Poética del reflejo • Varios autores
Ilustración: Digital ArtLa Zarina

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Su andar semeja dos platos de una balanza mal equilibrados. Entra en la consulta buscando un aire que hace algún tiempo los pulmones le niegan. Emite una sonrisa para espantar el dolor que las pecas desparramadas por la piel como estrellas apagadas no consiguen ocultar. Doctora todo va bien si no fuera porque ya no fabrican oxígeno para mí. Seguro que sigues fumando y me jura que no hay más tabaco que el que ardió y yo la reto con la mirada y ella me ausculta con la suya. La tensión sube por sus arterias como si el pasado se hubiera vuelto sangre y navegara a gran velocidad por canales angostos. De su pecho emerge un rugido a entrañas de volcán antes de la erupción. Los latidos del corazón parecen sigilosas pisadas de gato y La Zarina musita que algo va mal, que es imposible que su corazón emita el más leve sonido, que éste se paró hace más de treinta años y yo le sigo la broma, justo cuando comenzó a bombear el mío, y nos sonreímos.

Amalia Valcárcel me vuelve a contar la historia como aquella vez, cuando comencé a trabajar en el hospital y fue mi primera paciente. Se acostumbró a vivir entre los escombros de la sífilis, el whisky de alambique y los recuerdos de la mejor casa de citas de la ciudad. Me relata que una tarde azotada por los vientos húmedos que se encrespaban desde la mar, llegó, entre la lluvia temblorosa, un marinero ruso. Se protegía bajo un gorro de oso con insignias rojas y doradas que captaron su atención. Él se le colocó al lado, cubiertos por un soportal, y creyó que era un cliente, pero el marino sólo quería encender un cigarrillo, la invitó y ella no sabe si fueron sus ojos azules como cielos en primavera o los labios envueltos en la niebla del tabaco que terminaron en su destartalado piso como amantes. Y así comenzó a conocer el deseo y la pasión cada vez que la flota rusa atracaba en el puerto. Hasta que Fiodor Nicolaievich, marinero y poeta, decidió retirarla de la calle y le alquiló un palacete modernista del color de la bandera de su país y la puso al frente de la mejor casa de vida oculta de buena parte de los puertos del Atlántico. Se convirtió, desde ese día, en La Zarina. Envuelta en vestidos de encajes escarlatas recibía clientes y repartía trabajo entre sus empleadas. Pero su amante desapareció cuando la Unión Soviética se diluyó y ella quedó varada con su negocio y una hija, Sara, al parecer una réplica de Fiodor, que continúa su oficio y asegura que siempre la espera a la puerta del hospital.

Hace poco más de un año la muerte se instaló en sus pulmones y me dice que no la puede echar pero que ella tampoco se va, que quiere llegar a un trato y que hay espacio para las dos. Los ojos brumosos huyen ya hacia el interior del cráneo y ella me insiste que los míos son cada vez más azules. Le informo que según los análisis clínicos su inquilina le va ganando la partida, que sus dominios se van agrandando a costa de su imperio. Me pregunta que si el hierro anda oxidado como su antigua cabellera, las reservas se agotan, respondo. Le hablo de los índices del hemograma y levanta la mano en señal de parada, son datos innecesarios para alguien que tiene en desuso esa víscera triangular. La mirada dulce de Amalia se pierde en mi rostro como si buscara un lugar en un mapa. Y le recomiendo que se cuide, que siga el tratamiento, y que si se encuentra peor regrese. Se inclina sobre su bolso y extrae el regalo con el que acostumbra a despedirse, de nada sirven mis protestas y mis negativas constantes. La Zarina no se olvida de traerme algo, esta vez es un broche con mi nombre, Andrea. La acompaño al pasillo y le deseo un buen día. Sé que no la veré más.

Dos semanas después, un par de golpes suenan en la puerta de mi despacho, levanto la vista y tengo la súbita impresión de que alguien ha colocado un espejo de mi estatura bajo el dintel. Una mujer de mi edad se detiene frente a mí. Los ojos son mis ojos azules como lagos de las estepas, su melena, del color de la luz en verano, también es la mía, y son míos, también, los brazos, las piernas y el resto del cuerpo, sólo nos diferencia el nombre que lleva en su broche, Sara.