XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

Comparte este contenido con tus amigos

Ilustración: Chris NurseCreador

Algo me acuerdo. No mucho, en serio. Yo era chico, mi abuelo me llevó una o dos veces. Una casa oscura por el lado del estadio. O del matadero viejo, me parece. Yo tendría 6 o 7 años, no más. Y no entendía mucho.

Me acuerdo que fue en invierno, o en un día muy frío. A la tardecita, prácticamente de noche. Fuimos en el auto de mi abuelo, un Ford Falcon azul metalizado, lo veo como si fuera hoy, lo lindo que lo tenía mi abuelo. Se lo había comprado a un hombre de Madariaga, pero parecía mejor que nuevo. Horas se pasaba el viejo cepillándolo, lustrándolo, mimándolo.

Pero, claro, usted me preguntaba por lo otro. Es verdad. No sé si le voy a servir de mucho. Yo, esa vez que fui, no tenía idea de nada. El abuelo me invitó y a mí siempre la idea de dar una vuelta en auto por el pueblo me encantaba. Ahora que lo pienso estaba algo serio ese día el abuelo.

Después uno se va a enterando. Cosas que se dicen por ahí. No es que haya que darle mucho crédito a todo lo que la gente habla porque usted ya sabe cómo son esas cosas. Pero si mi abuelo fue... No era hombre de andar en habladurías ni chusmeríos.

Era una casa como cualquier otra. No tenía ni cartel, ni adornos ni indicaciones que dijeran nada de lo que pasaba allí. Una casa de las afueras, con el revoque saltado en partes, pero prolijo el jardincito del frente. Tenía, mire de lo que me estoy acordando ahora, unas de esas plantas enormes, dalias, con unas flores grandes de color violeta y rosado. Las flores son lindas pero las plantas de dalias siempre me parecieron horribles. Una vez mi mujer había plantado unas, yo me di cuenta cuando empezaron a crecer, le digo la verdad, pero después le pedí por dios que las sacara que me traían mala espina. Y qué sé yo, era así, las veía ahí, en el jardín de casa, y me daba una cosa acá, como un presentimiento. Tanto dije que las sacó no más. En una de esas era un recuerdo escondido, ahora que lo estoy pensando. ¿Quién le dice, no?

No, las sacó y no pasó nada, pero no me hubiera gustado esperar a que pasara algo para que las tuviera que sacar. Más vale prevenir que curar, ¿no le parece? Total no cuesta nada: puso otras, qué sé yo, rosas o margaritas. Habiendo tantas flores no vamos a tentar al diablo por un capricho.

Bueno, le sigo contando. Entramos por un zaguán largo, que tenía una sola bombita de pocos wats colgada en el medio. El abuelo golpeó las manos, como se hace en el campo y salió el hombre éste que usted dice. Nada extraño, si quiere que le diga la verdad.

Claro que después uno escucha. Escucha cosas que se comentan y también las comenta uno, para qué le voy a mentir. Y está también la cuestión de atar cabos, como me pasó recién con las dalias. O con las frazadas con flecos, como dice mi mujer. Vio cómo son las mujeres, que hay que darles poca bolilla. Pero la mía qué sé yo lo que tiene: habla poco pero cuando habla, la acierta. Como con lo de las frazadas con flecos, por caso. Yo no le creo mucho pero hay cosas en las que tiene razón. Como eso de que los que se acuestan con frazadas de flecos se enferman o no se curan. Por eso regaló todas las frazadas y colchas que tenían flecos: ella dice que es cuestión de atar cabos y tener memoria. Y cuando dice eso empieza a poner ejemplo tras ejemplo y uno no tiene más remedio que quedarse callado porque es como si hablara la virgen, de clarito y patente que queda todo cuando ella lo dice así.

Y parece cierto, no más, porque la viuda de Tellería y el cuñado del carnicero y el pibito de la otra cuadra, todos se enfermaron de repente y no se curaron más. La de Tellería que anda hecha una lágrima por el barrio y el pibito que se murió, tan delicado siempre, y el cuñado del carnicero que hace un montón que no lo veo pero no debe estar para nada bien. Y después, dice mi mujer, hay que sumar los que se curaron como de milagro por el solo hecho de sacar esas frazadas, como el caso de Roberto, de acá enfrente, que los médicos no daban pie con bola, o la del viejito Sacristán que cuida la huerta y poda árboles y hace unos años nadie daba dos centavos que iba a seguir vivo. A mí me da no sé qué decirlo, pero cuando ella lo explica, lo explica bien. Y después de todo, fleco más, fleco menos, lo importante de una frazada es que sea calentita y basta.

Lo cierto, y me vuelvo a lo que usted le importa, es que después me enteré que el viejo éste —yo que era un pibe lo veía viejo, pero tan viejo no sería en ese entonces— fabricaba supersticiones. Como lo oye. Pero ojo, no era de esos curanderos que andan en cosas raras y le hacen daño a uno o a otro. No, nada de maldad. Fabricaba supersticiones y dicen que lo venían a buscar de todo el mundo. Nadie se dio cuenta nunca, porque es claro que la gente esa no va a andar mostrándose, y encima él que vivía tan lejos del centro y nunca salía de la casa.

Pero la mujer de la limpieza, que es parienta de la prima de mi suegra, solía contar que venían visitas importantes, que incluso hablaban en otros idiomas que ella no entendía, más vale si es analfabeta la pobre. Y que le hacía servirles té o café, para nada mate, y a veces, un vino especial que le mandaba un hijo desde Mendoza.

Y esas gentes se iban siempre con una cajita de madera tallada que el viejo hacía él mismo en el galponcito del fondo, porque dicen que era muy buen carpintero y que todos los muebles de la casa se los había fabricado él mismo. Yo soy bastante bicho con la madera, pero de hacer arreglos y esas cosas que siempre son necesarias, pero muebles no. Se necesitan otras herramientas, más específicas, que yo no tengo. Y son carísimas, aunque podría comprarlas de segunda mano, pero me da no sé qué. Vio que se dicen que hay que tener mucho cuidado, porque uno no sabe para qué han servido antes, y hablan también de que las cosas tienen memoria y que si de chicas se las ha acostumbrado a hacer algo, daño por ejemplo, después no paran por más que se las eduque. Vio lo que es el instinto, señor. Imagínese que me compro una de las que tenía este hombre, sin saber, y después ¿qué? No, gracias. Me quedo con mi serrucho y mis lijas y mis leznas, que son mías desde siempre y sé qué es lo que saben hacer.

El asunto es que el hombre este dicen que inventó un montón de supersticiones, para beneficio de los clientes, por supuesto. Le pagarían bien, supongo, porque mire no más cómo prendió eso de comer ñoquis los 29 y poner un billete abajo para tener plata. O lo de las carteras de las mujeres, que no hay que apoyarlas en el piso porque se va el dinero. O la de los santos cabeza abajo para conseguir novia. O la de los gatos negros, que es mentira que venga de antes: la inventó este hombre, sí, señor, se lo puedo asegurar porque me lo contó mi abuelo. También dicen que inventaba los antídotos, como el de tocarse las partes de abajo o los senos las mujeres para espantar la mala onda, o el té de ruda macho o el baño de vinagre, para los mismos fines.

Escuche bien lo que le digo: prácticamente no hay superstición en este mundo que no la haya inventado él, decía mi abuelo. Y no vengan con que esta es una superstición china o japonesa porque él mismo se encargaba de escribir una historia diferente para cada producto que vendía. Lo escribía en una libretita espiralada con tinta verde, que decía él, era el color de la esperanza. Cosas así se le daba por inventar.

Y lo mejor de todo era que la gente le compraba y le compraba más y más creencias. Ganas de creer en algo que la gente tiene. Imagínese la cantidad de esas cosas que andarán sueltas, que ni enterados estamos nosotros porque los que las compraron no pudieron o no quisieron darlas a conocer al mundo. De sólo pensarlo me mareo, mire.

¿Si se murió? Sí, hace una punta de años. Lo mató un vendedor callejero, un verdulero ambulante, un tipo de esos que andan vendiendo ajo casa por casa. Fue curioso, porque le clavó justito en el corazón un cuchillo de palo, una estaca más bien. No lo agarraron, por supuesto, y por eso nadie supo jamás por qué hizo eso. Después vendieron la casa y creo que la demolieron. Pero usted va a encontrar el lugar, facilísimo. La gente de por acá es ignorante y supersticiosa. Y no deja de llevarle botellas de agua, como a la difunta Correa, o trapos rojos, como al Gauchito Gil, o collares de ajo, como ése que tengo ahí, sobre la puerta, por acordarme de él y del que lo mató, nada más que por eso.