XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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El viaje en primera clase desde el Materialismo Histórico a la Santería Militante del Diputado Marcano

Babalao

Desde su adolescencia, casi toda su vida la había pasado tratando de entrarle a los conceptos elementales del materialismo histórico que se encontraban en las páginas de los libros de Marx, Engels y Lenin, publicados por la extinta Unión Soviética y conservados como tesoros bibliográficos entre alguno que otro tomo de literatura. Luchaba en cada línea contra el aburrimiento, contra las ideas planteadas con palabras que pesaban como el plomo y el acero, para forjarse un espíritu, o mejor corregimos esta palabra que no formaba parte de su argot, una voluntad férrea como un tren siberiano que avanza entre los paisajes y climas inhóspitos, abriendo las páginas de la historia. Había hecho esfuerzos sobrehumanos para intentar levantar aquel pesado mamut que resultó ser El capital y apenas pudo darle alguno que otro pellizco memorizándose algunas frases de tanto sacarse debajo del brazo el primer tomo ya perfumado por los efluentes de la axila derecha, para abrirlo e intentar mantener una lectura mientras se tomaba un café y se fumaba un cigarrillo en la universidad.

Pero hoy estaba allí, y se preguntaba varias veces el por qué, con el gusanillo de la duda carcomiéndole el pensamiento, vestido de blanco con la sangre del gallo, que aún se sacudía los coletazos de la muerte, corriéndole desde la cabeza hacia el pecho y hacia la espalda. Mientras el babalao entonaba una canción yoruba y lo cubría con el humo de un tabaco. A sus pies, círculos de frutas y de pólvora que incendiaba uno a uno, mandalas de pétalos de flores y esencias de olores fuertes como belladona y cuerno e’ciervo, tambores de doble vibrafonía sacudían el aire con sonoridades africanas mientras las iniciadas bailaban y cantaban a los lados y una cabra esperaba, con estoica mirada, la hora de su sacrificio.

El diputado había comprendido que la política, sin importar que fuese de derecha o de izquierda, era un juego de ajedrez, pero donde cada pieza podía esconder un puñal bajo la manga con el cual podían acuchillarle si se descuidaba. Hasta los colaboradores más cercanos podían traicionarle. Había visto piezas pactar en las sombras con las del otro color, reinas que traicionaban con alfiles y hasta con caballos, él mismo había tenido que hundirle, metafóricamente y sin anestesia, la daga a alguno que otro compañero de la universidad que alguna vez lograron llamarse amigos. O eran ellos o era él el que subía. No había otra opción, tener piel de cocodrilo y estar preparado para el enroque y para los jaques. Ya desconfiaba hasta de su guardaespaldas. Así que la protección venida de otro mundo no estaría de más, y desde que el jefe había tenido sus primeras visitas a la isla se corría el rumor entre sus más allegados de que había consultado a los más viejos babalaos y sacerdotes del culto, aquellos que conocían los secretos más codiciados de la longevidad y de la sobrevivencia. Y no era de dudarlo porque su consejero era prácticamente piel y huesos que aún parlamentaban con una cordura inusual para los años que había vivido. Hasta él mismo pareció haberle visto el mazo de collares asomarse por debajo del cuello de la camisa blindada. Así que la santería se hizo materia obligada para todo militante que pudiese costearse el capricho espiritual. Pero lejos de ser el culto sincrético popular, cargado de fe y sentimientos, con el que alegremente en coloridas, pintorescas y musicales ceremonias, vanagloriaban en las calles y playas de Salvador de Bahía, a Yemanyá en el mar y a Ochum en el río, era más bien un juego de ceremonias secretas pagadas a buen precio gracias a las bondades caritativas de contratistas y empresarios que generosamente colaboraban en efectivo con el diezmo para mantener la fe de los funcionarios en el régimen. Una suerte de cofradía de contados y seleccionados miembros. No era un culto para los plebeyos que tenían que conformarse con una Biblia desgastada, la cruz de Cristo y los anquilosados discursos de los curas católicos.

En cuanto el sacerdote vio a Marcano, en la primera consulta, con el rostro acechado por las dudas, le apuntó directamente al ego con su voz antillana. En un lenguaje de caracoles, conchas de coco y cartas, iluminó en su pasada vida sus dotes de guerrero. Aunque no estaba claro si había sido a Atila o a Aníbal a quien había acompañado fielmente en las conquistas, lo veía nítidamente en las batallas masacrando a sus enemigos. Y disfrutaba de la sonrisa de Marcano, que se había acostumbrado con facilidad a la lisonja y a la galantería, cuando escuchaba sus palabras. Le hablaba de los harenes de hermosas mujeres que había poseído y, por qué no, pese a su antigalanesca figura, volvería a tener distribuidos de distinta forma gracias a la protección divina.

Salió del local vestido con nuevas ropas blancas, aún perfumado por las hierbas del agua con la que fue despojado y limpiado de la cabeza a los pies. Poseía una nueva sensación de levitabilidad y claridad de pensamiento. Se sentía protegido e invencible. El chofer le abrió la puerta trasera de la blindada Hummer negra en donde se arrellanó como un gato sobre el mullido asiento de cuero. Recordó la ingenua práctica inicial de meter los papelitos con los nombres de sus enemigos y competidores en el congelador de la nevera o dentro de los zapatos para tenerlos pisados y se rió de sí mismo. Por ahora, aquella ceremonia y su sacerdote le brindaban protección, si fallaban aún tenía los más oscuros recursos de aquellos que trabajaban con tierras de cementerio, huesos de muertos, figuras de voodoo y animales de más baja ralea, pero nadie lo detendría, ahora que le había agarrado el gustico al poder nadie le impediría continuar por aquel camino de sombras hasta llegar donde sólo su mente lo había previsto como destino.