Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
“El martirio de san Mauricio”, de El GrecoLa reunión

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Todos miraban como atentos, pero yo los miraba tras el cristal, en esa urna cuartelaria. Ninguno tenía asomos de alegría, sí de seriedad, de obligación y hasta de responsabilidad. La risa hacía mucho tiempo había abandonado hasta el edificio, las luces blancas como de neón de por sí les imponía un aspecto definitivo. Todo estaba compuesto de incapacidad simulada. Pasaban las miradas del papel al fosforescente espacio, del rictus al asentimiento, del ceño fruncido a la seriedad de muerte, pero... en esos rostros faltaba algo muy importante, algo parecido a la vida, porque viéndolos moverse y acceder sobre algún tipo de vejamen uno podía decir que biológicamente estaban vivos. La vida allí se había ido, tal vez porque no aceptaba que esa sangre que corría fría por decisiones de millones de rupias se gastara de esa manera. Alguna vez alguien afirmó, entre el ínterin de mi memoria figura el recuerdo, que se podía leer el tono y el deseo de alguien sólo con el lenguaje de los gestos. Y ahora me arrepentía de no haber asistido a esa clase, aunque sin ser muy buen lector, todo aquel espectáculo decía que de allí no solamente se había ido la vida sino otras de sus amigas como la felicidad y hasta su prima la bondad. Yo estaba en posición privilegiada, espectador de primera fila si se quiere, con la ventaja de no poder ser visto a menos que me pusiera en evidencia... y no lo iba a hacer. El audio era relativamente perverso, por no decir que nulo. En muchos de los sucesos, era una voz monocorde y tiránica quien esparcía sus órdenes y denuestos a diestra y siniestra, y parecía un vals de esos de películas de Herzog ver aquella caterva de cráneos rebotar diciendo que sí a todo, tomando atenta nota, y casi que creí “oír” su respiración y lo que se rumiaba en sus cerebros: “...y ahora alguien va a pagar los platos rotos”. Casi que se sentía, en el aire cargado de jadeos, la sed de destripar a más de uno por su propia incapacidad de evitar el estar siendo regañado, menospreciado, vilipendiado, y por la sed de que otros fueran a su vez depositarios de aquella tiranía que ahora soportaban silenciosamente. En algún momento, ante aquel espectáculo en mi condición de voyeurista, me pareció no estar ante una mesa de cristal y sillas y computadoras y otros adminículos que simbolizaban su estatus, sino ante una mesa de caballeros templarios recibiendo órdenes sobre cuál reino arrasar al momento siguiente, cómo recoger los denarios de sus próximos conquistados y cómo violar a cuanta dama se pudiera tomar por asalto, desde atrás, para evitar “daños de batalla”. Una sorda sensación de asco y repugnancia empezó a invadirme, y casi creí que mis arcadas evitando el vómito me iban a delatar, pero gracias a aquella voz monocorde de entonaciones casi que planas, como sin un ápice de emoción, no fui descubierto. La voz igual descabezaba un cargo que un negocio, alababa a quien estaba en ese momento en sus afectos y limpiaba el piso con aquél que hacía unos instantes había sido su perrito faldero. Todo allí parecía alguna película mezcla de Fellini y Woody Allen. No pude más, y como me fue posible decidí dejar de ser testigo de excepción, mientras alrededor de aquella mesa quedaba la sangre de la dignidad embotellada sin usar, el orgullo y los valores individuales habían sido dejados a la entrada, por donde yo ya iba saliendo, como abrigos que se ponen al salir porque hace frío entre el ascensor y la limusina de cada uno de ellos. Me pareció estarme alejando de aquella reunión como sacada de la tierra fría de la Angosta de Abad Faciolince, mientras mi mirada veía entre los pliegues de los abrigos cómo lloraban el orgullo, el amor, la vida misma y otros indistinguibles, allí colgados mientras sus dueños recibían las órdenes para la próxima masacre.