Poética del reflejo • Varios autores
“Máscara de carnaval”, de Furio FranceschinelA cuatro o cinco pasos de distancia

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A Guillermo y a Eva, que tanto me querían.

No importa mucho que el chofer del colectivo parezca recién escapado de un hospital neuropsiquiátrico, que cruce semáforos al filo de la navaja, que muerda el cordón al doblar las esquinas, que haya decidido torturar al mundo con su bocina maniática e indiscriminada. Y no importa mucho porque ahora Roberto está pensando en Lucía. Cuando Roberto piensa en Lucía la realidad se convierte en un mero borrador: está allí, claro, rodeándolo, pero con trazos gruesos, imperfecta, sin esos pormenores que le otorgan un perfil, un gusto a cosa definida y precisa. Por eso, aunque no pueda afirmarse que el hombre se encuentra absolutamente ajeno a lo que ocurre (a los rasgos suicidas del conductor, a las frenadas bruscas, a los bufidos del muchacho de barba que tiene a su derecha o a las miradas cada vez más bravas que suelta el hombre del impermeable), aunque no pueda ubicárselo radicalmente más allá del entorno, será válido indicar que Roberto —de pie y maltratado por empujones y barquinazos— no está del todo presente en este colectivo que cruza la ciudad.

Y no es que Roberto piense en Lucía a toda hora, en todo momento, eso no. Roberto piensa en Lucía de vez en cuando, como una buscada tabla de salvación algunas veces; o por imposición, otras veces. Por ejemplo, si Roberto quiere aplazar a Irma, a los chicos cuando pelean por algún programa de televisión, al agrandamiento de la capa de ozono o a la cuenta de la luz, entonces busca a Lucía, la busca a propósito; piensa simplemente en las tres sílabas que forman aquel nombre: Lucía. Y ya está, pues. Abracadabra. Serán estériles las palabras de Irma comentando problemas caseros, las rabietas de Marcelito frente al televisor y la fuerza de Gabriel (que nunca duda en hacer valer su condición de hermano mayor), la patética escalada en la abertura del ozono, la extravagante cifra que aparece en un ángulo de la boleta del consumo de luz. Aunque aquellos atacantes nunca se enteren, todos sus embates carecerán de blanco fijo, porque Roberto se limitará a colocar su cara número dieciocho y a dejarla ahí colgada, cosa de que el mundo crea que se enfrenta a un hombre firme, a un hombre preocupado y adulto. Sin embargo —y aunque es inevitable que por algún lado se filtre siempre algún rayito de realidad, algo así como un eco muy sordo, una vaga caricatura del mundo concreto—, en tales circunstancias el noventa y cinco por ciento de Roberto se encuentra lejos, en determinada callecita que bien podría ser el pasaje Chirimay, a las ocho o nueve de la noche de algún verano, digamos; o en alguna confitería del barrio de Flores (¿“La Perla” quizás?), charlando sobre el presidente Alfonsín, sobre Mozart o sobre Dios. En cualquier caso, Roberto obviamente está con Lucía, perdiéndose en conversaciones largas y tal vez no del todo productivas, dándole un beso en la mejilla (es notable cómo los años han transformado las mejillas de Lucía en una obsesión), o tomándole una mano y simplemente dejando pasar el tiempo en silencio.

Pero ésa, se comprende, es la Lucía buscada, la Lucía que ayuda a pasar los malos tragos, la que tiende su brazo cuando el aburrimiento o la bronca, a veces desnuda y ávida entre sábanas y breves quejidos acompasados. Porque hay otra Lucía, la inevitable, la que llega sin pedir permiso, la que se instala de golpe en el fondo de la cabeza de Roberto obligándolo a disimular frente al señor Ferrari, justo... justo en el preciso momento en que el señor Ferrari está explicando las nuevas directivas de la Gerencia General, con esa cara angular y avinagrada que usa el señor Ferrari cuando explica las nuevas directivas de la Gerencia General, o cualquier otra cosa de ésas que siempre suele explicar el señor Ferrari. Allí llega, pues, a veces, la otra Lucía, la impertinente Lucía, brotando en mitad de una película, por ejemplo, interrumpiendo el hilo de la narración hasta que algún comentario de Irma devuelve el cine y la realidad, pero ya con varios minutos de irrecuperable historia en el haber.

Esta última Lucía, precisamente, es la que se ha presentado ahora, sin invitaciones previas, en mitad de un 26 repleto, en mitad de un 26 manejado por un psicótico, surgiendo ella con su habitual heroísmo entre las miradas del hombre del piloto y los bufidos del muchacho de barba.

Las dos formas de irrupción que maneja Lucía, hay que aclararlo, son prácticamente iguales en su desarrollo. La cosa variará en la callecita, será en una confitería diferente o las sábanas cambiarán hacia el celeste en lugar del esperable blanco. Quizás en una u otra forma podrá incluirse cierta librería de la Avenida de Mayo y hasta algún paseo por Palermo, el Tigre o la Costanera. El único desequilibrio entre ambos modos de presentación está en el accidente. Porque cuando Roberto busca la imagen de Lucía de manera deliberada, siempre aparecen los buenos momentos, los recuerdos placenteros con exclusividad; siempre es la Lucía del pelo rojizo, ese aire a Rita Hayworth dando vueltas por ahí, el impermeable azul cruzado de los días de lluvia, aquel andar único, absolutamente identificable, de Lucía. Es siempre eso, nada más que eso. Pero cuando las imágenes vienen de golpe, cuando se presentan como un ladrón y se instalan, entonces —y vaya uno a saber por qué— las cosas cambian, ya que a todo aquello, a la calle Chirimay, a los breves quejidos acompasados o al pelo rojizo, habrá que agregarle el primer viaje en el Renault recién comprado, la risa de Lucía ante la cosa nueva, esa lluvia repentina en la autopista a Luján aquel sábado, el Renault patinando y yéndose de costado, el camión llegando alocadamente desde atrás; a todo aquello, entonces, habrá que agregarle la mueca rara en la boca de Lucía, el hilito de sangre en la comisura de sus labios, la indomable aparición del horror.

Por eso, y qué duda podría caber, Roberto prefiere tomar por sí mismo la decisión del recuerdo, prefiere explorar por su cuenta, eligiendo las imágenes con cierta delicadeza y manejándolas a su antojo. Porque cuando no es así, cuando Lucía es ese rayo que cruza el presente, que lo parte al medio, que lo debilita y transfigura, entonces con seguridad hay que enfrentarse una vez más a la rabia en el fondo de las entrañas, a los casi veinte años de culpa por ser un sobreviviente, al hilito rojo haciendo juego con el pelo, a los ojos de Lucía llenos de muerte.

Y como ahora Roberto está en eso, con un profundo corte en la frente y un bravísimo dolor en la pierna derecha, reclinado sobre Lucía, aferrándola de los hombros y pidiéndole que no se muera, que por favor no se muera, no puede menos que agradecer que el psicótico meta el freno bien a fondo, que el pasaje se conmueva violentamente y que, una vez pasado el susto, todo degenere en una discusión padre. Esto lo ayuda, lo arranca de la muerte, lo devuelve al 26 y a la cara del hombre del piloto, que grita algo sobre los colectiveros y los asesinos a sueldo.

Será provechoso tratar de agacharse un poco, descifrar la esquina de Corrientes y Callao más allá de las ventanillas, agradecerle en voz bajita al semáforo en rojo que originó la frenada, todo eso mientras los ánimos se van calmando, las protestas se hacen más tibias, el colectivero abandona los gestos y mira por el espejo con una sonrisita canchera, al tiempo que mete el cambio ya que el semáforo va a pasar al amarillo de un momento a otro.

Es entonces cuando Roberto la ve. Un segundo; una mínima, indescriptible fracción de segundo. Pero la ve. Ahí abajo, en la vereda, yendo en dirección opuesta a la del tránsito. Es el pelo rojizo y el impermeable azul y el andar único, todo junto, mágicamente integrado en una sólida visión, caminando como si nada, con cierta impunidad, el viernes once de abril de dos mil ocho a las nueve de la mañana, bajo la leve lluvia que ha comenzado a caer sobre la avenida Corrientes.

El psicótico echa a andar el colectivo y el muchacho de barba emite un bufido prolongado, mientras el hombre del piloto sigue con sus gestos ininteligibles. No hay tiempo de pensar en nada, ni en el corte brutal que divide al entendimiento, ni en la brusca irrupción de un universo sin reloj ni calendario ni lógica. Hay que empujar gente, generar odios y acusaciones por lo bajo, llegar hasta la puerta de atrás a golpes de hombro; hay que tocar timbre una vez, dos veces, tres veces, aunque el psicótico ni siquiera se moleste en alzar la vista, aunque detenga el colectivo recién dos cuadras más allá, en la correspondiente parada. Entonces hay que largarse (literalmente: largarse) del estribo y correr, correr como antes, como en los intercolegiales, treinta años para atrás, la mirada fija y los dientes apretados; correr aunque el tiempo y el cigarrillo y la falta de ejercicio; correr y pensar. O mejor, no; mejor no pensar, mejor correr, mejor simplemente correr. Porque... en realidad... ¿qué es lo que hay que pensar? Aunque toda razón quede fuera de combate, no hay dudas de que se trata de Lucía. ¿Y entonces? Y entonces, nada. Será cuestión de dejar las explicaciones para más adelante, será cuestión de permitir que el disparate haga de las suyas hasta que todo se aclare, será cuestión de correr, únicamente de correr.

Al cruzar Callao, ya empapado por la lluvia y sin prestar atención a los semáforos, Roberto siente un miedo repentino: Lucía puede haberse metido en cualquier lado, no sé, un negocio, algún edificio; Lucía puede haber desaparecido, y eso sí que no, otra vez no. Entonces hay que emplearse a fondo, batir antiguas marcas personales, darla furiosamente hacia adelante. Habrá que sortear algún escollo todavía, golpear el borde de un paraguas, chocar de frente contra una mujer que ni siquiera atina a reaccionar; habrá, todavía, que cruzar sin prudencia la calle Riobamba. Y después sí, descubrirla, allá, unos veinte metros adelante. Lucía.

Roberto desacelera bruscamente su ritmo. Ahora camina rápido pero ya no corre. El agua resbala por su cara, se le junta en la barbilla, lo fastidia.

Debe tomarse una decisión rápida, sin vueltas; Lucía puede esfumarse a través de la puerta de un taxi, acaso subir a algún colectivo, desvaneciéndose en el aire como si nada. Habrá que acercarse, rozarle apenas un brazo o un hombro, esperar el giro de su cuerpo. Y entonces, por fin, decirle un definitivo “Lucía”; decírselo despacito, sobriamente, sin dramatismos innecesarios, acariciándole una mejilla, o mejor aun: besándosela, para explicarle en seguida: “Soy yo, Roberto. Roberto Vanale... ¿Te acordás?”.

Pero todo eso habrá que resolverlo ya, sin más demoras; apurar esos pocos pasos que los separan y hacerlo de una vez. Porque de todas maneras, cualquiera sea la definición del episodio, ahora ya nada, nunca, podrá ser igual a lo que era. Es casi sencillo: si la mujer del impermeable azul resulta ser Lucía (y no pueden existir dudas: lo es), ya no habrá Irma ni chicos ni señor Ferrari ni capas de ozono ni cuentas de luz; si ésa que va caminando allí adelante —más allá de cualquier especulación fantástica, más allá de palabras ya sin mucho sentido, palabras como “vida” o “muerte”—, si ésa llegara a ser nomás Lucía (que lo es, claro), habrá que dedicar todo el tiempo a remontar estos últimos años, habrá que borrarlos y reemplazarlos.

Pero si hubiese un error en algún lado, si las cosas no encajaran una dentro de la otra como evidentemente sí van a encajar, y esa mujer fuese otra, y esa mujer fuese fatalmente, estúpidamente otra, entonces ya no existirían márgenes para ninguna clase de tolerancia, porque eso equivaldría a una segunda muerte para Lucía, a una violenta reiteración del accidente, a una nueva salida abrupta de la vida de Roberto, justo ahora que Lucía ha vuelto para siempre, justo ahora que Lucía está viva y está linda, caminando con el impermeable azul cruzado y el pelo rojizo, un poco a lo Rita Hayworth, ahí, a cuatro o cinco pasos de distancia.