, le subí tanto el volumen que mi papá me regañó.

Ya habíamos hecho las escaleras y habíamos echado el piso. Estábamos encamisando las columnas cuando la vi subir: traía puesta la blusa azul del liceo. Llegó caminando medio agachada porque la falda se le volaba con el viento y tenía las manos ocupadas con una jarra de papelón con limón y dos vasos.

Quedé en neutro cuando escuché:

—El sábado voy a cumplir trece años y me van a hacer una fiesta. Si quieren pueden venir. Será una parrillada en el jardín.

El sábado en la mañana mientras cerníamos la arena y preparábamos la mezcla, volvió a subir la niña. Esta vez vi sus ojos amarillosos cuando me entregó la jarra de papelón con limón. Estaba un poco triste y despeinada, tal vez por eso se me olvidó desearle feliz cumpleaños. Al mediodía comenzaron a llegar los invitados. Mi padre y yo seguimos trabajando. Yo sabía que no iríamos. No hablamos, seguimos batallando con los ventanales de hierro que no cuadraban. En la tarde apareció Eumaris.

Cuando me levanté la careta de soldar, me fijé que estaba distinta, el pelo recogido, sandalias, vestido verde. Parecía otra persona. Seguía triste. En la bandeja había parrilla con yuca y guasacaca en platos de cartón. Cuando le dije feliz cumpleaños, dijo sin ganas:

—¡Gracias, ojalá!

Esa noche me quedé a dormir arriba. El domingo trabajaríamos todo el día, aprovechando la cayapa de unos amigos para montar la placa del techo. Me bañé y me quedé dormido. De pronto escuché que la puerta traqueteó y, sin moverme, miré hacia allá. No sé cómo la reconocí en la oscuridad, venía descalza, en pijama y con algo en los brazos. Sin decir nada, sin mirarme siquiera, se metió en el chinchorro, casi encima de mí. Hasta hoy, no sé por qué hice lo que hice en ese momento: salté del chinchorro y le dije:

—¿Qué pasó?

Ella al principio dijo que nada, que tenía frío, que quería conversar conmigo, que yo le gustaba. Pero sentí que estaba mintiendo.

No recuerdo bien qué pasó después, ni cómo logré que me contara que su padre le había dicho que subiera y se acostara conmigo. No podía creerle, no lograba entender, hasta que me dijo:

—Es que estoy embarazada, chico —y salió.

La vi bajar las escaleras con su almohada pequeña en una mano, y la otra en la cintura, subiéndose el pijama que se le resbalaba.

Cuando clareaba llegaron mi padre y los obreros. Trabajamos duro toda la mañana. Al mediodía subió Eumaris con jugo de parchita y vasos plásticos. En el cuello tenía una cadena con un trece de oro. Le comenté que era bonito y contestó:

—Sí, me lo regaló mi papá, nosotros no somos supersticiosos.

Casi un mes después, mientras estábamos frisando, la señora subió con refrescos, comentó que Eumaris estaba en Caracas. Dijo que el trabajo iba bien y nos pagó. Informó que su esposo estaba de viaje, que ella se encargaría.

Ya habíamos colocado las porcelanas en el baño y estábamos puliendo el granito cuando se apareció Eumaris con un termo de café. Apagué la pulidora y delante de mi padre le dije:

—Ven acá —y me quedé mirándola.

Me dijo que ya no estaba embarazada, que le habían hecho un tratamiento y que su padre se había ido de la casa.

Ayer Eumaris estaba cumpliendo 26 años, por eso le dejé un regalo sobre la mesa. No sé dónde pueda estar. Siempre la ayudo con el jardín y las reparaciones de la casa, pero ella no quiere nada conmigo, se la pasa sola, leyendo. Esa imagen que vi en el espejo... No sé. Para mí ella sigue en sus trece.