Poética del reflejo • Varios autores
John Lennon firma un autógrafo a Mark David ChapmanVoces

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No me agrada que me hablen al oído. La primera vez que sus palabras sonaron dentro de mi cabeza, apreté los puños y le dije que si no se callaba la mataría. Todavía recuerdo sus carcajadas.

“¿Cómo vas a matarme, idiota? Estoy dentro de tu cabeza, puedo dominarte. Si me matas, te mueres”.

Nunca había pensado en esa posibilidad, y no soy de esos tipos que se suicidan. Aunque no niego que alguna vez hubiera pensado en cortarme un dedo, o una oreja, pero sólo para llamar la atención de alguna chica. Lo había pensado seriamente, porque parecía que yo les resultaba invisible. Sin embargo a ellos todas los seguían con locura, tarareaban sus canciones, los amaban. Cada vez que entraba al mercado y llegaba a la sección de discos sus voces lo inundaban todo. Yo entonces tomaba aquel vinilo, el de la carátula florida, Sargento Pimienta ponía por fuera, y entre ellos, entre la multitud que los rodeaba, buscaba a mi maestro, mi mentor, que aparecía allá en el fondo, con su cara de ángel-demonio, creador de los textos de la Era de Acuario. Algún día llegaría a ser como él, envidiado, buscado por todos, amado y respetado por sus seguidores. Él seria mi inspiración cuando llegaran mis momentos de gloria. También yo me sentía parte de la banda de corazones solitarios.

Siempre me ha gustado caminar por New York, aunque las personas en esta ciudad actúan casi como fantasmas. Nadie te ve, nadie te escucha. Camino por el Upper West Side, y oigo la voz: “Ve. Anda y comprueba cuánto le aman. Sin embargo a ti nadie te ve, no existes, eres sólo una mota de polvo en el aire cálido del verano, un gato solitario en cualquier callejón de esta ciudad, no le importas a nadie”. Pero yo sigo mi camino.

El enorme edificio sigue ahí, en pie, después de cien años. El indio Dakota que le da nombre me mira desde lo alto de la entrada. Aquí lo esperaré. Llevo su disco en la mano. “Cuando lo veas, mátalo, pero hazlo sin titubear, y verás cómo todos te mirarán, todos querrán tocarte y hasta besarte. Mátalo”.

Lo veo salir y extiendo la mano. La carátula de mi disco reza: Double Fantasy. Me mira desde sus redondas gafas y me pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Chapman —le digo. Escribe “Para Chapman”.

—¿Es todo lo que quieres? —me dice mientras garabatea una dedicatoria.

Asiento con la cabeza, y el hombre me sonríe.

“Se ríe de ti, tonto, de tu insignificancia. Imbécil. Nunca llegarás a ser alguien importante, has perdido tu oportunidad. La próxima vez déjame que sea yo quien guíe tu mano. Espéralo. Tiene que volver. Y ese será tu momento”.

Llevo las manos escondidas en los bolsillos. Una empuña la pistola, la otra aprieta una breve edición de El guardián entre el centeno.

“¿Estás seguro de que lo harás?”, pregunta la voz. No le respondo. Ya nunca le respondo, aunque sé que su influencia es cada vez mayor. Mi cabeza puede estallar en cualquier momento. No quiero escucharla ni un día más, por eso le he hecho prometerme que si lo hago, si hago lo que ella quiere, se irá para siempre.

Me decido a esperarlo. Tiene que volver, esa maldita voz me lo ha asegurado. Me recuesto a una de las columnas de la entrada buscando la oscuridad. No quiero que nadie me vea mientras espero.

“Ya vendrá, no te preocupes, ya vendrá”. Yo sigo esperando hasta que por fin lo veo acercarse. La mujer que le acompaña se adelanta, y él queda solo. Me acerco. Mi mano empuña el arma.

“Hazlo, hazlo”, me dice la voz con urgencia.

Mi dedo aprieta cinco veces el gatillo. Con él se irá también la voz maldita, estoy seguro. Todos corren, y me miran asombrados. Yo no corro. Me siento en el borde de la acera y espero mi destino, mientras lo veo desangrarse. Despacio, dejo caer el arma y saco de mi bolsillo el libro de Salinger. Comienzo a leer.

Me siento traicionado cuando la voz, la maldita voz me susurra al oído: “Vamos, anímate. Aún tenemos muchas cosas por hacer”.

Ahora, con el paso del tiempo, siento que he vencido. Desde que estoy aquí, encerrado, sin luces ni ventanas, la otra voz, la maldita, al fin se ha ido. No así la de él. Su voz sigue ahí, cantando siempre, imaginando mundos compartidos y hermandad, y yo no dejo de escucharla ni un momento, sin descanso.

Ahora la suya es la única voz dentro de mi cabeza.