Poética del reflejo • Varios autores
Dobles, mandobles, redobles

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Fotografía de Wilfredo Carrizales
     Fotografía del autor.
 

I

Ya sé dónde viven mis dobles, en cuáles calles de la ciudad me los puedo topar, en cuáles tiendas o restaurantes. Ya conozco cómo evitarlos, cómo evadirlos a tiempo. Mi real problema, mi quebradero constante de cabeza, es de qué manera impido que ellos tengan la posibilidad de encontrarse conmigo o que entre ellos se establezcan relaciones cordiales y terminen por enterarse de la verdad.

Comencé a plagiarlos al principio sólo por entretenerme, pero luego surgió el acicate de publicar sus trabajos literarios con mi firma en revistas de otros países que pagaban muy bien las colaboraciones. No se me escapa para nada el hecho de que ellos están advertidos de que yo sigo cometiendo plagios sin ningún tipo de escrúpulos, llevado por el ansia de tener fama y dinero. Pero ellos no desean hacer escándalos, ni denunciarme. Sospecho que planean alguna forma de venganza y eso me causa temor mortal. He estado a punto, por interpuesta persona, de hacerles saber que pueden a su vez plagiarme a mí como compensación o en su defecto yo me plagiaría a mí mismo y les brindaría la oportunidad de hacer befa de mi comportamiento pueril. Mas no estoy convencido del todo de que este procedimiento pueda ser eficaz. Lo dejo asentado aquí (y no es documento apócrifo): ellos elucubran un proyecto que incluye mi desaparición.

 

II

Dejé de salir de noche con frecuencia, como antes. Intentaba escapar de posibles emboscadas, aunque la acechanza parecía más que evidente para mí. Cuando me miraba al espejo mi reflejo me recriminaba: ¡Basta de estúpidas elucubraciones! ¡Deja tus infundados temores a un lado! Sal a tomar aire fresco y si te sientes cansado, yo te suplanto y tú me esperas aquí... Mas al final me vestía adecuadamente y ganaba la calle, no sin aprensión. Daba un corto paseo, mientras miraba hacia todos los lados y giraba la cabeza repetidamente hacia atrás.

Empero lo inevitable sucedió. Anteanoche me atreví a transitar por una calle que casi nunca frecuentaba. Es una calle tranquila, con árboles y jardines en los márgenes de las calzadas. Le eché un vistazo a mi reloj: las diez menos cuarto. No había nadie por los alrededores. De pronto sentí fatiga y opté por sentarme en un banco. Mis ojos me pesaban y se me cerraban de continuo. Tenía la cabeza un poco inclinada hacia abajo, de modo que la luz del farol la proyectaba alargada entre mis piernas. Imprevistamente descubrí varias sombras de figuras humanas que rodeaban a mi propia sombra sobre el piso. Levanté la cabeza para buscar los rostros de los personajes y encontré mi propia cara repetida, cual múltiples reflejos en el ojo de una mosca. Quise gritar y los tajos y mandobles que me propinaron ellos lo frustraron. Antes de perder el conocimiento y caer derrumbado encima del banco oí silbatos y gritos y una estampida de pasos en fuga.

 

III

Ahora me encuentro en una sala, del cuarto piso, de una clínica. Estoy acostado y tengo la cabeza vendada y todo el cuerpo, excepto las manos, lleno de feas cortaduras y tajos. (Pude esconder las manos —mis preciosas herramientas para el plagio— bajo las axilas y salvarlas así de sufrir daños). En la puerta de la sala hay dos policías de guardia permanente. El comisario vino temprano a interrogarme y le expliqué que no pude verles las caras a los agresores. ¿Cómo hacerle comprender que mis alter egos quisieron asesinarme? Por lo demás le pedí que me sacase de aquí, pero me replicó que en este lugar estaba seguro, ya que contaba con custodia inalterable ordenada por él. Sí le extrañó que yo mandase a sacar todos los espejos de la habitación, mas no indagó el porqué.

A eso de las diez de la noche viene una enfermera a darme un sedante para que duerma sin sobresaltos. Le ruego que se quede a mi lado, que no se marche, ya que la necesito a mano. Acepta, condescendiente. Ignora que a la misma hora que ingresa a mi cuarto ocurre en la puerta el cambio doble de la guardia policial. Los policías bajan las viseras de sus gorras hasta cubrir sus narices para tratar de ocultar sus rostros duplicados, o sea, mi cara redoblada. Además, abajo, en el estacionamiento de la clínica, se escuchan redobles de tambor que convocan a mi fallecimiento. Terminaré de redactar este memorial de mi puño y letra, lo único auténtico que podré componer, en previsión de lo que pueda suceder en el momento menos pensado.