Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
Una interminable pesadilla

Dictadura uruguaya (1973-1985)

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El golpe de Estado en Uruguay fue perpetrado en junio de 1973. A los militares les tomó casi dos años consolidarse en el poder pero, cuando finalmente lo lograron, una de las sociedades más politizadas del mundo se convirtió en un páramo del que desapareció casi por completo toda expresión disidente. La nación que bullía con el debate político, las sesiones parlamentarias, las manifestaciones callejeras, las proclamas, la vigorosa actividad periodística y editorial, las campañas electorales, las huelgas obreras y las movilizaciones estudiantiles, las mesas redondas sobre los temas más diversos del arte y la cultura, la ávida recepción del cine, la música y los libros que llegaban del exterior, las efervescentes discusiones ideológicas e historiográficas, se sumió de pronto en un hondo y aterrorizado silencio.

La prensa escrita, radio y televisión propalaban una sola versión de la realidad, la oficial; las demás estaban prohibidas. La misma realidad como creación colectiva se desrealizó, perdió consistencia, se afantasmó. El discurso monológico del gobierno militar era retransmitido sin comentarios críticos. El habitual y democrático ejercicio de fundar con razones nuestras propias opiniones y de refutar racionalmente las de nuestros ocasionales adversarios cayó en desuso, se atrofió la facultad crítica, se empobreció atrozmente el pensamiento, la reflexión, la investigación, la creación, la imaginación. Los artículos de opinión autorizados eran alabanzas y justificaciones para la dictadura y ataques a hombres y partidos que no podían defenderse. Las informaciones incómodas para el gobierno simplemente no eran emitidas. El encanallamiento de la profesión periodística superó en esa época todos los límites. La alcahuetería más desaforada hacia las autoridades militares se practicaba a diario sin rubores. La deshonestidad intelectual para falsificar impunemente la historia reciente y la cobardía para atacar con infundios a personas impedidas de expresarse eran apabullantes. Reinaban la arenga patriotera, la banalidad y la venalidad. Una broma, una opinión, una caricatura, una canción, podían costar el cierre de un medio de comunicación. La censura, y sobre todo la autocensura, dominaban la difusión de las ideas, y no sólo mediante el control estricto de lo que se denotaba, sino también hasta de lo que presumiblemente las palabras connotaban. No había reglas explícitas a las que atenerse, y ante la duda y para evitar penosas represalias los profesionales de la comunicación no arriesgaban ni siquiera dentro del estrecho margen de lo permitido. La recurrencia del cierre de un diario o de una radioemisora, la aplicación de sanciones o multas contra los medios de comunicación terminaban por desbravar a los trabajadores independientes del sector que aun permanecían en el país y no habían caído ya presos. Para suplir la ausencia de información política, el pronóstico meteorológico, la sección deportiva y la crónica policial de los informativos se expandieron hasta el barroquismo. La propia morosidad de los partes meteorológicos era interpretada por los escuchas como una protesta irónica contra la situación reinante, que impedía comunicar otros temas tanto más acuciantes. Al desaparecer la política, todo se metamorfoseaba y se convertía en política.

Como no se podía bajar la guardia frente al enemigo subversivo, las letras de las canciones y los cuplés de carnaval, las crónicas de los diarios, los comentarios sobre libros o películas, todo era objeto de interpretación por parte de los funcionarios policiales, siempre al acecho de los significados ocultos y las claves instigadoras. Ante ellos, el periodista, escritor, músico o letrista debía en ocasiones justificar el uso de un cierto adjetivo, o explicitar los matices semánticos de tal o cual sintagma, en delirantes ejercicios hermenéuticos. Inclusive las reuniones de carácter religioso eran sometidas a vigilancia.

El terror provocó la desaparición in toto de la esfera pública, replegando forzosamente a los individuos hacia sus asuntos privados al menos durante los primeros siete años del periodo dictatorial. En consecuencia, la circulación de ideas en la calle, en los cafés, en los lugares de encuentro, trabajo o estudio, en los clubes sociales o deportivos, en las reuniones profesionales, en las ferias vecinales, etc., se vació por completo de contenidos políticos, como si éstos nunca hubieran existido. No hubo ya durante esos largos años polémicas públicas sobre asuntos de interés colectivo. Entre la esfera privada y el Estado se borró toda intermediación. La relación entre el individuo y la sociedad se alteró de raíz, y las reglas básicas de la convivencia se subvirtieron. Durante el régimen de facto la comunicación vertical entre el poder y la sociedad civil se hizo unidireccional. Y hasta la comunicación horizontal de contenidos políticos estuvo en un tris de desaparecer por completo durante los años más duros de la represión. Que una mudez tan lapidaria y tan contraria a las tradiciones de la sociedad uruguaya pudiera imponerse por tanto tiempo, dice a las claras de la violencia ejercida sobre la misma para obtenerla.

El ciudadano se transfiguró en idiotes, la voz griega que designa precisamente al sujeto privado, al que no participa de la polis. Obligados a escuchar la prédica gubernamental y prohibidos de expresarse, el poder infantilizó a todos por igual. El mundo de la familia y de los amigos más cercanos llenó entonces ese vacío de la esfera pública y se convirtió en refugio contra las muy reales amenazas e incertidumbres que aguardaban allende los umbrales de las casas. Las familias cargaron estoicamente con toda la frustración y la cólera de los individuos impedidos de hablar, despedidos de sus trabajos, reprimidos y humillados por las autoridades. Fue ésta una época de “autismo social”, de drástica disminución en la cantidad y calidad de las relaciones intersubjetivas. Las personas se ensimismaron compulsivamente, se retrajeron, se volcaron hacia el círculo familiar más estrecho. Además de los derechos políticos y civiles, los uruguayos perdieron durante la dictadura el hábito de la confianza en el prójimo, deshaciendo el entramado de las redes sociales que componían su vida colectiva.

A la desaparición y el asesinato, el encarcelamiento draconiano y la tortura rutinaria de los detenidos, a la postración de la economía, el aumento exorbitante del endeudamiento externo y la caída libre del poder adquisitivo de los salarios, a la conculcación de todos los derechos de todos los ciudadanos, a la vergüenza diaria que representaba una Cancillería defendiendo lo indefendible en todos los foros internacionales, en fin, a todo lo que condena irremisiblemente la gestión dictatorial, hay que sumar aun el daño duradero infligido a cientos de miles de personas que crecieron en el terror, refrenando la libre expresión de sus opiniones, cercenada su formación intelectual y humana por la ausencia de estímulos, asfixiado el pensamiento y la creación por el clima de mediocridad y desconfianza implantado por las autoridades militares. Durante la dictadura, cada uruguayo fue centinela de sí mismo, conteniendo impulsos y premeditando palabras, y eso, ni qué decirse tiene, deja huellas indelebles. Un monitoreo permanente y autoimpuesto regulaba la comunicación de cada individuo con el mundo circundante, erigiéndose en una segunda naturaleza. La represión y el miedo fueron tan abrumadores durante la dictadura, marcaron tan profundamente la psiquis de los uruguayos que, paradójicamente, resulta difícil desentrañar sus componentes y dinámicas, y discernir su persistencia actual en las formas de pensar, de imaginar y de sentir de sus víctimas. ¿Cómo evaluar esa herencia espiritual del régimen que fomentó en los jóvenes la obsecuencia y persiguió la crítica, que receló la creatividad, que aterrorizó y humilló a los ciudadanos y cultivó la delación? Es seguro que todos los uruguayos mayores de 40 años pueden identificar aún dentro de sí mismos el detritus del miedo instilado por el gobierno, los reflejos defensivos aguzados en la lucha por sobrevivir y la inseguridad socavando cada paso.

La enseñanza pública, que alguna vez fuera motivo de orgullo legítimo de los uruguayos y verdadero espinazo del imaginario nacional democrático, sintió de inmediato la falta de los docentes despedidos, encarcelados o emigrados. En su lugar, se instaló en liceos y facultades un proselitismo a favor del régimen de facto mucho más agresivo que el que los militares criticaban durante la hegemonía de la izquierda en la enseñanza. La intelectualidad nacional cayó presa, emigró o perdió contacto con el mundo. De pronto no sólo se volvió inaccesible lo que las autoridades juzgaban políticamente contraproducente o subversivo, sino también lo que los censores consideraban indecoroso, obsceno o contrario a los valores tradicionales. Es una constante que las dictaduras sean tanto más pudibundas cuanto más cruentas. El fundamentalismo de los valores se acompasa armónicamente con la virulencia puesta en práctica para destruir a los opositores.

Las carteleras montevideanas de cines, teatros y espectáculos públicos de aquellos años de plomo exhibían mes a mes una imperturbable indigencia. Los melancólicos críticos de las secciones culturales de la prensa se veían en figurillas para escoger algo recomendable a sus lectores, algún entusiasmo para compartir. Sólo un puñado de quijotes publicaba poemas, ensayos y ficción en el Uruguay dictatorial. La industria editorial desfallecía a punto de extinguirse. Los empecinados agentes que mantenían con su actividad un latido de vida cultural en el país no sólo trabajaban a pérdida sino que corrían serios riesgos personales. Mantener una editorial abierta a la difusión de autores desconocidos era realmente marchar a contrapelo del espíritu de los tiempos. Organizar la aparición de un diario, semanario, quincenario o revista que incluyera alguna crítica a la situación imperante, aunque ésta estuviera circunscrita al ámbito de la cultura, entrañaba peligros que todos los que se embarcaban en esas aventuras conocían de antemano. Censura y autocensura, clausura temporal o definitiva, sanciones y multas, citaciones a la comisaría del redactor responsable del órgano, del autor de una nota, eran, más que contingencias previsibles, certezas ineludibles asociadas a esta clase de ocupación de alto riesgo. Como otros regímenes de orientación similar, la dictadura uruguaya desconfiaba visceralmente de los artistas y los intelectuales, de sus ideas, valores y formas de vida, y hay que decir que ese recelo estaba ampliamente justificado pues ni una sola figura relevante de la cultura uruguaya les brindó su apoyo. Tal vez no existan muchos ejemplos en el mundo de un aislamiento tan absoluto como el que padeció el régimen dictatorial uruguayo respecto de la intelligentsia. De ahí acaso la penuria de sus ideas, y la sima que los separaba de los civiles, que a la postre no pudieron franquear.

Así, entre los libros no leídos, las ideas no examinadas, las películas o las obras de teatro prohibidas o tijereteadas por la censura, las canciones no emitidas por las radios, se modeló una generación entera de personas. Como la Castilla machadiana que despreciaba cuanto ignoraba, la dictadura enclaustró al país en el culto de las tradiciones folklóricas y la desconfianza de todo lo foráneo. Con profesores improvisados, con medios de comunicación silenciados, con derechos cívicos cercenados y vocaciones tronchadas, esa generación carga hasta el día de hoy con un pesado bagaje de déficits, un inefable agujero negro que sabotea emprendimientos y pervierte creaciones.

Dice Erich Fromm que:

La vida tiene un dinamismo interior que le es propio; tiende a crecer, a ser expresado y vivido. Parece que si esta tendencia es frustrada, la energía dirigida hacia la vida experimenta un proceso de descomposición y se convierte en una energía dirigida hacia la destrucción. En otras palabras, el impulso hacia la vida y el impulso hacia la destrucción no son factores mutuamente independientes, sino que son inversamente interdependientes.1

El bloqueo de la espontaneidad del crecimiento y de la expresión natural de las capacidades intelectuales, emocionales y sensoriales puede llevar a favorecer en casos extremos la tendencia de los individuos a empequeñecerse, a ningunearse, a someterse a las fuerzas externas, a hacerse daño a sí mismos o a hacer sufrir a otros. Los altísimos niveles de frustración y terror que se vivían por aquel entonces en el Uruguay generaron incontables trastornos psicológicos en la población.

Las autoridades de la enseñanza, mientras tanto, velaban por la pureza de los estudiantes eliminando toda influencia deletérea.

La Dirección de Enseñanza Secundaria ordena suprimir de las bibliotecas de los centros educativos, los libros, revistas y periódicos cuyo contenido “no se ajuste a los principios fundamentales de la nacionalidad, en particular, aquellos de tendencia marxista”, o aquellos en los que “pueden introducirse conceptos lesivos de las coordenadas del pensamiento clásico u occidental” (51).2

20.000 libros de la Dirección de Enseñanza Secundaria han sido destruidos para limpiar los liceos de textos políticamente inaceptables. Se incluyen libros “cuyo contenido no se ajusta a los principios fundamentales del patriotismo” y “aquellos libros de matemáticas y ciencias naturales, así como de lingüística que podrían introducir conceptos perjudiciales a las bases del pensamiento clásico u occidental” (270).3

El oscurantismo dictatorial le hizo un daño irreparable a la cultura nacional. Las nuevas ideas que se discutían en el mundo, las expresiones artísticas innovadoras, no llegaban al Río de la Plata. O llegaban caricaturizadas, desnaturalizadas, adecentadas para consumo interno. El Uruguay estaba virtualmente incomunicado hacia fuera y hacia adentro, con los otros países y los ciudadanos entre sí. El retraso educativo, científico, tecnológico, artístico e intelectual provocado por la dictadura militar sólo pudo evaluarse cabalmente al regreso de la democracia, cuando el país restableció sin cortapisas los vínculos que siempre tuvo con el exterior, y pudo así verificar hasta qué punto estaba desinformado y desactualizado respecto de lo que se pensaba y creaba en el mundo a mediados de los años ochentas. En una sociedad viscosa de crímenes, culpas, resentimientos, vejaciones y traiciones shakesperianas, los jóvenes éramos obligados a marcar el paso.

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Concluyo con esta breve nota. Muchos recordarán que hubo una época en que soplaban fortísimos vientos de gesta desde el Caribe a la Tierra del Fuego. En esa época, francamente, las libertades burguesas valían muy poco. Nos abrasaba la sed de justicia social. Aquel aserto de Anatole France según el cual tanto pobres como ricos son igualmente libres de dormir bajo los puentes del Sena nos parecía oportuno y certerísimo para trazar las prioridades adecuadas. Por lo demás, esas libertades faltaban por completo en los países del continente o se debatían en cuidados intensivos. Para nosotros, los indómitos jóvenes de entonces, las libertades eran como una especie de velo de Maya que cumplía la función de ocultar la descarnada explotación de clase. En definitiva, otro opiáceo, como la religión. Nuestra obligación moral y política, por ende, era forzar al régimen a que mostrara su verdadero rostro sin afeites, tal cual era. Así nos despertaríamos todos de nuestro letargo, se agudizaría la lucha y madurarían las condiciones para el cambio revolucionario. Eso pensábamos. Después llegó la dictadura que duró doce años.

 

Notas

  1. Fromm, Erich. Escape from Freedom. New York: An Avon Library Book, 1965. La traducción al español me pertenece.
  2. Tiempos de dictadura. Hechos, voces, documentos. La represión y la resistencia día a día. Martínez, Virginia. Montevideo: Ediciones de Banda Oriental, 2005.
  3. Citado en Hans, Wolfgang S. y Hugo Fruhling. Determinants of Gross Human Rights Violations by State and State-sponsored actor in Brazil, Uruguay, Chile and Argentina. The Hague, Boston, London: Martinus Nisjhoff Publishers, 1999.