XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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Ilustración: Mark WeberEl heladero que quería morir

Yo conocía parte de la historia. Veinte años después lo supe todo, cuando el hijo del viejo Pereyra me contó algunos detalles que ignoraba.

El negro Cacho, el viejo Pereyra, don Ordóñez, el heladero, Pepito y unos cuantos más —no me acuerdo de todos, sólo retuve los rostros de cada uno pero no los nombres— se juntaban los domingos a comer un asado en el jardín que tenía don Ordóñez al lado de su almacén. Ese jardín era un terrenito de ocho por ocho que estaba en la esquina, bordeado de dos o tres ligustros raquíticos y un tejido de no más de un metro de alto. La reunión se hacía a la vista de todos, y de tan habitual había dejado de ser algo que llamara la atención de los vecinos que pasaban por la vereda. Sólo se trataba de comer carne asada y rociarla con vino en una cantidad mayor de lo que la mujer de cada uno le permitiría en su propia casa. A veces se arrimaba alguien con una guitarra o venía de invitado algún trío con su cuerda de tambores. En esas tardes, las voces entonadas por el vino tinto se sentían al compás de un rasgueo o del borocotó del piano, el repique y el chico.

—Son cosas de borrachos, pero no molestan —decían los vecinos.

Lo que nos hizo cambiar la visión de esa reunión tan natural empezó una tarde, luego que dieron cuenta de toda la comida y casi toda la bebida. El heladero, que siempre llegaba a la reunión empujando su carrito —ya no hay más carritos así, esos que tenían dos ruedas pequeñas y una caja rectangular donde iban los helados enfriados con los que nosotros llamábamos, en esa época, hielo seco—, cuando apareció esa tarde estaba hecho un trapo, con una depresión en su alma que bordeaba el llanto. No quería vivir más, quería matarse. Su novia lo había dejado y desde ese instante él no encontraba más motivos para existir, decía. Siempre había sido un poco sonso, pero enamorado lo era demasiado.

Así estuvo durante la comida, a lo largo de la charla y continuó a los postres, aun cuando encendieron la radio para ver cómo iban los partidos. Siempre con la cantinela de: “Me quiero morir, me voy a matar, me quiero morir...”. Llegó un momento que los demás empezaron a pudrirse de escucharlo. Ahí se inició el desastre.

—¿Vos te querés morir? ¿Qué apuro tenés? ¿No te das cuenta de que todos nos vamos a morir algún día? —le dijo don Ordóñez.

—Pero yo me quiero morir ahora, don Ordóñez. No quiero esperar ese día —dijo el heladero.

—Nadie se muere en la víspera —dijo el que usaba mostachos caídos, que ahora no me acuerdo cómo se llamaba. Lo dijo repitiendo una vieja sentencia árabe.

El heladero tenía una figura flaca, desgarbada, pero en ese estado depresivo parecía más desgarbado, más flaco. Todo lo contrario al negro Cacho, corpulento, saludable, con su pasado de jugador de fútbol y de milico raso, con un cuerpo acostumbrado a los rigores del cuartel y los trabajos duros. El negro Cacho era diariero, y en los inviernos de aquella época —nada que ver con los inviernos de ahora, con este clima subtropical que tenemos hoy en día— no era moco de pavo salir a las tres de la madrugada y pararse en la esquina esperando el camión del reparto de periódicos. Sería por eso, por haber estado siempre al rigor, que el negro Cacho tenía tanto buen humor, siempre andaba divertido, encontrándole la parte graciosa a todo. Incluso a ese drama sentimental del heladero. El negro Cacho lo miraba y medio que se reía. Sin ruido, pero se reía.

Fue entonces que Ordóñez dijo algo, de lo que todos están arrepentidos hasta el día de hoy.

—Hagamos así: que cada uno de todos los que estamos acá —paseó su mano abarcando a los presentes—, diga en qué orden quiere morirse. O sea, después de quién o antes de quién.

Otro, creo que fue el viejo Pereyra, agregó, para hacerla completa:

—Escribamos una lista. Las cosas, con orden.

Pepito arrimó una hoja de cuaderno escolar y un lápiz. El viejo Pereyra corrió un par de platos de la mesa, apoyó el papel y empezó:

—Bueno, ¿quién quiere morir primero? —dijo, y miró al heladero, que no dudó.

—Yo. Anóteme a mí, Pereyra.

El viejo Pereyra anotó.

—¿Quién sigue?

—Poneme a mí —dijo don Ordóñez.

Era lógico. El de la idea no podía echarse atrás. Lo anotó.

Luego, levantando el lápiz, se señaló.

—Tercero, yo —dijo, mientras escribía su nombre.

Los demás se fueron animando. El de los mostachos dijo que lo pusieran cuarto. Luego Pepito. Un gordo, que estaba ahí de paso, también se decidió a entrar en la lista. Después el resto. El negro Cacho, de ancestros africanos y temeroso de todo aquello que deja huella en algún lado, no se animaba a decir: “Anótenme”. Esperó a que todos lo hicieran y al final dijo:

—Póngame a mí.

—Y claro que te pongo. ¿O te creés que vas a quedar para semilla? —dijo Pereyra.

—Cacho, ¿no te querés morir, no es cierto? —dijo otro.

El negro torció la boca, como diciendo: “¿No ves que es joda?”.

Pereyra dobló el papel y se lo alcanzó a don Ordóñez.

—Guárdelo. Usted es el dueño de casa —dijo..

Luego se hizo un silencio, largo y total. Uno, no me acuerdo el nombre, le echó una ojeada a su reloj pulsera. Dijo:

—Menos veinte. Siempre los silencios son a menos veinte. ¿Lo sabían?

El heladero los miró a todos. Seguía con los ojos vidriosos.

—Pero, yo me quiero morir hoy —dijo.

El negro Cacho saltó.

—No rompas más, flaco. Si te querés morir, nosotros te matamos. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, mátenme. Yo estoy de acuerdo.

—Mirá que te fusilamos —insistió Cacho, melodramático, abriendo bien los ojos y alzando las cejas.

—Sí, fusílenme.

—¿Ah, sí? Te fusilamos y después vamos todos en cana —intervino Pepito.

—No, yo les firmo un papel. Pongo que lo hago por mi voluntad, que quiero que me maten.

—Eso me gusta. Hacé el papel y yo te fusilo —aceptó el negro.

Todos se rieron. El negro Cacho era el que más disfrutaba de ese momento.

—Escribí ese papel mientras voy a mi casa a buscar la escopeta —dijo.

Se levantó y salió. Al pasar, don Ordóñez estiró el cuello hacia él.

—Vamos a pegarle un buen susto para que no jorobe más —dijo, y le palmeó un flanco al negro, que se fue con la sonrisa de siempre.

Al salir del almacén el negro se topó con el Omarcito, el chiquilín de trece años que siempre rondaba por esos asados queriendo mezclarse con los mayores, ávido de frecuentar boliches y saborear copas que aún no tenía oportunidad de probar.

—Vení conmigo —le dijo el negro Cacho cacheteándole el hombro, como una manera de darle un pequeño protagónico en esa humorada que estaba armando para el infeliz del heladero.

El Omarcito lo acompañó hasta la casa a buscar el arma y volvieron juntos con una modesta escopeta que usaba para cazar muy de vez en cuando.. También el Omarcito, años después y ya grande, me contó la parte que sabía de esa historia.

El heladero había terminado de redactar su voluntad de morir y el negro hizo que la leyó y luego se la guardó en el bolsillo de la camisa. Dos le tomaron los brazos y lo sacaron afuera del jardín hacia la vereda. El resto salió detrás.

—¿Dónde me pongo? —preguntó el heladero.

—Contra ese árbol —señaló el negro Cacho. Y agregó, mirando al viejo Pereyra:—. Pero me lo atan y le ponen una venda en los ojos. Para fusilar, hay que hacerlo bien.

Le pusieron las manos delante del vientre y se las ataron. Pepito le apoyó una servilleta sobre los ojos y se la ató en la nuca.

—Che, flaco, mirá que te van a matar —le dijeron.

—Y, sí —respondió con un hilo de voz.

El negro Cacho empezó con la parodia. Se puso la escopeta al hombro, caminó desde el heladero hacia la posición de tiro, marcando y contando los pasos en voz alta, a lo militar. Hacía todos los movimientos esperando una reacción del heladero, un gesto de miedo que rematara el chiste. Pensaban que ese gesto iba a llegar, que el flaco iba a pedirles que lo desataran, y ellos, mientras lo desataban le harían una y mil bromas sobre la vida y la muerte. Pero el heladero estaba mudo, expectante, como si deseara que todo eso terminara pronto.

Ahí se dieron cuenta de que de verdad quería morir.

El negro Cacho no quiso alargar más el asunto. Si la broma no iba a tener el resultado buscado, era mejor que la finalizara enseguida. Llegó a cinco o seis pasos del heladero. Giró sobre sus talones, levantó la escopeta, la apoyó en el hombro y apuntó. Iba a hacer ¡pum! con la boca, pero no tuvo necesidad. El sonido salió de la escopeta y el heladero, acompañando a ese sonido, se deslizó hacia el suelo con la espalda resbalando por la corteza del árbol. Se sintieron unas risas cortas y apagadas. El negro Cacho se le acercó.

—Dale, che, se acabó la broma. Levantate.

Pero el heladero no se levantó. Tampoco hizo ningún gesto ni se movió. El viejo Pereyra se agachó.

—Dale, levantate —repitió la frase del negro.

Don Ordóñez también se arrimó. Los demás no se movieron del lugar. Algo no andaba bien. El viejo Pereyra vio sangre, pero no quiso creer que fuera sangre. Don Ordóñez levantó el cogote hacia Cacho.

—Negro, lo mataste.

—¡Qué lo voy a matar! Si no tiene balas.

—Está muerto, negro.

—Le digo que no tiene balas.

—¿Qué hiciste, negro? —dijo el viejo Pereyra tomándose de los pelos, pálido, desencajado.

Cacho quería reírse y llorar al mismo tiempo.

—No tiene balas, don. No tiene.

El heladero estaba muerto. El disparo lo dejó seco. Se murió sin un quejido, casi sin dolor.

Al negro Cacho lo llevaron preso. En el barrio no podían creer lo que había pasado.

—Son cosas de borrachos —dijeron muchos, atesorando así una verdad sin contra.

Mientras empezaba el juicio al negro Cacho —no había pasado ni una semana de ese día— se murió don Ordóñez de un paro cardíaco. Todos justificaron la muerte diciendo que desde ese domingo quedó tan mal que murió de angustia.

Pero al mes se murió el viejo Pereyra, de cáncer. Nada que ver con la muerte de Ordóñez. Uno de los que habían estado en el asado se acordó.

—Se murieron el primero, el segundo y el tercero de la lista. En ese orden.

—¿Y? ¿No me digas que creés en esas cosas?

—Yo no. Te comento, nomás.

Pero a la semana se murió el de los mostachos caídos, del que todavía no puedo recordar cómo se llamaba. Era albañil. Se cayó de un andamio después de las doce del mediodía. Estaba ebrio y resbaló.

—Ése estaba cuarto en la lista —dijo uno.

Pepito era el quinto y se puso loco. Llamó a todos los demás, los juntó y fueron al almacén para hablar con la viuda de don Ordóñez. Le pidieron la lista. La vieja no sabía nada, pero se asustó por lo que le contaron y buscó en las mesitas de luz. Revolvió entre todos los papeles que el finado había dejado desordenados cuando la muerte lo llamó de apuro. Al final la encontró y con aprensión, tratando de arrojar fuera de su casa un mal presagio, se la dio a Pepito.

Éste la tomó en sus manos, la dobló en dos y la rompió frente a todos, para reafirmar ante quien fuera —de este mundo o de cualquier otro, no lo sabía bien y tampoco quería averiguarlo— que esa lista dejaba de existir y que se arrepentían con toda su alma de los deseos escritos en ella. Luego se retiraron y nunca más pisaron el almacén.