Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
Ya no te espero

“Guitarra y periódico”, de Juan Gris

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“La cosa está en que no queda
remedio inteligente que no sea
usar las piezas que hay en los rompe-caminos,
e ir tirando por ahora, aunque más allá
persistamos en crear nuestra canción
con las piezas que queramos construir,
que serán igual”.

S. R.

“Cuidado con caer rehén
en la celda de tu propio verso”.

Poeta caraqueño desaparecido

Siempre se acercan y callados me preguntan. Bajan la voz, miran hacia abajo, disimulando, como si algo se les ha perdido. Susurran y preguntan con ansiedad: “Y Silvio, ¿en verdad es de los nuestros?”. Lo hemos acompañado en el silencio cómplice, durante la larga condena de confusión que cayó sobre él, que él mismo fabricó, que ha tenido que cargar. Pero ya no hay más tiempo para intentar descifrarlo, o lo rescatamos esta noche o lo abandonamos ya de una vez por todas.

“Ya no te espero, ya estoy regresando solo”, es la más triste. Cuando lo entiendes es que te das cuenta, que es la más triste de todas. Se hace evidente, lo que ya sabíamos allí en algún lado. No le cantaba a las mujeres, le cantaba a una sola, que lo ha mantenido todos estos años esperando. “Ya no te espero, llegarás pero más fuerte, más violenta la corriente, dibujándose en el suelo, de mis pechos de mis dedos, llegarás con mucha muerte”. La cantó por primera vez en vivo durante su último concierto en Madrid. Fue cuando supimos que teníamos que ir a rescatar a Silvio, hijo de una espera larga.

¿Los que lo condenan sabrán de dónde viene? ¿Sabrán su historia? ¿Sabrán que a los catorce años, entrando en la adolescencia, cuando la revolución a penas daba sus primeros pasos (también los errores tipográficos pueden ser aliados, es parte del sistema como se entenderá luego), él sufría sus primeros tropiezos y los dos fervores se encontraron e inspiraron mutuamente? Fue por genuina convicción juvenil que se inscribió en la asociación de jóvenes rebeldes, aunque ya intuía que una asociación en apoyo al gobierno de turno, llamada de rebeldes, resultaba primero redundante y luego oximorónico. Luego lo agarraron las milicias. Ya era un buen guitarrista, ya deslumbraba a las muchachas que lo convocaban a salir del rincón que él tímidamente inspeccionaba para pasar a ser el centro de atención de la fiesta. La música lo salvó del horror y lo condenó a las cárceles de la mirada ajena. Siempre. Ya en ese entonces los maestros de música le habían puesto el ojo, y fueron arreglándoselas para que estudiara música, para que participara en los institutos. Pero recién comenzado a integrarse, apenas salido de su cáscara, recién atreviéndose a poner a prueba sus capacidades, fue reclutado y tuvo que truncar por primera vez su dirección para cumplir el servicio militar.

Pero la poesía podía más, ya escribía canciones y escribió su maravilloso poemario juvenil que le dio una mención en un premio literario. Superada esa primera postergación de sus sueños artísticos, a los veintidós aún continuaba su fervor político, sus ganas de creer que estaba participando con sus canciones en un nuevo despertar. Escribió canciones en homenaje al recién fallecido Che. Estaba en el apogeo de su alumbramiento como artista y el pico del fervor revolucionario de toda América Latina, insertado, por causas o azares, en todo el centro del idealismo que en un momento logró convocar la revolución. Allí estaba él, en su tímido rincón, pero con la guitarra en la mano, mientras otros lo convocaban a tomar el estrado como la voz que le ponía sonido a la película del futuro.

¿No parece raro entonces, que el año siguiente, 1969, lo arrestaran? ¿No te hace dudar? ¿No insinúa un desvío, una contradicción? A aquél que era la voz poética perfecta para adornar la historia heroica que se estaba intentando instalar en el imaginario revolucionario de todos los jóvenes de entonces. ¡Que justo entonces lo arrestaran! Lo arrestaran por castigo “a sus canciones tan independientes”. ¡Por castigo a sus canciones “tan independientes”! Ya muchos otros habían probado el encarcelamiento y la tortura en la Unidad Militar de Asistencia Productiva de Camagüey donde tantos fueron a parar por llevar el pelo largo, tener tatuajes, escuchar música rock, poseer Biblias y hasta por usar minifaldas. El repertorio revolucionario ya se había inundado de los típicos moralismos burdos de los regímenes de fuerza.

Allí comenzó su espera. Tuvo que viajar forzado en un barco pesquero para evitar la cárcel. Fue la primera vez que se doblegó. En la garita policial donde pasó la primera noche de arresto, un militar verde oliva de bajo rango pero con un moralismo desatado de jerarquía elevada le gritaba e insultaba combinaciones de reprimendas de viejo conservador con aderezos de panfleto revolucionario. “¡Le haces el juego a los yanquis! ¡Te vistes como un drogadicto, un bueno para nada, un contrarrevolucionario, un maricón!”. Lo tuvo toda la noche en vela, lo pateaba cada cierto tiempo, le orinó encima, lo amenazaba con enviarla a Villa Marista, le infundió un terror que le hizo pasar en cuestión de horas de la ira y el desafío, al llanto y la súplica. Su idealismo adolescente no se había esperado esa reacción. Comenzaba a ser exitoso, a recibir todo tipo de adulaciones y oportunidades. Comenzaba a estar en todos los conciertos, en la radio, en la televisión. Fue allí que cometió la torpeza de pensar que estaba por encima de las sanciones, que la revolución podía aceptar el atrevimiento de la juventud. Pensaba que hacía un aporte, saludando a los Beatles y a John Lennon. La verdad es que casi ni los había escuchado. No había cómo. Pero sabía del fenómeno de los cuatro greñudos que le cantaban al amor y a la paz y habían empujado a los movimientos de protesta norteamericanos. Joven, se sintió hermanado a esa historia, casi con el deber de extender un saludo y enlazar los dos caminos. Pero no era por verdadero conocimiento. Fue una inocentada, que costó el arresto, los insultos policiales, la requisa, la vigilancia estricta, la segunda suspensión de su ascenso exitoso por razones políticas. Fue a parar a Playa Girón. No a la batalla. Ésta ya se había librado años antes. Al barco que llamaron en honor a la playa de Bahía de Cochinos. Fue allí donde vio privada su libertad. No, fue allí donde se dio cuenta que, desde un principio, no la había tenido. Allí comenzó a tejer la inacabable, hermosa red de significados, que tendió sobre su música y nuestras almas, para opinar encubierto, para continuar su fervor rebelde, para darle voz a la libertad artística que antes de poder terminar de expresarse, fue cercenada por escribir “con demasiada independencia”. Allí comenzó a añorar a la mujer conceptual de sus canciones.

Sobre el barco pesquero llamado Playa Girón, empezó a construir un sistema para decir sin correr riesgo. ¿Qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco sin que se haga sentimental, fuera de la vanguardia o evidente panfleto, si debo usar palabras como Flota Cubana de Pesca y “Playa Girón”?

¿Lo ven? Construye un laberinto para conducir a cada uno al centro de los significados, que a escondidas quiere transmitir. La canción titulada parece un himno a la batalla. Pero es evidente que tiene que ver con la cárcel marítima a que fue condenado por pensar distinto. Se preguntaba y contestaba en las mismas líneas, cómo construir un sistema que le permitiera libertad de expresión, sin tener que jamás volver a caer en la infamia de la cárcel. ¿Qué debiera decir, qué fronteras debo respetar? ¿Hasta dónde se deben practicar las verdades?

Los hombres de Playa Girón, que eran nada más y nada menos que sus compañeros arrestados y él. A los hombres que no se conformaban, que no se ajustaban a las estrictas normas unicolores revolucionarias les canta: ¿Qué tipo de armonía se debe usar para hacer la canción de este barco con hombres de poca niñez, hombres y solamente hombres sobre cubierta, hombres negros y rojos y azules, los hombres que pueblan el “Playa Girón”?

Allí comenzó en verdad la historia. Antes sólo una biografía de un joven talentoso, destinado a canciones marcadas por el cliché romántico. A partir de entonces, un lenguaje barroco, sentimental, pero preñado de múltiples significados que abren por sí mismos la oportunidad de libertad a través de todas las interpretaciones posibles. Allí, sobre el Playa Girón, probablemente hambriento, insolado. Halado fuera de los escenarios donde había comenzado a soñar con una vida exitosa, allí comenzó a escribir la historia. Esa historia no contada, que nosotros guardábamos con celo, esperando que él nos diera la orden. Pero ya no debemos esperar más. La señal ha sido dada.

En ese entonces también escribió su segundo libro de poesía. Las alusiones a los camaleones ya aparecen explícitas: La guitarra de un lagarto tiene ahora color de mar. Ha tenido otros colores, los colores que su dueño usa para navegar.

El sistema se había inventado. La convicción que se debe camuflar, que debe hundirse en el arte de la insinuación. Quizás sea inoportuno o acaso delirante. Soy de tantas maneras como gente pretenda nomás calificarme cantó luego en “Tocando fondo”. Confesión de su sistema o velada autocrítica. En su intimidad se iba encontrando con la dura aspereza de su cobardía. Pero todavía en el barco lograba sentirse muy esperanzado. Su yugo era pesado, pero tomaba aliento de la fantasía de que en algún momento lo vería superado. Cobraba fuerza en su fantasía de aquella mujer conceptual. También era consciente de que tenía que comenzar a refrenar su espíritu aventurero, sus deseos de soñar alto. No se podía permitir otra ligereza como la que lo llevó al arresto. No se permitiría volver a ser vejado. Ojalá que la guitarra no se canse de este mar: se le ha visto algunas noches escondida de la gente, mirando con hambre el cielo, y hay que estarla vigilando para asirle la cintura el día que coja vuelo.

En esos poemas explora con bastante transparencia su rabia por el adoctrinamiento, por el sometimiento de su voluntad, aún rebelde. Su rabia ya entonces comienza a ser una de sus guías. Más de una vez me han echado a la calle por reír donde debo estar llorando, por llorar donde debo estar riendo, por callar donde debo estar hablando, por hablar donde debo estar callado, por hablar en voz baja de la fe, por hablar en voz alta del amor. Más de una vez al año hago algo que no se puede hacer: pateo una piedra, levanto polvo que da deseos de toser. Me lleno entonces de optimismo, algo solemne quiero hablar, pero la piedra me cae encima y nunca puedo terminar.

Esa canción es casi una confesión de su declaración de guerra a la imposición y la fuerza que ya era evidente de la opresión. Uno de los detalles que a mí en particular me hacen entrañable ese poemario es una temprana intuición de su destino paralelo a otro trovador poeta que replicaba su lucha en la versión contraria de Estados Unidos. A pesar de haber sido apresado por saludar a los Beatles, aquí vuelve a reincidir. Su irreverencia no la logra refrenar del todo. Prueba los límites. Necesita desafiar la represión, que en aquel entonces se debatía internamente preguntándose si era reflejo de la línea oficial o simplemente la triste interpretación de los oficiales de bajo rango cuyo espíritu no lograba alzarse a los verdaderos valores de la revolución. Quería conservar algo de esperanza en el futuro y así probando los límites le daba al sistema otra oportunidad de rectificar. Se unía a otro rebelde con guitarra, perseguido por sus ideas. A Bob Dylan le dedica el poema “La cosa está”, donde sueña con la salida a su pesadilla: La cosa está en hallarlo a usted el día menos pensado, en cualquier sitio, casualmente, donde usted y yo podamos ver a cuatro manos los alrededores. La cosa está en lo improbable, en lo difícil, en lo imposible. La cosa está allí mismo, donde no debiera estar: un paso más allá que el largo de las manos.

Esos versos siguientes en particular explican con detalle su recién creado sistema de escribir como regando piezas de un rompecabezas, como única opción inteligente que le queda ante el espacio limitado que queda entre la revolución dogmática y la cárcel de los objetores de consciencia.

Irónico también escribe incluyendo un saludo a un mundo más ancho que una isla. De joven sueña con el mundo todo, se resiste a ser restringido a la isla. Desea la posibilidad de enlazar los destinos. La historia no tardaría en imponerle la desilusión de tales inocencias. Yo hablo sencillo, como todo el mundo. Puedo repetir, si hay alguien que no ha entendido bien. Me gusta Casablanca, también el chocolate y fumar cuando termino de comer. Me gusta la cerveza fría, que no haya ruido si trabajo y aun me gustaría patinar. Prefiero andar en ropa de la calle, porque así puedo juntarme a las aceras mejor. Me gustan las películas de Bergman, los poemas de Vallejo y las canciones de Pablo Milanés. Yo hablo sencillo, como todo el mundo. Puedo repetir, si hay alguien que no ha entendido bien.

La bofetada enfurecida que deja caer sobre el recuerdo de sus captores es quizás su canción más emblemática, pero se sabe, menos citada. Han querido dejarla en el olvido, como si no hubiese existido. Es una pieza sorprendente de rabia. Pocas veces sacada a pasear en su repertorio en vivo. No se crean que es majadería. Que nadie se levante aunque me ría. Hace rato que vengo lidiando con gente que dice que yo canto cosas indecentes. Te quiero, mi amor, no me dejes solo. No puedo estar sin ti, mira que yo lloro. ¿No ven?, ya soy decente: me fue fácil. Que el público se agrupe y que me aclame. Que se acerquen los niños, los amantes del ritmo. Que se queden sentados los intelectuales. Debo partirme en dos.

Recuerden que la letra de esa canción fue sacada de ese poemario. La represión lo obligó a partirse en dos. Luego serían más pedazos. Ahora nos preguntamos si ya son tantos que no podremos recomponer el cuadro original. Que ya las piezas se han ido desperdigando hasta perder su color. Pero debemos intentar. Esa canción ya estaba escrita en 1969. Mucho antes de haber grabado su primer disco.

Más allá sueña en ese entonces, para recoger las piezas simbólicas que nos dejó regadas a lo largo de los años. Por eso es que tenemos que ir a rescatar a Silvio. Este otro poema de esa época me resulta especialmente doloroso. Detalla los síntomas asfixiantes de la persecución ideológica: Por el día me entretengo en no pensar en ti; por la noche me acorralan el temor, los años. Corro el riesgo de empezar a imaginarme parques —corro el riesgo de querer dormir sin tener sueño. Esto pasa diariamente, aunque estoy acostumbrado a todo hace mucho tiempo, demasiado tiempo. Por el día tengo miedo de no respirar; por la noche tengo miedo de quedarme quieto. Corro el riesgo de que un día se demore el alba —corro el riesgo de que el miedo se me duerma adentro. Esto pasa diariamente, aunque estoy acostumbrado a todo hace mucho tiempo, demasiado tiempo.

¿A quién le canta? ¿A quién teme recordar durante el día? ¿De quién es el recuerdo que debe sacar sólo de noche? Dicen que en la celda donde fue torturado había varias prostitutas que, tercas ante las bondades de la revolución, continuaban intercambiando sus cuerpos por los bienes materiales que ya habían comenzado a escasear. La redención prometida no las había logrado sacar de la calle. Ajenas a la dictadura del proletariado, preferían la dictadura de sus pequeños negocios perversos. Ellas recibieron a Silvio esa noche. Cuidaron un poco de él, luego de que el guardia se cansara de escupirlo y golpearlo. Algo había en la rebeldía de estas mujeres. Sometidas a persecuciones de todo tipo y, sin embargo, afirmando tercamente un estilo de vida. Luego el régimen las toleraría, las asumiría como una idiosincrasia, una tradición. Pero en estos comienzos el moralismo corría desatado, sobre todo en los cuerpos militares cuyo sueño del futuro incluía marchas, pasos bien coordinados, vidas estrictamente reglamentadas. El sueño revolucionario militar chocaba con las fantasías progresistas de los intelectuales por un lado, y de la afición por el goce popular por el otro. Los intelectuales soñaban con un mundo más justo y más libre, imaginaban la ampliación de las fronteras del pensamiento y la sensibilidad, de la inclusión de las más variopintas formas de vida. El hombre común soñaba con reivindicación, con la por fin concretada ilusión de ser tomado en cuenta, reconocido. Otros soñaban con la instalación de la rumba, la pachanga, la inacabable alegría de un futuro siempre brillante, delineado al paso de un danzón delirante. Pero la fuerza militar no compartía esas versiones del bienestar, deseaban administrar el goce, fiscalizarlo, codificarlo, controlarlo. Sólo en los lugares sancionados de sus propias orgías privadas, no la perversión callejera suelta, era permitido gozar. Eso le resultaba evidente al guardia desconocido que batía su furia contra las costillas de Silvio. Tenía que proteger el futuro sacándole a ese joven peligrosamente mamarracho el aire de la autosuficiencia, tenía que ayudarlo a encuadrar su música en el compás de la tonada oficial para proteger la Revolución. Esa noche chocaron todas las versiones de paraíso que habían sido convocadas por la historia en esa celda, en el debate iniciado entre la bota y la piel.

A Silvio sólo le estaba ocurriendo lo que ya a muchos otros artistas le había sucedido, sin que él le diera crédito a las historias de persecución. Ya otros poetas como José Mario y su peña de El Puente habían cometido la fatal ligereza de pensar que en el futuro glorioso de la Revolución podían caber las esperanzas de los librepensadores. José Mario me lo contó en una de las interminables conversaciones agridulces de exiliado que tuvimos durante sus últimos años en Madrid. Su grupo había creído que la revolución era un buen lugar para traer a un poeta desafiante y crítico de su propio país como Allen Ginsberg. Creían que podía profundizar la revolución en la dirección que el pensamiento dictaba. Él había ido como jurado del Casa de las Américas, tan convencidos todos los intelectuales de estar agrupando a la más lúcida vanguardia. Él había frecuentado a los jóvenes poetas que estaban haciendo la revolución. Pero Ginsberg no iba inocente y se aseguró de indagar con detalle sobre las medidas de censura y presión que ya se vislumbraban.

José Mario me lo contó con mirada perdida y aplanamiento afectivo en un café de Malasaña. Contó cómo habían conocido a Ginsberg durante una entrevista con un periodista cubano cuando le contestaba con calculada irreverencia a la pregunta: “¿Qué haría usted si gana el Premio Nobel?”.

—Comprarme un cargamento inmenso de marihuana —contestó el poeta. Luego de varias respuestas en este tono, Ginsberg preguntó con insistencia si iba a publicar su entrevista tal como había sucedido, que él estaba muy interesado en que fuese así, que si no iba a llamar al diario a reclamar airadamente. Estaba probando los límites. Creyeron que podían hacerlo. Pero como todos saben, a Ginsberg lo expulsaron pronto de la isla. A José Mario y todos los demás escritores que se acercaron al invitado los arrestaron y torturaron. Cerraron la editorial donde la mayoría había publicado. El único brillo que recordaba en las expresiones de José Mario cuando regresaba a esos eventos definitivos de su vida eran las citas de Ginsberg, de resto relataba el horror con un exceso de signos de puntuación que ocupaban más espacio que las palabras, largas pausas de puntos suspendidos, comas, puntos y comas, incongruentes espacios en blanco, y una larga repetición de signos de interrogación. Signos de interrogación acumulados en su mirada. José Mario fue acusado de “frecuentar a extranjeros” y de “depravación moral”, absuelto por falta de pruebas, pero no liberado, sino obligado a ingresar como recluta. Su supuesto servicio militar fue cumplido en el Campo de Trabajos Forzados de Camagüey, el equivalente a un vulgar campo de concentración. Fue sometido al hambre, al aislamiento, a las enfermedades no tratadas, a los insultos continuos de los militares que lo custodiaban y a las continuas golpizas. Finalmente fue liberado y expulsado del país. El hombre que yo conocí era la sombra del poeta lleno de vida que su actividad editorial dejó plasmada en la historia de la poesía cubana.

Curioso Ginsberg y lo pronto que intuyó las falsedades de la revolución. Era un hombre entrenado en el desafío en una época difícil en su propio país, quizás ya conocía algunas de los ropajes con que el poder se disfraza para convocar a los esperanzados. Quizás era por su condición homosexual, su mirada de extranjero, no del país, sino de las convenciones sociales, su lugar de auténtico marginado. Sufriría por la persecución de las amistades que hizo en Cuba, envió cartas, convocó colegas, pero nada de eso los ayudó. Ironizaría largamente sobre la persecución de los homosexuales en Cuba, se burlaba de la más dogmática discriminación de las cuales se hicieron cómplices tantos supuestos intelectuales librepensadores, entusiasmados por un mundo nuevo, más igualitario, pero angustiosamente homofóbico. “Prohibieron cualquier tipo de propiedad privada salvo la de sus orificios corporales”, decía Ginsberg con sorna, “a este mínimo terreno de propiedad privada se aferraron, acumuladores angustiados del capital de su propio cuerpo, negados a la posibilidad de compartir sus culos con los más necesitados”, antes de reírse a carcajadas.

Quizás Silvio conocía estas historias. Quizás, como tantos otros, había querido negarlas, suponerlas exageración, apartar la mirada, despacharla bajo la fácil clasificación de “depravados”. Al fin y al cabo, él era también un joven rebelde y hasta entonces no había tenido mayores problemas. Hasta entonces. Pero esa larga noche quizás le vinieron al recuerdo los relatos de los escritores perseguidos, de pronto la verdad se incrustó a patadas en sus costillas. El debate entre el sector cultural y las fuerzas del Estado sobre cuáles deberían ser los lineamientos estéticos de este nuevo tiempo, se condujo allí. El cantante arrinconado fetal en el suelo, el oficial enardecido transmitiendo sus razones con escupitajos y redactando sus propuestas en tinta morada sobre la piel de Silvio. Los morados desaparecerían, las explicaciones quedarían grabadas claramente en su recuerdo.

Sólo las putas, las jineteras, las flores de lo que la doctrina llamaba el lumpen, allí acostumbradas a su rincón semanal de cárcel y sermones militares, se colocaban al margen de toda esa confusión. Su desilusión las protegía de sumarse al delirio. Velaban entre ellas mismas por su bienestar y no estaban dispuestas a ceder su sufrida y arduamente ganada versión de libertad personal. Por eso recogieron al adolescente, les lució ingenuo y le dieron un poco de cobijo. Horas después, un poco menos aturdido, había recobrado suficiente fuerza para preguntarle a una de las putas su nombre. —Libertad —dijo ella entre risas. Las amigas le festejaron su ocurrencia. Las prostitutas acompañarían siempre al imaginario de Silvio. Pero no era exactamente a ellas que les cantaba, era a ella y no era a ella que le dedicaría sus mejores canciones de desamor.

Se preguntarán por qué es que no explotaron más su imagen. ¿No es evidente que si fuera realmente profidelista lo exhibieran en cuanta marcha, desfile, perorata gobiernera se inventaran? Es verdad, cada cierto tiempo lo llevaban para Nicaragua y tuvo que ir guitarra en mano a Angola, pero para la adicción al exceso de pompa y autoexaltación, el gobierno lo dejó bastante en paz, exigiéndole sólo una limosna simbólica de cuando en vez. Otra cosa que me inquietó desde un principio fue que, ¿por qué, si es el trovador principal de una época supuestamente gloriosa, el mismísimo nacimiento del futuro gozoso de la humanidad, son siempre tan tristes sus canciones? ¿Por qué es un cancionero repleto de melancolía en un país en que la alegría penitente ante cualquier escenario es un valor, casi una obligación patriótica? ¿No resulta todo evidente? Si juntas las piezas, resulta obvio.

Pero el sistema tuvo aún otro giro. Si comparas el poemario del barco con las canciones que vinieron después, hay un cambio importante. Las referencias a Dylan y a Edgar Allan Poe desaparecen. La esperanza se hace aun más convaleciente. Las palabras que salían hacia fuera, hacia otras costas buscando allí una verdad más pura, se tropezaron con las tierras chilenas. En 1972 fue allá a cantar y a buscar un horizonte para las ideas socialistas que compartía y deseaba tanto que tuvieran una sede auténtica, humanista aún a pesar de la versión opresiva que se había instalado en su hogar. Allá se hizo amigo de Isabel Parra y Víctor Jara. Allí cantaron juntos y compartieron con libertad sus ideas. Fue otro tiempo de ilusiones. Pero ya sabemos lo que vino después. La convulsión social de Chile condujo a otra versión de hombre fuerte, tan o más cruel. Al año siguiente a su visita matan a Víctor. En otros sitios: otras versiones de opresión y horror. No era el afuera el lugar de las bondades. También allí se sufrían otros tipos de persecución. Víctor Jara fue llevado al Estadio Nacional, torturado y asesinado. A Silvio se le cerró otra puerta. Los sueños de salida serían ya menos ingenuos, y mucho más impregnados del aparentemente inevitable dolor.

Le pidieron canciones de solidaridad para Chile, él mismo lo cuenta en uno de sus conciertos grabados, dice haber deseado cumplir con la petición, pero que salió otra cosa y escribe “Hoy mi deber era”. Hoy mi deber era cantarle a la patria, alzar la bandera, sumarme a la plaza. Hoy era un momento más bien optimista, un renacimiento, un sol de conquista. Pero tú me faltas hace tantos días que quiero y no puedo tener alegrías. Pienso en tu cabello que estalla en mi almohada y estoy que no puedo dar otra batalla. Da otra estocada, suplanta a la patria por esa mujer abstracta que ha sustituido en su imaginación. Esa mujer que se le escapa. Aquella que le decía el nombre y reía. Más enigmático aun es el final de la canción: Hoy mi deber era cantarle a la patria alzar la bandera, sumarme a la plaza y creo que, acaso, al fin lo he logrado soñando tu abrazo, volando a tu lado. ¿Por qué afirma haberlo logrado soñando con ella? ¿Quién podría ser esa dama que permitía alabar como sustituto válido a la canción patriotera? Las putas presas regresaban a su recuerdo como único ejemplo de dignidad.

A finales de los setenta comienza a pagar su penitencia. Ya se hace evidente que su sistema no sólo ha despistado a sus perseguidores, sino que quizás también a él. O el éxito, o la adulación, la necesidad de tener que estar justificando su cada paso. Pero en la música aparece claro, en esta canción de su primer disco: Me he dado cuenta que yo miento, siempre he mentido, siempre he mentido. He escrito tanta inútil cosa, sin descubrirme, sin dar conmigo...

La persecución en Chile, las secuelas del bloqueo norteamericano, el entusiasmo inicial de un joven idealista transformado en combinaciones complicadas para despistar a la ambivalencia de los que adoraban su música y odiaban su política, las miles de expectativas diarias a que defendiera una causa u otra, la desconfianza a quienes lo habían encarcelado revuelta con el largo cortejo que el régimen emprendió para incluirlo en sus filas, sus idas y venidas románticas, una de las cuales lo emparentó con el poder, fueron tejiendo un nudo demasiado denso de hilos anticlimáticos para la capacidad existencial de quien sólo había comenzado queriendo ser un músico asustadizo y había terminado teniendo un puesto en la conciencia oficial. Algo parecido le había sucedido a Dylan en otros territorios. Había terminado alejándose del movimiento político folk-hippie que lo había aclamado y lanzado a la fama mundial para refugiarse en una suerte de huida del sonido acústico hacia un bizarro refugio ultra-católico y electrónico. Silvio también caminó tambaleante hacia otros sonidos y había ido quizás, como años atrás deseó en sus poemas de joven, de la manera más improbable, a parar al mismo lugar de Dylan.

Eso me pareció ver cuando lo conocí por primera vez en Madrid. Eran los comienzos de los ochenta. Acá vivíamos el epicentro de la liberación. Él ya había saboreado la persecución a la española. Cuando salió su primer disco, Días y flores, la dictadura franquista le prohibió el tema homónimo y Santiago de Chile. Lo conocí en el lobby del hotel que lo hospedaba. Había ido junto a una amiga, que lo había contactado a través de un amigo periodista. Nos recibió amable pero escéptico. Habló poco y cuidó sus palabras. Miraba fijamente al suelo escogiendo los adjetivos cuando le pedíamos que calificara algunas situaciones cubanas que nos generaban duda. Tenía habilidad para irse por la tangente. Pero de pronto, nos miró fijamente y dijo “estoy cansado de responder tantas preguntas”. Pensé que era con nosotros, nos disculpamos apenados. En verdad no teníamos por qué acosarlo con nuestras inquietudes. Luego entendí que no se refería a nosotros en específico. Estaba cansado pero en un sentido mucho más amplio, de las preguntas de todos, de la fantasía de que él tenía las respuestas, quizás también de las preguntas que seguramente él se hacía a sí mismo.

Esa gira fue aquélla en la que la policía interrumpió el concierto en Zaragoza a trompadas y arrestos. Aun después del franquismo, superada la censura, aún sus presentaciones eran polémicas y fuente eventual de agite. Su irritación comenzaba a hacerse notar. También fue allí que lo escuché hablar de Chagall en uno de sus conciertos. Quiso explicar sobre la alusión que hace a uno de sus cuadros. Alguien de la audiencia no le dejó terminar: “¡Chagall traicionó a la revolución!”. Se hizo un silencio incómodo de segundos: “Sí, traicionó a la revolución, pero sigue siendo un gran pintor”, respondió con esa rabia pausada que parecía administrar en las miradas de la conversación, sentado en esos muebles exageradamente cómodos para el intercambio que le planteamos, aquella primera noche. Total es que nos hicimos cercanos, después de registrar su cansancio lo llevamos a comer, después a beber y de marcha. Al final de la noche lo vi borracho y por primera vez contento. Se le salieron algunos improperios políticos que no debo repetir. Dijo estar feliz al conseguir en España una acepción tan hermosa al verbo marchar. Confesó algunas decisiones tempranas de su vida y me dio algunos indicios para descifrar su código. Yo flipaba de ver la densidad de la bruma biográfica de la obra. Me esbozó los capítulos de una tragedia en medio de una farra española, como sólo un cubano puede comunicar tanta alegre tristeza. Pensaba que estaba ante un eterno rebelde, que intentaba medir sus pasos pero no podía. Ahora me pregunto si simplemente era que había comenzado a resquebrajarse.

Se me hace que los ochenta los atravesó como esa noche madrileña: obnubilado. Desde lejos seguí con curiosidad sus pasos. Un día me parecía un genial recorrido delirante y otro, una maraña confusa. Hizo dinero, repartió hijos por la isla, depositando uno en el regazo del poder, y de pronto se revolcaba y volvía a aparecer rabioso, desafiante. Lo vi tres veces más. Cada vez más esquivo, parecía desconfiar cada vez más en cada encuentro. Pero yo creía presentir una tristeza enorme decorada con sonrisas forzadas ante la eterna cámara internacional de promoción de la vida comunista. Había pasado de guitarra y voz a arreglos de banda tropical, con ritmos caribeños de alegría forzada. Los teclados agudos siempre me sonaron poco creíbles, de una tropicalidad obligada. El sistema que había construido para desmarcarse, para deslizarse entre las garras de la censura, lo había colocado en el centro de la mirada deseosa del poder. El edificio que había construido para protegerse parecía haber devenido en laberinto. Las causas lo fueron cercando, poderosas, invisibles, cotidianas e invencibles. La esperanza que aparecía en las letras de finales de los sesenta parecía haber desaparecido. Los sueños de regresar a un lugar y de encontrarse con la mujer etérea cada vez empezaron a decaer. Si capturo al culpable de tanto desastre, lo va a lamentar. ¿Cuánta pesadilla quedará todavía?, gritó en Causas y azares en 1986. Los sueños se habían convertido en su prisión: La prisión acaba, la prisión del hierro, pero continúa la prisión del sueño, escribió en 1988 tomado ya por la melancolía.

En el comienzo de los noventa se vislumbró un alivio. El sueño daba tímidas señas de despertar, él parecía querer salir del marasmo. Quizás la confusión había borrado ya las señales del camino. Se había camuflado tanto, que ya nadie sabía bien cuál era su verdadera posición, quizás él mismo tampoco la conocía ya. Los muros cayeron en tantos lugares que parecían obligar a la caída de las cárceles cercanas pero la isla habitaba su propia isla, mirando al resto del mundo con displicencia. La Perestroika sólo trajo tiempos aun más duros, carencias, versiones de versiones. Para finales de los noventa comenzaba a refugiarse en el pasado. Apareció la vieja canción a Dylan resucitada, nostálgica. El recuerdo de las viejas ilusiones cosmopolitas que el aislamiento parecía que nunca iban a cumplir. Y apareció la canción más terrible. Todavía lo esperábamos aquí en Madrid. Salimos a buscar su disco nada más nos enteramos de su existencia, como habíamos hecho con los anteriores. Mi amiga y yo nos reencontrábamos en esos momentos y nos veníamos a casa a escuchar los códigos. El disco buscaba elevar vuelo, hasta tropezarse. ¿Qué necesita un ser humano, para no apartarse de sí? ¿A qué distancia está mi mano de la gente que conocí? ¿Qué le ha faltado a la verdad para quererla disfrazar? ¿Por qué un bufón llena el lugar donde hubo sitio para amar? ¿Por qué fingimos confusión hasta acabar con la razón? En fin, no sé cómo decir que todo ha vuelto a ser normal, sólo si sé que no eres ya lo que quisiste ser. Ella bajó la cabeza, no quería ver el trago amargo que yo intentaba disimular, confrontando el hecho de que mi entusiasta inocencia era de un hombre ya demasiado viejo para seguirlo siendo.

El final de la década resumió todas estas ironías. Una estatua sentada en un banco de La Habana representando a John Lennon. Acto ritual, prosopopeya revolucionaria, kudos entre funcionarios gobierneros, palmaditas en la espalda felicitándose por tamaña ocurrencia. Las cosas daban vuelta sin cambiar. El autor de las antes perseguidas actitudes y canciones, ahora ícono revolucionario de los sesenta. “Nunca lo prohibimos, fue un malentendido”, declaró uno de los oficiales. Otros simplemente lo desmintieron, frente a las mismas personas que lo colocaron en la cárcel por escucharlo: “No, nunca lo prohibimos, ni nos enteramos de su música, estábamos muy ocupados haciendo una revolución para escucharlo”. Silvio sólo dijo: “Me parece una linda manera de pedir disculpas”, mientras se le obligaba a asistir al evento y tocar la música que años atrás lo colocó en la lista de los perseguidos. ¿A quién se refería él, a quién pensaba que le estaban pidiendo disculpas?

Su último disco, ya lo saben, se llama Érase que era. ¿Qué podría ser más terrible y claro? Puras canciones escritas en los sesentas. Pero fue el último concierto. No fui temprano al hotel a avisarle de mi presencia. Sentía que podía incomodarlo. Quizás no fue por él, sino por mí. Mi amiga y yo nos encontramos después de casi ocho años. Había que ir, sin embargo, era, de una extraña manera, nuestro amigo. Me dio cierta alegría acercarme a la sala. Ya sin esperanzas, sólo a escuchar un concierto de alguien que alguna vez fue. No puedo negar que me gustó, que me volví a trasladar a otro sitio, lejos de las demarcaciones y las mezquindades. Cuando pensaba que estaba por irme a casa, reconciliado un poco a través de la música, sucedió. Por primera vez en la historia, créanme, que he seguido esto con detalle. Por primera vez en la historia tocó en vivo esa canción. Ya no te espero, ya eché abajo ayer mis puertas, las ventanas bien despiertas al viento y al aguacero, a la selva, al sol, al fuego, llegarás a casa abierta. Ya ese tiempo que fascina, ya es bendición que camina a manos del desespero, ya es bestia de los potreros. Ya no te espero, ya estoy regresando solo de los tiempos venideros, ya he besado cada plomo con que mato y con que muero, ya sé cuándo, quién y cómo. Ya no te espero. Porque de esperarte hay odio...

Ella volvió a bajar la mirada, yo volví a tragar duro. Lo sabíamos desde las primeras notas. El sueño punteado sobre la guitarra antes del frenazo y la voz como un epitafio. Y lo supimos: hay que rescatar a Silvio. La señal ha sido dada. La señal es ya demasiado clara. Debemos organizarnos, esta noche si es preciso. Debemos poner en marcha los planes que a sus espaldas construimos con él. Hay que rescatarlo. Aunque quizás sea demasiado tarde ya.