Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
De la censura y el miedo

“Entonces fue por esto que vinimos a matarnos”, de Honoré Daumier

Comparte este contenido con tus amigos

1

Si sólo nos prometemos quedarnos en el epígrafe de un mudo, desataríamos una polémica que seguramente levitará en las nubes, toda vez que el pensamiento en cierta provincia de nuestro país se ha enrumbado por lo inmediato y lo fácil de digerir. Que basten entonces unas pocas ideas más para columpiar en la “realidad misma” que nos consume, para no salirnos del camino y pergeñar alguna que otra torpeza de las tantas que digo y trato de esquivar aunque las busque con denuedo. Se trata de los riesgos personales, de la porfía por ejercitar y dejar la magnesia en la alacena. Que la boca se cierra y las páginas podrían recibir el manotazo del censor. Suerte de Vitelio Reyes, el hombre del lápiz rojo de la dictadura de Pérez Jiménez.

Si bien es cierto que “todo lo que nos circunda es obra nuestra, obra del hombre: las casas, los palacios, las ciudades, las espléndidas construcciones esparcidas por toda la Tierra”, también es cierto que Dios es el inventor de la realidad, es decir, el mundo donde caben las palabras, el libre albedrío, el trabajo y la creación del hombre, por lo que no estamos exceptuados de perder la realidad. He allí entonces lo que le pasa a quienes desde el poder le temen a las voces disidentes. Y tanto que hasta un poema puede derretir el cañón de una metralleta.

La realidad no nos pertenece, es una “verdad” que captan los sentidos, está allí, pero impulsada por lo que ya estaba “hecho”. Por ejemplo, para el pensamiento marxista “la realidad es la economía: todo lo demás es sublimación o enmascaramiento de la economía”. Y así pasa con la comunicación. De la economía y de las palabras que la encubren se traduce que es “la parte del ser social fetichizado que, gracias a la atomización del hombre en la realidad capitalista, ha alcanzado no sólo su autonomía, sino también el dominio sobre el hombre...”. Discurso, palabras... También se desprende de esta idea que una vez logrado ese dominio, el factor económico infunde pánico, a juicio de los ideólogos del siglo XIX. Y con el pánico, el miedo a decir, a expresarse, a escribir lo que siente y lo que se ve.

 

2

Hasta ahí, para que las ramas del árbol verbal no sólo sean hojas. Si bien la economía infunde terror (las palabras muerden, dejan huellas en los oídos, en la memoria y en el alma), deberíamos afincarnos en la idea de que la censura es un ente vivo, sujeto a las manipulaciones del hombre, es decir, al terror que el poder le tiene a la disidencia. Marxismo purito, puesto que éste “no es un materialismo mecanicista que intente reducir la conciencia social, la filosofía y el arte a las ‘condiciones económicas’, y cuya actividad analítica se base, por tanto en el descubrimiento del núcleo terreno de las formas espirituales”, según Karel Kosik. De modo que estamos tratando un asunto que atiende a un “sujeto concreto que produce y reproduce la realidad asocial, al mismo tiempo que es producido y reproducido históricamente en ella”. Ah, quien censura no sabe de esto, pero siente el gusanillo del miedo a ser calcado por los escritores, por los poetas, por los conspiradores verbales.

El método, sí, el tan codiciado artefacto para adentrarnos en la crítica. Pero me ato al idealismo, a la frecuencia espiritual como hacedor de ideas, de imágenes. De manera que no concibo un animal que piensa y que sustenta su trascendencia sólo en lo material.

Las crisis de los pueblos, más allá de las concepciones confusamente ideológicas, son autónomas en la medida en que la llamada atomización del hombre, como fenómeno capitalista, no sea vista desde la perspectiva de la cultura. El miedo a la realidad: a las marchas, de parte del poder comarcano nacional, a los disparos de unos encapuchados que nacieron empujados por las universidades, al actico cultural del Poliedro de Caracas el día sábado o cualquiera de los tantos que son ahora patrios, cuya cursilería no deja pensar sino que concentra la personalidad del Presidente para el desfaje de la autonomía de la realidad en la medida en que la idea autocrática patrocina su esencia.

El país es una intención radical, enmascarada en la ilusión que un hombre concita. De modo que no crea nada nuevo ni trabaja para que eso suceda porque no concibe otra realidad, sino anclado en una revelación profética. De allí la impronta de ese miedo que suscita la palabra, la información, las imágenes que desnudan a quienes se creen cubiertos por las consignas y las amenazas.

 

3

La falta de autocrítica, la de reconocimiento de las fallas de un discurso religioso, embaucador, arriba a la sacralidad de premisas burdas: una supraestructura cuyo rigor nada en la corriente, por ejemplo, de las palabras subrayadas, permanentemente, de una fauna que ha emergido de la misma censura, porque ella viene del enmascaramiento, de la carnavalización de la política. Nadie le quita los derechos a nadie, el poder los subyuga, los rebaja a la realidad que todos conocemos. Se impone la desenajenación del discurso: el régimen pierde la realidad porque desconoce la del otro, no negocia. El gobierno escolar tiene razón cuando afirma que la educación es sagrada, lo que sucede es que el discurso del poder la ha vulgarizado cuando politiza a los niños y a la misma educación. Cuando habla con su chirriosa voz y acusa, rodeado de niños, está implicando a los mismos niños en su discurso. ¿Qué escuela es esta? La de la censura, la del encapuchamiento.

La revolución se encrespa en su propia autonomía, por eso perece, se engulle ella misma, se hipnotiza desde su falta de creación, aunque trate de trabajar, inútilmente. Se censura censurando.