Poética del reflejo • Varios autores
Ilustración: Clark DunbarEscritores

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All men contain several men inside them,
and most of us bounce from one self to another
without even knowing who we are.

The Brooklyn Follies, Paul Auster.

Varios días hacía que no dormía. Si al menos alguna buena idea me mantuviese despierto, pensaba. Pero no había ideas, su mente era un gran vacío. El sueño lo atrapaba al atardecer, pero eran sólo segundos. Un barrio junto al río, una mujer descalza, piezas que iban y venían pero nunca se ajustaban a un sentido. La belleza del mundo se le ocultaba, era una gran musa ausente. Y él se desvelaba con una sed creadora que no lograba nunca saciarse. Podía todo deberse a la mudanza, a la novedad, a la poca complacencia del cuerpo en sus nuevos límites. Alguien había dicho que uno nunca abandona del todo a su ciudad, pero que cuando ésta sufre cambios repentinos y bruscos, no deja tiempo para acostumbrarse. Pero él bien sabía que no era oportuno buscar excusas en la literatura de las circunstancias.

Una tarde, aunque podría haber sido una mañana, comenzó a explorar aquel viejo departamento y descubrió una habitación que tenía una gran ventana que daba hacia otros departamentos. El poderoso paréntesis de una ventana oportuna. Mudó su escritorio allí y se sentó a esperar. Esperó que alguna imagen calmara su sed; esperó paciente, lápiz en mano. Trató de arrancarse del espacio, de alejarse paulatinamente de los sonidos. Una bañadera llena de agua, una tapa de perfume que rueda sobre una alfombra turca, risotadas de señoras de comedor. De vuelta a lo anacrónico, al lápiz que contorneaba palabras huecas sobre el papel, un sin ningún lado constante. Levantó la mirada hacia la ventana y vio, en el departamento vecino, a un hombre que escribía. El hombre, en un momento de distracción, se percató de aquella presencia que lentamente lo escudriñaba y lo saludó. Él le devolvió el saludo tímidamente y se alejó de la habitación. Sintió, unas horas más tarde, aunque bien podrían haber sido minutos, que lo recorría un miedo desconocido, o tal vez por demás evidente: un hombre escribía del otro lado, y él apenas pensaba en imágenes que no caían en palabras sobre un papel.

Su día transcurrió fatal: poca comida, ninguna visita ya que allí no conocía a nadie, varios encuentros masturbatorios para acrecentar su soledad (pero al menos le daba a ésta cierto cariz de amiga festiva) y un par de lamentos laureados por el alcohol. Siempre su madre le había hecho creer (así lo decía él) que tenía un Dios interno que lo guiaba, que con ese Dios haría grandes cosas. Pasado un tiempo, llegó a pensar que las grandes cosas se referían a cosas simples y pequeñas y que su madre —como toda madre que se precie— agrandaba las eventualidades y la vida, exagerando acerca de todo con una dulce e inclemente magia de mujer, para hacerle creer que él era especial. De todos modos, esto le pareció raro porque su madre no era de andar con mentiras y grandilocuencias.

Ya entrada la noche, mientras trataba inútilmente de dormirse, hizo uso del recuerdo (ese que según uno de sus escritores favoritos tiene una relación directa con el mar no sólo en que es vasto, profundo y eterno sino en que viene en olas sucesivas, idénticas e incesantes) y pensó en su vecino escribiente. Inmediatamente se levantó de la cama —no supo bien por qué— y al tratar de prender la luz vio que allí no había electricidad. Volvió a tratar de dormirse, esperando el amanecer.

Al otro día compró lamparitas de 60 w y arregló el cableado de la habitación. Esa tarde se puso a escribir. Su vecino estaba allí, del otro lado de la ventana, también escribiendo. Atontado colgó su mirada sobre aquella birome decidida que se imponía sobre un papel quedo, esa que aquel hombre usaba. Era una rítmica que a él se le escapaba, un juego sin fin. Sintió enojo, luego angustia; sentimientos que se amalgamaron para dar paso a la envidia. Cerró los ojos, juntó fuerzas y empezó a escribir. Un hombre bicho, no, un ciclista en suelo maya, no, no, no. Gritó de dolor y huyó a la cama sin plagios y sin ideas. Después de esos segundos de sueño que le regalaba el crepúsculo, ingresó en el mundo nocturno. Pensó en él y en su realidad y sintió una molestia en la garganta. Acaso su vida sería eso, una gran nada de la cual no podría nunca nutrirse, anquilosado en un sinsentido crónico que lo exasperaba hasta quitarle el sueño. También pensó en aquel hombre, en aquella vida que parecía haber encontrado un sentido, escurriéndose a través de una birome que fluía, quizá, eternamente. Una birome que dejaría impresas las huellas de lo perenne, consagrándose inmortal. Se acercó a la ventana para ver si su vecino estaba aún despierto y en efecto allí estaba, absorto en lugares inaccesibles para él. Todavía escribía, rápidamente, como con miedo de dejar atrás alguna idea, algún detalle esencial que la memoria a veces pretende desterrar al olvido. Se vio tocando timbre, presentándose. Pero no, no se animaba. Pensó que lo mejor era saludarlo desde la ventana y así entablar alguna conversación. Titubeó hasta que se decidió. Cerró los ojos y al abrirlos lo saludó casi gritando. El hombre interrumpió el ir y venir de la birome y le contestó cordialmente. Él esperó. Soy escritor, no se animó a decir. Se lo dijo a sí mismo lentamente, “soy escritor”. Repetía las palabras en su cabeza como si estuviera inspeccionando su significado, su veracidad. De repente se asombró al escucharlas en el mundo, más allá de su mente, escapando de la boca de su vecino y, sin pensarlo, las sintió arrancándole a él mismo un “yo también”.

A partir de aquellas revelaciones, todos los días, a una determinada hora —aunque todo, en verdad, le parecía impreciso—, se observaban e intercambiaban palabras. Pronto se dio cuenta de que no tenía nada en común con aquel hombre, más allá de compartir la misma profesión. Sintió que se refutaban constantemente. Recorrían argumentos ensanchando las conversaciones hasta el desgaste. Ese hombre era decidido. Con su tenacidad lograba en ocasiones desmembrar sus argumentos dejándolo varado en un silencio incómodo. Notó, con el tiempo, que aquel individuo le causaba admiración y se molestó. Nada más molesto que admirar a otro ser humano, pensó. Trató de canalizar su molestia en algo positivo y se le ocurrió una idea. No sabía cómo hacerlo. No se atrevía a articular las palabras que necesitaba, hasta que se lo pidió. Para su gran asombro, el hombre accedió de buena gana, pero le leería sus historias desde allí, desde su ventana. A él le molestó un poco esa necesidad de incógnita y de distancia, pero nada dijo, aunque sí se quedó pensando. ¿Por qué no abrirle la puerta? ¿Acaso sería miedo de dejar pasar a un extraño? Fuese como fuese, las historias comenzaron a ser contadas de ventana a ventana. Día tras día se sentía más cercano a su vecino, escuchando el magnífico arte de aquella birome incansable. Disfrutaba cada momento, cada palabra, cada imagen que se contorneaba en el papel para tamizarse por aquella voz de perfecto cuentista. Era presa de grandes alegrías, de atroces miserias, y así se acomodaba en su rol de receptor fiel. Pero luego de cada lectura, al irse a la cama —simplemente para estar desvelado aun más—, le daban ganas de llorar, de sumirse de lleno en sus propias miserias, en sus grandes vacíos. Soñaba despierto pensando en los artilugios de las circunstancias, en las posibilidades inalcanzables de un contagio artístico, de una cercanía que lograra activar un principio de ósmosis a través del cual él pudiera transformar su lápiz en un prestidigitador melodioso.

Trató de escribir. Una casa, unos pasos, un arma, una muerte, imágenes que no lograba articular y que luego perdía sin poder encadenarlas al papel. Y desde aquella habitación lo observaba a aquel otro hombre. Era testigo de su inacabable creatividad, de su majestuosidad como artífice infinito. Al mes se había llevado su cama a esa habitación en la que la ventana le dejaba compartir sus días con el escritor. Una noche se tiró boca arriba sobre la cama y algo le inquietó. Dirigió su mirada hacia la ventana y vio al hombre tirado también en su cama observándolo. Él se levantó y se acercó para darse cuenta de que él hacía exactamente lo mismo. Un pánico frío les recorrió el cuerpo. Se sintieron cerca. Tan cerca que sus narices parecían rozarse. Él se alejó y lo vio a él como una imitación. Parecía una distorsión pesadillesca, un sueño mal contado, algo tan literario y trillado que les pareció absurdo. Se acostaron nuevamente y cerraron los ojos, cayendo en sus cotidianidades de éxitos y fracasos. Enseguida quisieron volver a la ventana. Se contemplaban, unificando sus movimientos, internándose en sus individualidades hasta fundirse como un todo sin entender quién era quién. Y ahora él leía y él escuchaba. Una historia de dos hombres en dos departamentos. Una trama con un cariz de cosa cíclica, atrapados ambos personajes en realidades diferentes pero unidas. Se enfurecieron, agarraron un jarrón que se hallaba cerca y rompieron el espejo. Él quedó en pie, mientras él se hacía añicos en el suelo. Se sintió cansado y se abandonó a los efímeros minutos vespertinos, sin saber si esa habitación alguna vez habría tenido alguna ventana. El atardecer lo envolvió llevándolo a un sueño que esta vez duraría horas. Y acaso soñaría con esa triste dicotomía de espejo, preguntándose, quizá —aunque el tiempo lo corroboraría— cuál de los dos había quedado allí, solo, en esa pieza. Si aquél al que la belleza del mundo se le presentaba a borbotones, alimentándolo en su sed creadora; o aquél otro, al que la belleza del mundo, mezquina, cruel y lejana, se le presentaba como algo maliciosamente ausente.