Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
“Vista de San Petersburgo”, de Robert McIntoshLas luces de San Petersburgo

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Para Alí Rodríguez Quintero, in memoriam.

Sergey Lébedev pasó toda la mañana en su gabinete bajo la pálida luz de una bujía de gas, repasando un manuscrito en el que venía trabajando los últimos días. Por la ventana del estudio y la salita contigua se veía la amplia avenida F., bordeada por largas barandillas de metal y los árboles del parque asolados por el inicio del invierno. A lo lejos, se distinguía el policromado de la cúpula bizantina de una vieja iglesia ortodoxa. A su alrededor, todo parecía levitar entre el paisaje de siempre, el mismo color terroso de la tarde glacial, el olor del carbón de la calefacción, el mustio y verde hermetismo de su samovar. En los últimos meses, sin embargo, todo estaba recubierto por una tenue película de incertidumbre y espanto.

Lébedev notó todas esas cosas en los ojos aceitunados de su mujer, Ana Fedorova, detenida en el dintel de la puerta del estudio. Él le brindó una sonrisa de medio lado a la que Ana Fedorova no correspondió. Un momento después, el reloj de la sala dio la campanada de la una de la tarde. Lébedev tomó el saco de paño oscuro del respaldo de la silla con un gesto de torero, acomodó como mejor pudo algunas páginas en su portafolio y, al pasar junto a Ana Fedorova, esperó que ella le entregase la capa de aguas, para después estamparle un sonoro beso en la mejilla.

La polémica que suscitó su último cuento le había dado más de una cana antes de tiempo. No era la mejor época para escribir el tipo de historias que llovían sin remedio en su imaginación. (“Poi piovve dentro a l’alta fantasía”, como diría un verso de Dante Alighieri). En los círculos literarios bolcheviques de San Petersburgo, se rumoraba entre risitas significativas el pertinaz interés de Lébedev por los parajes exóticos, las aves de colores y la selva crepitante de las Américas, abiertos con la forma de un abanico hecho de sueños. Naturalmente, ésa era una liebre demasiado llamativa como para no ser acusado de melindroso y escapista por parte de los escritores comprometidos. Al menos ése era el parecer del célebre Iván Leontiev, un vejete enjuto, con el corazón prendido de dos hojillas afiladas, articulista prolífico y fatídico, quien ahora encontraba un curul apolillado en la Academia desde el que blandía el magro espolón de la vieja gramática de Lomonósov, inventándose inquisiciones furiosas contra cualquier traición al idioma, que era como decir la patria, las estepas, quién sabe si hasta el cristal encantado de la verdad, encarnado entre caracteres de textos untosos. Lébedev es un falso escritor, decía Iván Leontiev, arrebujado en su curul, al tiempo que la lúgubre tarde de la ciudad llena de brumas se asomaba por la ventana, como la amenaza de un fantasma.

Era cierto que la pasión por los paisajes exóticos en la obra de Lébedev tendía a ser juzgada por todos como algo exagerada. Para Iván Leontiev, en cambio, era el signo fatídico del artista militante en las filas del enemigo. Otra cara más del simbolismo preconizado por el nefasto Soloriov y, por tanto, ajeno a los más altos y nobles intereses del proletariado: ¿por qué gasta el poco talento que tiene en describir lugares que ni siquiera conoce?, se preguntaba Leontiev. Pensar que nuestra patria cuenta con una realidad tan viva y tan rica, decía a quien lo quisiera escuchar, furioso. Los puños cerrados, sus afilados dientecillos muy juntos. Poco a poco, Lébedev pasaba a engrosar la negra lista de los pestilentes escritores conceptistas. En algunos lugares, los perros trajinaban la ciudad en busca de desperdicios.

Ya fuera de casa, bajó con los ojos cerrados las escaleras mal iluminadas del edificio, como era su costumbre, y en un momento apareció el portal de la avenida F. y a la carrera, atravesó la amplia avenida. Dejó pasar algunos coches de alquiler y cuando divisó una berlina guiada por dos caballos con penachos rojos, asolados por el rocío de las lluvias otoñales, le hizo señas ostensibles. Una vez adentro, descorrió las cortinas de tafetán y miró en dirección de la ventana del segundo piso: la figura de Ana Fedorova se veía recortada entre el fondo amarillo de la habitación. Tenía una mano sobre el cristal y parecía decirle adiós con la nostalgia de quien asiste a un puerto solo en los días de invierno.

La ciudad despertaba entre la bruma de los largos días de aguaceros. Mujeres rollizas con pañuelos atados a la cabeza salían de sus oscuras buhardillas en busca de harinas y provisiones, caminaban con pasos de muñecas de cuerda por las aceras, evadiendo de cuando en cuando las manchas cenizas de los pelotones que llegaban de los más disímiles frentes de guerra.

Al pasar sobre uno de los puentes del centro, decorado con figuras de leones y altas farolas de luz eléctrica, Lébedev observó el chato paso del río Neva, colorado por una franja turbia y rota. Por las amplias caminerías de piedra, los eternos poetas enamorados de todas las épocas veían pasar la corriente con la mirada abstraída, con un semblante vagamente estúpido. Pensarían en una rolliza novia campesina de Kiev o de Nagorno-Karabakh, supuso Lébedev. De seguro, imaginó, esa misma noche compondrían tediosos poemas en los que no faltarían los símiles entre la tez pálida de sus amantes y el albor de la patria. Era imposible prever los desatinos que podrían leerse a cada rato en las páginas literarias de los periódicos, entre los lirismos patrióticos y los versos encumbrados al proletariado. Si al menos imitasen el lirismo de Pushkin o la visión sintética de Chéjov o Tolstoi, juzgado ahora por excéntrico misticismo y no por su obra, pensaba con abatimiento; o si, en todo caso, tuviesen el tino de inventar una poesía irreverente como la de Charles Baudelaire con sus Fleurs du Mal, que bien le habían valido un juicio absurdo por parte de funcionarios y críticos mediocres en el pasado siglo. Pero no, los bardos de su tiempo parecían solazarse sin remedio en esas patéticas obras progresistas, parecidas más bien a una obtusa proclama bolchevique. Como si la literatura tuviese el compromiso de ser chapucera y panfletaria para poder aspirar siquiera a un mínimo de respeto.

Pensaba en estas cosas al tiempo que, con la mano apoyada en el mentón, veía pasar ante sus ojos la vieja y triste ciudad. Edificios chatos, tejados diluidos por el humo de las chimeneas, oscuros pórticos abarrotados por volutas y falsas flores de primavera. Era así como, impulsada por una ráfaga o un encanto, su imaginación salía volando sin remedio a lugares remotos y desconocidos, asfixiada por el escándalo mínimo y oblongo de lo cotidiano. En ese caso, ¿cómo no dejarse llevar a lugares nunca vistos? Aun sin proponérselo, de pronto se veía viajar con los ojos abiertos al fastuoso encuentro de una isla de los mares del Sur. Escurrirse entre sus árboles desmesurados, la selva húmeda, el sonido de los pájaros. Soñaba que al mirar estos paisajes el paso de los animales terminaba por revelarle una historia de fábula. Sólo fábula. Imaginación al servicio de lo sencillamente hermoso. Claro que no esperaba que todo el mundo se diese al gusto de narrar historias en tales escenarios exóticos, tan cerca de las sirenas de los griegos, los pájaros habladores de las tierras de ultramar, las indómitas cosmovisiones de las culturas del Nuevo Mundo. Pero al menos se creía en el derecho de contar sus imaginaciones sin necesidad de pedir excusas por no palpar su triste y chata realidad circundante. Para la vida obtusa de la ciudad ya tenía bastante con los folletines de los escritores realistas, empeñados en cantar a viva voz los más horribles escarceos de lo que, ante sus ojos, debía ser el nuevo arte. La imprenta al servicio de los ignorantes y fanáticos. Parecían no comprender que al actuar de tal modo, liquidaban la razón de ser de todo arte: levantar la mirada del mundo, echar a volar la imaginación con las alas de Ícaro, impulsado por la simple, la elemental maroma de querer contar.

Con la vista fija en las tres cúpulas doradas de la iglesia de San Nicolás, se preguntaba, ¿Una joven de Ucrania pierde su gran amor en una tarde de cacería y no lo encuentra más ni para un remedio? Pues pobre muchacha, en verdad, pero esa no es razón suficiente para lanzarse a redactar un desmesurado mamotreto sobre la fragilidad de los buenos corazones, el cultivo de los tubérculos y las ceremonias de primavera. ¡Seiscientas páginas de belfos, costumbrismos y añoranzas por un suceso tan simple! Me dirán escapista, incluso con razón, pensaba, pero prefiero mil veces imaginar las travesías de Simbad el Marino, antes de poner a llorar a esa pobre campesina en un soneto por su enamorado perdido. Mejor para ella, al final casi es seguro que terminaría por darle malos tratos.

Distraído, echó una mirada a su reloj de bolsillo. Llevaba tiempo de sobra para asistir a la cita con León Turguenev. En un momento, sintió que el avance de la berlina por la tarde recién despierta de la ciudad era, a su manera, un cristal pulido después de los nubarrones de tormenta en los días anteriores. De pronto, Lébedev notó que en una esquina un hombre alto, barbado, con el porte característico de los nuevos insurgentes, hablaba a gritos con una pálida mujer de vestidos andrajosos. Ella, con la cara delgada de la hambruna, los ojos grandes y vidriosos, miraba a ninguna parte; él, gritaba como loco, le reclamaba, de tanto en tanto le sujetaba por la manga del vestido, como si sus gritos, su alboroto, no fueran suficientes para atestiguar su presencia. Al verlos, Lébedev pensó con amargura que de eso se trataba la pretendida realidad que querían ocultar sus críticos de siempre. Más que lectores y escritores, se comportaban como coleccionistas desaforados de lo verosímil, cultores de la fatalidad positivista, crueles déspotas de las buenas intenciones. Casos al estilo de: el día recién se despeja. Los transeúntes recorren las calles. Un hombre alto y fuerte riñe con su mujer. No deberían, por supuesto, pero es el resultado objetivo del peso de la larga explotación, la amenaza diaria de la guerra, la mirada fraticida de la coalición germanófila, el afán imperialista del Ejército Blanco lo que les tiene los nervios de punta a todos los pobres camaradas. Moraleja: una pareja se pelea en las queridas calles de nuestra ciudad, lo que está mal, pues al hacerlo, pierden sus fuerzas para acometer fines más altos: luchar con denuedo por la patria socialista en formación donde su felicidad al fin será completa y duradera. Resultado: una sonrisa orgullosa en la cara de más de un nuevo funcionario.

Bastaba mirar alrededor de los esposos para descubrir la triste realidad: los transeúntes pasaban junto a la pareja y en sus gestos esquivos delataban el propósito de no querer mirarlos. La vida de cada cual ya sería demasiado ardua entre los fantasmas del hambre y la escasez en mitad de la insensata guerra, como para detenerse a contemplar un triste accidente cotidiano, naturalmente. Si casi todo el mundo podía encontrar la realidad opresiva en sus propias vidas, ¿entonces no era igualmente estúpido intentar trocarla por un fingido canto a la patria en un cuento o una novela?

La berlina de alquiler seguía su camino. Atrás quedaban los amantes en guerra. Ahora aparecían las suntuosas fachadas de los edificios ministeriales, repletas de banderillas, soldados casi niños del recién creado ejército rojo, apostados en sus puertas, con la mirada perdida y el fusil terciado sobre los ponchos mojados por el rocío, la piel de un pingüino. Apenas a media cuadra, las columnas románicas de la Academia se erigían, fastuosas, desde el mármol veteado de las escalinatas. Pese a la tensión de los días de guerra, San Petersburgo mantenía intacto su cansado porte de ciudad de viejos imperios.

La berlina se detuvo frente a la redacción del periódico. Dejó unos rublos en las manos del cochero y se dispuso a entrar al edificio. En la puerta debió sortear con un brinco un charco de agua sobre el que se reflejaba el cielo plomizo de esos días. Adentro, los pasillos eran lúgubres; al final del corredor principal, bajo la pálida luz de una bombilla y apoyados sobre un viejo banco de madera, distinguió a dos pobres soldaditos en descanso que se reponían de la guardia de las últimas horas. En los últimos meses, todos los periódicos estaban tomados por los bastiones del Ejército Rojo. Propaganda, censura, eran la nueva cara de un sitio que parecía recrudecer cada día, después de tantos años en guerra con la coalición y, además, con el convulso mundo de los sucesos políticos en el interior del país. Lébedev pensó que más que un periódico, el edificio daba la impresión de un hospital de guerra. En algún sentido oscuro y trágico lo era. Cruzó la sala de recepción, se internó por los pasillos, subió en volandas la escalera de madera ruinosa y se detuvo ante la puerta de su viejo amigo, el periodista León Turguenev. Al entrar a la oficina, le sorprendió el ámbito enrarecido de todas las cosas. Tras el escritorio repleto de papeles y torres de libros, encontró el rostro leonino de Turguenev, ensombrecido por la contrariedad.

Para Turguenev, bien enterado de los acontecimientos, los días tumultuosos recién estaban por comenzar. Era obvio, decía Turguenev, que los bolcheviques acabarían por abrir un frente de mayor radicalidad. Era difícil predecir qué resultados podría tener la guerra civil. Corren tiempos difíciles, mi querido Seriozha, le decía Turguenev, con la mirada sombría.

De pie, junto a la ventana, Sergey Lébedev le escuchaba con la vista fija en los intricados tejados de los edificios aledaños entre los que las chimeneas exhalaban el humo cansado de los apartamentos. El espectáculo silencioso de la ciudad en otoño.

Con un suspiro, Turguenev fijó un cambio en la conversación. Esa no es la única mala noticia, dijo, entonces le lanzó el original de su última historia entregada a la redacción del diario. Ninguna tachadura, ninguna enmienda. No puede ser publicado, musitó Turguenev, con un movimiento de ojos que le dio a entender que se trataban de órdenes superiores. En silencio, Lébedev tomó el manuscrito y lo depositó en su portafolio.

Aquí está lo que me pediste, agregó, refiriéndose a un pequeño artículo sobre el genio de Tolstoi quien en el mes de noviembre cumpliría ocho años de muerto. Turguenev negó con un gesto abatido. Ni te preocupes en entregármelo, le dijo, aquí se cerraron las puertas para ti.

No hacía falta explicar más. Estaba claro que Rostopov, astuto director del diario, comenzaba a jugar sus cartas de guerra. Se podía sobrevivir con los mencheviques de Kerenski, a fin de cuentas, tímidos y torpes idealistas deseosos de lograr algún acuerdo con la burguesía, más aun en una ciudad como San Petersburgo, donde la libertad relativa de los periódicos era, si no indiscutible, al menos ventajosa. Con lo que sí no podrían enfrentarse era con el ascenso del reciente radicalismo: expropiación, censura, amenazas, eran las caras lúgubres de un futuro que, si no evitarse, al menos podría mitigarse con la exclusión de los colaboradores más incómodos.

Seguramente esto debe estar recomendado por Iván Leontiev, musitó Lébedev, comprendiendo el curso que tomaban los acontecimientos. Turguenev asintió. No te aprecia, y te apreciará aun menos cuando cambien las cosas.

Lébedev salió de la oficina de Turguenev con una vaga sensación de naufragio. Afuera, en la calle, una brigada de voluntarios del ejército rojo pasó entonando las últimas melodías triunfales compuestas por los bolcheviques. Él les vio pasar en silencio. Estaba abatido. Poco a poco se estrechaban las puertas de lo que, en otros tiempos, podía ser una vida de normal, de lo que hasta entonces era su púdico y espacioso mundo de ciudadano. La jugada está clara, se decía, sin ánimos de creerse, a la vez que veía ondear algunas banderas rojas.

Miró su reloj. Todavía era temprano. Decidió caminar sin ningún propósito por la ciudad atardecida. Llegado a cierto punto del recorrido, se encontró con un remolino de personas a las puertas de un mercado. No le hizo falta detallar más. Debían tratarse de las provisiones que viajaban desde los campos convulsionados y que, cuando mucho, podrían alimentar a unos cuantos centenares de familias obreras por el curso de unos días. A partir del decreto de expropiación dictado por Lenin, la situación de las siembras era confusa y del todo azarosa. No hacía falta demasiado discernimiento para comprender que, de continuar las guerras y los cambios introducidos por los bolcheviques, toda Rusia acabaría por sumergirse en un abismo de hambre y miseria.

Después de recorrer algunas calles (en ciertos lugares, todavía podían verse los vidrios apedreados de comercios de lujo, el único vestigio de los saqueos esporádicos), llegó a una de las tabernas cercanas a la redacción del periódico. Daba más o menos lo mismo seguir o no, así que se decidió y entró. En una mesa, junto a un ventanal ambarino, encontró a Mijail Gorin, un viejo conocido de la escuela de derecho y, ahora, convertido en un bolchevique furibundo, discutiendo en tono aireado con otro hombre, flaco y desgarbado. Le hizo una seña de saludo y pensó seguir de largo, pero Mijail Gorin se levantó precipitadamente y tomándole por los hombros le llevó hasta su mesa.

¡Este es el camarada Sergey Lébedev! dijo, risueño, al otro hombre que le acompañaba. Ambos se dieron la mano. Gorin completó la presentación: Seriozha es escritor, Pavel. Un buen escritor, creo yo. El tipo de hombre con el que tendremos que contar para construir el nuevo Estado.

Lébedev sonrió, entre dientes.

¿Qué te tiene tan contento, Misha?, preguntó, con un tono de voz que no dejaba dudas de un doble sentido.

Mijail Gorin lo entendió así, lanzó una carcajada fingida y luego, con los ojos chispeantes de alegría, se quedó mirando la ventana de la taberna en la que, con dificultad, se dibujaban las siluetas de las personas que pasaban por la calle. Al final, habló: Tengo noticias confiables y sorprendentes, dijo, confiriéndose adrede un aire confidencial.

Se detuvo en el momento en que apareció la mesera. Una joven alta, regordeta, con tipo de mujick. Mijail Gorin se adelantó y pidió otra media botella de vodka. Al irse la mesera, continuó: No está confirmado, pero todo parece indicar que ayer mismo las tropas de los blancos recibieron un fuerte revés en su avance. Están perdidos. Ni siquiera con el apoyo de los franceses y los ingleses podrán llegar a Piter.

He escuchado lo mismo, comentó el compañero de Gorin. ¿Qué se puede esperar de esos viejos zaristas conservados en formol?

Se trataba de la anticipación demasiado precipitada del triunfo. Un par de meses atrás, los blancos habían tomado la pequeña ciudad de Ekateriumburgo donde, según se decía, habían fusilado al Zar junto a toda la familia Romanov. Después de su entrada, el ejército blanco, bajo el mando del general Krasnov, acababa de formar el Gobierno Provisional de los Urales, una peligrosa amenaza contra los sólidos baluartes bolcheviques ubicados más hacia el centro de Rusia. Aun así, el optimismo de los bolcheviques era total y, por ello, Mijail Gorin estaba exultante. Poco o nada de su reciente pasado menchevique parecía manifestarse en el tono confiado y optimista con el que miraba el futuro. Olvidaba, querría olvidar que sólo unos meses atrás, durante el efímero gobierno de Kerenski, fustigó con malevolencia la decisión de los bolcheviques de levantarse de la constituyente, en una jugada agresiva que terminó de echar por tierra el frágil equilibrio alcanzado por la Duma. La llegada bolchevique al poder le confería, ahora, un amplio escenario de complacencias y fuertes adhesiones para sus propios cálculos e intereses.

Lébedev permaneció en silencio. Miró a su alrededor. Los demás hombres de la taberna reían, hablaban con voces roncas y fuertes. No parecían existir todos los años de la guerra contra la coalición germanófila, la amenaza cierta de imprevisibles combates entre los bandos políticos rusos. Sólo parecía existir el olor penetrante del alcohol, la risa de sus conversaciones, el ánimo de olvidar las miserias humanas.

Mijail Gorin le trajo de vuelta de sus pensamientos.

¿Qué tienes ahí, querido Seriozha?, preguntó, de un modo indiscreto, señalando el portafolio de gamuza verde.

¡Ah!, algunos relatos que estoy haciendo rodar por los periódicos, respondió Lébedev, intentando restarles importancia.

El rostro de Mijail Gorion adquirió un semblante lúgubre que cambió, de inmediato, a un tono complaciente:

¡Mi querido Sergey! ¡El mundo está a punto de transformarse y tú sólo piensas en los relatos que quieres escribir! ¡Un poco más de solidaridad con el proletariado, Sergey! ¡Siquiera un poco!

Todos rieron con el comentario paternal de Gorin. El acompañante de Gorin intervino:

No debes verlo así, Mijail. Tú eres un hombre poco habituado a la buena literatura. Deberías comprender la utilidad que, en un futuro, habrán de tener los escritores en la nueva república. Se interrumpió para apurar su copa de vodka, después continuó: En unos años, nuestra república será la tierra de los hombres realmente libres. Hasta ahora sólo pensamos en los camaradas obreros, pero está claro que necesitaremos de escritores que sepan relatar las inefables transformaciones de estos tiempos y componer la poesía del hombre nuevo.

Gorin guiñó un ojo cómplice a Lébedev. Después dijo:

Pavel es un humanista. Un erudito, además. Conoce muy bien la obra entera de Pushkin, siempre cita hermosos pasajes de Ana Kerenina.

Ana Karenina fue escrita por Tolstoi, corrigió Lébedev, sin verle a la cara.

Como sea, continuó Gorin, algo exaltado, lo que quiero decir es que, que, digamos así: pongamos, qué pasaría si escritores como este mismo Tolstoi, comprendiendo las fuerzas irrebatibles de la historia, digamos, respondiesen al llamado del proletariado, el verdadero corazón de nuestro pueblo, y compusiese para ellos, sólo para ellos, un hermoso canto de esperanza. Nada demasiado complicado. La tarea del buen revolucionario es siempre pedagógica, Seriozha. La historia es la madre de todas las ciencias. Es importante que nuestros obreros comprendan que el largo camino de la opresión ha llegado a su fin, que estamos ante un nuevo orden. Está dicho: El soviet será en el futuro cercano el verdadero humanismo de nuestra patria.

Lébedev escuchaba sin interés. El compañero de Gorin lo notó:

Perturbas a nuestro buen amigo Lébedev con tus palabras, Mijail. Cuéntenos, ¿qué cosas escribe en los últimos tiempos?

Escribo una serie de relatos sobre América. Los indios de América, respondió Lébedev, mirándole fijo a los ojos.

Casi debió contener una sonrisa de satisfacción al ver la mueca que se dibujó en el rostro de delgado y lánguido del otro.

Interesante, respondió, al tiempo que tomaba su pipa y la detalla con aire sombrío.

Mijail Gorin, cada vez más borracho, intervino en la conversación: Pues, allí está precisamente, amigo Vladimir. Allí está lo que intentamos decirte. Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?

Vladimir Lébedev dio una mirada significativa en torno a la taberna. Detalló una pareja de funcionarios, antiguos zaristas, de seguro, abrazados en una esquina, junto a las barricas de vino, entonando una fea canción de moda sobre un barco que se pierde en los helados mares del ártico. Vio el rostro de tres cosacos tumbados en sus sillas, semiinconscientes. Vio la barra, los cansados bultos humanos que reposaban junto a la barra como inmensos cetáceos olvidados en un mar de orines y fragancias turbias.

Borrachos. Veo borrachos, respondió.

La reacción de Mijail Gorin y su compañero fue mecánica, idéntica, instantánea: una sombra recorrió sus rostros. Gorin fijó sus pesados ojos enrojecidos en Lébedev. Los mechones de su cabello escaso y rubio caían junto a sus orejas. Mantenía con dificultad el aparatoso peso de su cabeza:

El pueblo ruso, Sergey. Te presento al pueblo ruso, dijo Gorin, extendiendo sus manos en un gesto ostensible, teatral.

Lébedev no pudo evitar una mueca de cansancio involuntario.

El pueblo ruso, borracho, corrigió.

Esta vez, el compañero de Gorin se atrevió a intervenir:

No es su culpa, Mijail. Así obra la fuerza de la burguesía.

Al salir a la calle, el efecto del vodka le hizo percibir un remolino de luces que se batían frente a sí, con el efecto desquiciado de un caleidoscopio. Las luces vertiginosas de San Petersburgo en otoño. Girando. Las fachadas melancólicas de los edificios, el murmullo de una ciudad entrañable sumida en la borrasca de los tiempos, en la ciénaga de las contradicciones.

Poco o nada podía saber respecto al futuro. Imposible saber que los próximos meses serían el inicio de una persecución encarnizada contra todo vestigio del antiguo régimen zarista, pero también contra todo aquel burgués que no respondiese a los intereses de la revolución. No era capaz de saber que algunas de sus amistades habrían de ser batidas por los pelotones de fusilamiento. Que una súbita migración habría de llevarlo a él mismo y a su esposa a las fronteras de Finlandia en mitad de un invierno arduo y tenebroso. Miraba las luces de San Petersburgo y asistía, sin saberlo, al final de una vida.