Libertad de expresión, poder y censura • Varios autores
Inspirina

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SIENDO un muchacho, con pretensiones de escritor, conocí a un poeta que pasaba temporadas de descanso en mi pueblo. Me lo presentó un antiguo sindicalista, que se ganaba la vida escribiendo novelas policíacas, firmadas con nombre americano. En esta época era el corresponsal para la comarca de un periódico de carácter semanal que editaba la Diputación. Yo le llevaba en mi 2 CV a todos los pueblos. Sus métodos no es que fueran del todo periodísticos. Tomaba nota en los lugares y objetos más inverosímiles: desde la propia manga de la gabardina raída que siempre le tapaba, hasta el primer papel que se encontrase tirado en la calle. El general Franco asistía dos o tres veces a la villa, a la celebración de actos oficiales. A los colegiales nos llevaban en fila india hasta la explanada donde bajaría el militar de su flamante coche. Al antiguo sindicalista iban a buscarle a su casa y le metían preso hasta que acababan los factos. A nosotros nos daban un banderín de papel para que lo hondeásemos cuando llegara la comitiva. La precedían dos filas de motoristas, engalanados con cintajos blancos, botas negras hasta la rodilla y cascos brillantes. A continuación paraba un coche negro, del que bajaban unos militares altos y fuertes, vestidos de abrigos azules y tocados de boinas rojas con borlas del mismo color. Éstos abrían las puertas de un coche negro, del que bajaba un militar bajito, vestido con un abrigo largo de color caqui y gorra de general. En los viajes a los pueblos hablábamos de estas visitas, estas paradas militares y de sus estancias en los calabozos del ayuntamiento hasta que todo acababa.

—Es Pepe, un muchacho del pueblo que tiene vocación de escritor.

—Mucho gusto. Vente el lunes por mi casa y hablamos tranquilamente.

Durante toda la semana estuve contando los días hasta que llegó la hora de la cita. Vivía en el ático de la calle más céntrica de la población. Salió a recibirme su esposa.

—Miguel, es el muchacho con quien has quedado.

—Que pase.

Me recibió cordialmente. Era pleno mes de agosto. Hacía calor. Tenía preparada una merienda. Después de merendar pasamos a una salita, desde donde se veía por el balcón una de las cumbres que conformaban el circo del sistema montañoso que rodea la villa.

“Cuadernos de Miguel Alonso”, de Ramón de GarciasolMe regaló y dedicó una antología poética con prólogo de Buero Vallejo, amigo íntimo del poeta. Un regalo magnífico. Pasó el tiempo y entablamos una sólida amistad. Con el tiempo fue perdiendo vista. Tenía pendiente de publicar una obra que le llevó más de cuarenta años escribirla. Se plasmó en dos volúmenes de memorias, biografía y conciencia. Me pidió que le ayudara a pasarla a máquina, ya que era un manuscrito que se tardó varios años en poner en limpio. Cada semana iba por su casa, donde me tenía preparado un libro suyo dedicado para regalarme; merienda y tertulia. Tras de la cual me entregaba un sobre con las cuartillas manuscritas que le devolvía pasadas a máquina el viernes siguiente. En su casa conocí a grandes escritores. Entre ellos a Leopoldo de Luis, Buero, a Juan José Cuadros y al propio Rafael Alberti, quien le dedicó un libro a mis hijos dibujándoles una paloma, un caracol y una golondrina. Ramón de Garciasol, que aún no le habíamos nombrado, escribía a mano, de espaldas a la ventana, por donde entraba la luz a raudales, tan propicia para sus débiles ojos. Siempre me recomendaba la lectura de algún libro que también me regalaba y había de traer leído a la semana siguiente. Además de aprender de su galana prosa, lo hacía a la vez, de las lecturas obligadas. Hablábamos de todo cuanto puede enseñar el maestro al alumno. En una de estas disquisiciones se trajo a colación la censura que había sufrido como escritor por su condición de perdedor de la contienda civil y perseguido. Tenía una serie de tarros de cerámica de Talavera en una estantería, junto a los cientos y cientos libros situados en los anaqueles. En uno de ellos se leía “Inspirina”.

—Te voy a explicar. Por nuestra condición, nuestro trabajo fue mirado con lupa. Hube de esconder, incluso en casa de amigos, algunos de mis escritos. De haberlos encontrado lo hubiera pasado mal. Algunas de la visitas, acompañando algún amigo, tenían otro carácter. Éramos malos escritores, soeces, sucios, indignos, sin talento y perversos. Se daba por supuesto que nuestro talento era nulo. A estas visitas les explicaba con buen humor, que gracias a las pastillas de inspirina que guardaba en ese tarro, me permitía crear. Lo que me justificaba como escritor. Temiendo cualquier redada, guardaba una llave en el cajón de la mesa del armario donde escondía los manuscritos. Y la llave de la mesa lo hacía en el tarro de la inspirina, debajo de unas pastillas para el dolor de cabeza.

El careo comenzó el 27 de febrero de 1944, cuando la II Guerra Mundial andaba enconada y peligrosa. Y la remató en 1984, en plena democracia. Dos tomos que coeditaron Editorial Anthropos y el Servicio de Publicaciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Y vino a llamarse Cuadernos de Miguel Alonso.