Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
IV Reich

“El castigo a los ladrones”, de Henry Fuseli (1772)

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Tengo miedo. He salido por la noche y he vuelto a casa de madrugada, y no sé lo que va a ocurrirme. Aquí no puedes salir por la noche, es ilegal. Aquí todo es ilegal y todo tiene castigo. A las ocho de la tarde hay toque de queda, se cierra todo y en la calle sólo queda la policía. El Gobierno tiene cámaras en cualquier recinto interior, en las señales de tráfico y en las paredes externas de algunos edificios, y eso hace mucho más complicadas nuestras excursiones nocturnas. Después de la fiesta, llega la resaca.

—Pero si anoche no salió, estuvo aquí conmigo... —oigo a mi madre gimotear desde el pasillo. Ya llegan.

—Cállese, señora —los oigo venir desde el pasillo. Deben de ser unos cuatro o cinco, todos ellos con su uniforme azul y su gorra cuadrada, sus gafas de sol y sus enormes porras. Y todos ellos atiborrados de anabolizantes.

El Gobierno los llama la Patrulla de Corrección Diurna. Entre nosotros los llamamos, precisamente, la Resaca. Ya estoy despierto para cuando irrumpen en mi habitación a toda velocidad. Apenas llego a notar la verdadera resaca, esa resaca que resulta tan placentera cuando comprobamos que no nos han cazado a la mañana siguiente. Pero esta vez debimos de ser descuidados o el Gobierno debió de instalar una nueva cámara, lo cierto es que en cualquier caso nos descubrieron. La Resaca no es otra cosa que una soberana paliza, porrazos por todos los lados, sin contención, no hay posibilidad de evitarla, es el coste que tiene salir por la noche en Isla Delta. Tras recibir el castigo, apenas me queda consciencia suficiente para darme cuenta de que los golpes han cesado. Hay sangre por las sábanas y por las paredes, por mi cara y por mis manos. Mi madre acude corriendo con una toalla mojada, que desde luego no me alivia. Aun así debo dar gracias por seguir con vida, pues más de uno a muerto a manos de la Resaca.

Pertenezco a un minúsculo grupo de disidentes políticos, los únicos que nos atrevemos a estar en contra de la dictadura de Isla Delta. El Gobierno tiene controladas las calles y los comercios, no se puede gritar y no se puede correr, y cruzar un semáforo en rojo supone más de un año en prisión. Incluso las aceras tienen carriles y está prohibido adelantar. Isla Delta está cerrada al exterior por todos los medios, no hemos tenido contacto con ningún otro país y no creo que lo tengamos nunca. El hecho de que nos llamemos Isla Delta, y no Alfa, o Beta, sugiere que hay más como nosotros, pero nunca lo hemos sabido, no conocemos más que lo que hay aquí. Ningún producto viene de fuera y la ropa aquí confeccionada sólo tiene dos colores, el blanco y el negro, y ningún diseño más que el de la talla de cada uno. El comerciante tiene prohibido vender al usuario una talla superior o inferior a la suya, y llevar chaqueta en verano o no llevarla en invierno puede ser motivo de castigo.

Todos somos iguales, todos somos clones. No hay televisión ni hay cine y no hay más arte que los conciertos de ópera y música clásica reservados a Gustav Avalon, el Dictador, y a su familia y allegados. El pueblo no tiene derecho a nada y el país, o lo que quiera que sea esto, no va a ninguna parte. Más del cincuenta por ciento de la población es policía, y el resto trabajamos en el campo, en fábricas o en minas, excluyendo a los músicos del Dictador, que interpretan las partituras que él, fanático de la música, les suministra. Aparte de música, lo único que aquí se crea es armamento militar, de todo tipo y siempre de la mejor calidad. Los únicos científicos de los que disponemos están tan locos como Gustav y comparten todos sus proyectos, y últimamente se han entregado con todo su afán a la guerra química. Y mientras que a esto se dedican, nosotros trabajamos de sol a sol por un sueldo mínimo y una cartilla de racionamiento.

A pesar de todo, somos muy pocos los que nos enfrentamos a este Gobierno. Han pasado tantos años, la educación ha sido tan estricta y la propaganda tan convincente, que la gente está convencida de que no hay nada mejor que esto. Yo soy joven y ni siquiera he llegado a vivir la buena época, pero soy inteligente y tengo una mente abierta, y como otros pocos, sé que se puede vivir de otra manera. Lo que más me sorprende es que incluso nuestro gobernante, nuestro Dictador, está de acuerdo con su propia doctrina. No es un régimen que mantenga para controlar al pueblo, no es algo con lo que pretenda hacernos daño, es su propia convicción y su propia política. Él vive así, no tiene televisión y no escucha ni lee nada que vaya más allá del siglo XIX, está loco por la música pero no ha pasado de Stravinski. Y tampoco puede decirse que la policía esté corrupta o que ellos vivan mejor que nosotros, en realidad ellos se mantienen con vida gracias al gimnasio y a las drogas androgénicas. Odian a las mujeres y a los negros, a los homosexuales y en general a todo aquel ser que es diferente a ellos. Odian los excesos y la fiesta y casi todos ellos son fundamentalistas religiosos. Son como robots creados por el Dictador y le siguen a todas partes porque Gustav Avalon es un hombre muy peculiar; tiene más de cincuenta años pero tiene la apariencia de un muchachito joven, de melena rubita y ojitos verdes, habla con la melosidad y artificio de un niño de papá, pero tiene mucho veneno en la lengua, de cada dos palabras que dice una de ellas es malsonante, y el hecho de que hable con tanta finura y diga tales cosas le hace un ser verdaderamente escalofriante y siniestro. No es el típico dictador blando y enclenque, pues es un tipo verdaderamente peligroso, y lo más raro de todo ello es que sus partidarios no le tienen ningún miedo, sino que le respetan. Es como vivir en un mundo en el que a todos les gusta vivir sin libertad.

Fue por eso por lo que nos resultó tan difícil colocar una bomba en la mesa de su despacho. Hubieron de pasar muchos años hasta que logramos introducirnos en el palacio del Dictador. Cuando éramos más jóvenes, lo único que queríamos era salir de fiesta y nos escapábamos de noche para ello. Esos fueron nuestros primeros actos de rebeldía, cuando no conocíamos las consecuencias de lo que hacíamos. Desde la primera noche en la que salimos, la Patrulla de Corrección Diurna comenzó a hacernos visitas. En mi grupo teníamos una media de quince años, algunos menos, pero eso no detenía a la Resaca. Algunos de los nuestros murieron a manos de la Resaca a medida que pasaron los años, y en los hospitales estaba prohibido atendernos por orden expresa del Dictador. Poco a poco, nuestras reuniones pasaron a estar mucho mejor organizadas y a tener un carácter más político. Era ya casi imposible conseguir alcohol y además nos hicimos mayores, por lo que las fiestas pasaron a la historia. Nos convertimos en la Resistencia.

Nuestro líder era N’tabo, un hombre de color, el último que quedaba en Isla Delta, pues los habían exterminado a todos. Nadie supo nunca cómo se las apañaba para mantenerse con vida y para esquivar al Gobierno día tras día, pero lo hacía. Era un tipo muy silencioso y muy discreto. Tan discreto que se cortó la lengua a sí mismo para no dejar escapar ninguno de sus secretos.

Era así como sobrevivíamos, y era así como nos movíamos en la clandestinidad. Nuestro contacto en palacio era un teniente de policía a cuya hija de doce años le habían partido el pómulo de un porrazo, por andar por la calle a la pata coja. Nuestro fabricante de bombas era el hijo adolescente de un científico loco, un manitas y un genio como su padre, pero no un maníaco asesino como él. Tras varios meses de reuniones conseguimos encontrar un lugar seguro para conspirar y trazar un plan que nos permitiera acabar con la dictadura de una vez por todas. Llegó el día D y Gustav Avalon se sentó a componer música en su despacho. Desde la fábrica en la que trabajo pude oír la bomba detonarse en palacio. Procuré que las cámaras no captaran mi sonrisa de placer.

A la mañana siguiente todos esperamos recibir en el periódico con la noticia de su muerte. Cada familia debía recoger el periódico a un minuto diferente del día, por lo que aquella mañana me consumía la impaciencia. Finalmente, mi madre entró a mi habitación y lo tiró encima de mi cama. Conferencia a las cinco de la tarde. El Dictador seguía con vida.

Tenía media cara quemada y el brazo izquierdo en cabestrillo, pero por lo demás estaba bien. Nuestra bomba era de fabricación casera y al parecer no cumplió con su objetivo. La sonrisa del Dictador se hacía mucho más terrible salpicada de sangre.

—Sigo vivo. Podéis iros jodiendo, mis queridos conjurados hijos de puta —comenzó a decir Gustav con su vocecilla de querubín psicópata, y sin dejar en ningún momento de sonreír—. Mi gran error ha sido no mataros a todas, putitas conspiradoras, cada vez que hacíais fiestecitas por la noche. Pero sé quiénes sois, amiguitas, podéis iros escondiendo, mariconas, porque la policía de Isla Delta irá a todas y cada una de vuestras casas, una por una, para pegaros un tiro en la puta cabeza, ¿verdad que suena bien, eh?

El tono era del que estaba contando un chiste a sus amigotes. Y eso lo hacía mucho más terrible. Yo quería echar a correr pero no podía, no en medio de la Plaza de Palacio, era demasiado arriesgado. Todavía tenía alguna herida en la cara y la gente me miraba como conspirador. Era la plaza central de toda la isla y estaba llena, debía de haber allí como unas dos mil personas, vestidas iguales. Camuflarme no me fue muy difícil, me alejé de cada policía que estuviera por allí y finalmente eché a correr. Me daban igual las cámaras, eché a correr hasta mi casa como alma que lleva el diablo. Cogí el coche de mi madre, un automóvil negro igual que los del resto de la población, y apreté el acelerador todo lo que pude. Aquel momento, con la policía al completo ocupando la plaza, era el único momento en el que se podía escapar, y aproveché la ocasión.

Dicen que en las playas no hay cámaras, porque allí se vierte toda la basura radiactiva de las fábricas, y nadie se atreve a entrar. De todas formas, es la única salvación. Creo que es allí donde vive N’tabo y es allí donde quizá podamos volver a organizar la Resistencia. Veo a algunos de los míos llegar junto a mí; han tenido la misma idea. Volvemos a vernos las caras, rostros aterrorizados e indecisos que no saben qué hacer... pero que están unidos.

Hoy ha sido una gran derrota. Pero la Resistencia nunca morirá.