Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
Lecturas clandestinas

Fotografía: Dean Muz

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Fue en una noche en los oscuros años sesenta cuando los agentes de la Dirección General de Policía —por sus siglas Digepol—, después Disip, irrumpieron en la casa donde vivíamos, en la Maracaibo de tantas solidaridades, y se llevaron documentos, fotos familiares y hasta mi libro más preciado: el del Ratón Pérez y la Cucarachita Martínez. Decían que eran documentos subversivos que se habían encontrado en la casa de un cabeza caliente y que eran pruebas fidedignas que se anexaban al extenso expediente de mi hermano José Luis, quien se ocultaba en la Sierra Azul, en las montañas de Falcón.

Los muebles, los enseres de cocina, los apuntes de la universidad de mi hermana mayor, los químicos que usaba mi padre para revelar fotografías en su cámara de cajón, las paredes empapeladas. Todo. Absolutamente todo era requisado y destruido buscando información que permitiera localizar y arrestar a mi hermano.

También se llevaron el libro Así se templó el acero. La madre, de Gorki. Los manuscritos que tenía mi otro hermano sobre la historia de la familia. Acaso también mis iniciales escritos que celosamente guardaba cuando mi hermano Miguel venía del cine y me contaba las historias de Tarzán, pues como era un niño, además de padecer de asma, no podía ir a ver películas en el cine Paramount, él me decía que cerrara los ojos mientras me contaba la última de Tarzán. Yo recreaba en mi mente las imágenes desde el inicio, cuando salía el león de la MGM —Metro Golden Mayer— y después era sólo una misma ilusión a colores que se desplazaba sobre mi rostro feliz y aventurero. Después, mientras disfrutaban mis amigos del receso en el colegio Rafael Urdaneta, yo sacaba mi cuaderno y reescribía la película que mi hermano me había contado.

Pero aprendimos la lección y en las otras noches, mientras los vecinos nos alertaban cuando se acercaban los policías, nos íbamos al patio y cavábamos hoyos donde, colocados cuidadosamente en bolsas de plástico, enterrábamos nuestro tesoro más preciado: los libros.

Ahí guardamos las obras poéticas de Rainer Maria Rilke, El castillo y El proceso, de Franz Kafka, La torre de timón y demás poemas de José Antonio Ramos Sucre. La selección de poemas de Andrés Eloy Blanco que editó el Ministerio de Educación.

Quizá sea por eso que desde niño me identifiqué con esos y otros escritores. Recuerdo que una mañana, mientras desenterrábamos una bolsa con libros y estando limpiando uno de ellos, le di vuelta y en la contraportada descubrí la imagen en blanco y negro de Kafka. Me enterneció esa figura cuasi alada y de puntiagudas orejas. Me fue tan familiar pues en mi ingenuidad lo asociaba a mi hermano, de quien no sabía dónde estaba. Apenas entre cuchicheos de mis padres y hermanos, y algunos vecinos, percibía que estaba en la lucha armada, con la gente de Douglas Bravo y Fabricio Ojeda. Así aprendí a querer a ese autor. Como también a Neruda y sus Veinte poemas de amor y su canción desesperada. Eran mi familia también porque los asociaba a mi hermano.

Aprendí a amar las palabras. Inventaba términos para mandarle mensajes cifrados a mi hermano, evitando que los policías pudieran entenderlos. Esos cuadernos están aún por algún lado en mi baúl metálico, de esos que se usaban para viajar en barco.

No sé si serían libros prohibidos. Pero lo que sí sentí fue un inmenso vacío que por años me acompañó cuando los policías del régimen me quitaron mi libro del Ratón Pérez. Lo viví. Lloré siempre cuando él cae en la olla y la cucarachita Martínez aparece toda desconsolada en unos dibujos de colores atemperados y medio azulados. Eran dibujos grandes en una edición sencilla y de hojas que olían a lápiz y borrador. Ese olor propio del aula de primaria. Así amé mi primer libro que jamás volví a tener.

Pero la historia nos dice que siempre hemos vivido con la censura de lecturas. Sea por razones políticas, sea por motivos religiosos, fundamentalmente. Tanto en uno como en otro, siempre es el temor a enterarse de historias que otros censuran porque subvierten lo establecido, lo normado. En el fondo es por superstición, por una ortodoxia que permite a quienes censuran, entender la vida y el orden sin mayores reflexiones. Por fe divina o por fe en el caudillo político.

Poseo un libro que menciona más de mil obras censuradas desde hace siglos. Todas las obras de los maestros esotéricos. Aquellos de Galileo, quien se salvó por milímetros de ser quemado en la hoguera... eppur si muove. Fue su medio balbuceo para indicar su apego a la libertad de pensamiento, mientras la iglesia católica, esa del siempre doble discurso, lo amonestaba incesantemente.

Parte de nuestra historia escrita ha pasado por la censura de libros. Desde las ordenanzas, bulas y edictos de papas y reyes, hasta estos tiempos grises y anodinos de comienzos del siglo XXI.

No sé si agradecer a la vida por mi asma en la niñez. Ello me permitió estar siempre recluido en mi hamaca y después en la cama. Y mientras eso sucedía, mi mamá y también mis hermanas traían libros que me leían para no estar solo. Yo desarrollé un instinto muy personal para estar acompañado. Tener un libro entre mis manos. Después de leerlo pasaba horas mirando el cielorraso del techo recreando lo leído. Siempre viajé a través de esas historias. Fui detective en las novelas de Agatha Christie y de Ian Fleming, vaquero en las historietas de Marcial Lafuente Estefanía. También me enamoré con las novelitas rosas de Corín Tellado o me creí superdotado en las tiras encuadernadas de Superman. Pero siempre retornaba a la palabra reposada de Ramos Sucre y Rilke. Quizá con ocho o nueve años era muy poco lo que podía comprender pero pronunciar palabras nuevas me agradaba. Después me topé con mi primer diccionario latín-español. De mi hermana mayor. Ahí me metí por un largo tiempo. Aprendí a buscar palabras. Saber de su origen. Memorizar su ubicación y, sobre todo, pronunciarla. Sin darme cuenta, y apenas naciendo a la consciencia de saberme vivo, de estar en el mundo y padecer de cotidianidad, descubrí la libertad tan necesaria para existir y ser reconocido. Los libros me sirvieron para desarrollar la escritura. Para escribir cartas de amor que intercambiaba con mis compañeros de primaria. Ellos me brindaban el desayuno o me protegían de algún mal encarado envidioso, mientras yo les entregaba poemas y líneas cargadas de bellos mensajes, que a su vez mis amigos usaban para entregar a sus conquistas amorosas.

Me convertí en una especie de escriba escolar. Para el Día de la Madre, del Padre, para el Día del Árbol. Para la semana del aniversario del colegio. Siempre me buscaban para que escribiera los mensajes y poemas. Las maestras eran condescendientes conmigo y en ocasiones me permitían estar más del tiempo establecido en la biblioteca para terminar algún escrito que ellas me pedían.

Mi concepto de la libertad está intrínsecamente relacionado con la lectura, la escritura y el mundo de los libros. El libro para mí es más que un objeto y que una forma. Es un ser vivo. Tiene peso, olor, sabor. Tiene un volumen y además me sirve de compañía. Todos mis años como estudiante de bachillerato y en la universidad, me serví de los libros para sentirme acompañado. Los cargaba entre mis manos sin desear terminar de leerlos por el temor a la separación. Por eso tardé cerca de tres años para leer Cien años de soledad. Por eso siempre regreso a los libros que encontré cuando niño. Vuelvo siempre a la Odisea. Regreso siempre al Hidalgo Don Quijote. Al Arcipreste de Hita. Mi libertad está concebida como una forma de vida, un estilo de existir desde y por los libros. Años después descubrí que otros amigos también se habían iniciado en la lectura desde la niñez. Eso me ofreció mayor seguridad y sentido de convivencia. De afecto. Por eso respeto también a quien lee libros. Me parecen seres extraordinarios. Y si además de ello escriben, tanto más cuanto refieren a existencias plenas y colmadas.

Quien lee se hace dueño de su devenir histórico y construye y reconstruye constantemente su propio destino. Los seres verdaderamente libres están indisolublemente adheridos a la lectura de libros. Y esto es así porque en ellos no existen límites en la aventura de la vida. No hay temor a la soledad. Los libros son un talismán contra los pillos políticos y los hipócritas religiosos, quienes se valen de sus creencias para imponerse a sangre y fuego contra el Otro-diferente.

La libertad, su sentido primario de existencia, para mí está entrelazada a la práctica de la ciudadanía, y ésta se cultiva con la lectura de libros que logran construirnos espacios poéticos que visualizan y objetivan la realidad. Por eso lo que somos y seremos se lo debemos a los libros y la lectura del mundo.

Leer es un acto político de fe en la vida y el Otro-diferente. En años como estos, de tanta indiferencia al libro y la lectura, la libertad está limitada, censurada, convertida en un objeto manufacturado que tiene dimensiones, peso y hasta rostro, y que se intercambia como eslogan de propaganda cotidiana. No tiene trascendencia. Es necesario reconstruir esa libertad, darle una dimensión tangible, que sea entendida y usada como valor de existencia primigenia. Pero, para ello, tenemos que transitar por los senderos de las páginas de nuestros libros más preciados. Amarlos como se ama a un árbol, abrazarlos como se abraza a un abuelo, protegerlos como se protege a un niño. De otro modo, seguiremos entendiendo y defendiendo una libertad vinculada a la adoración de un dios aséptico y unos héroes fosilizados, sinónimos de barbarie y decadencia.