Poética del reflejo • Varios autores
Salinger es actor de cine

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J. D. Salinger. Fotografía: San Diego Historical Society

Enrique Moreno le devolvió la sonrisa a la chica que lo atendió. Cogió su café, le puso azúcar, lo tapó y buscó su mesa; alejada, pero con buena iluminación: quería continuar leyendo el interesante libro de Vila-Matas sobre los escritores del No, aquellos bartlebys que abandonaban la escritura. Se sentía un poco identificado con ellos: no escribir como un acto de rebeldía, pero al fin, sus ganas de publicar sus cuentos y hasta la novela que tenía avanzada le ganaban. Por ahora era sólo un escritor en potencia, y desempleado.

Con un suspiro de satisfacción divisó, en la esquina que se forma por el amplio ventanal, su mesa acostumbrada libre de personas y vestigios de desayunos: tazas sucias, migajas de pan, servilletas arrugadas. El grueso vidrio le prohíbe el paso a los ruidos del tráfico matutino, pero permite una vista cómoda del estacionamiento y de los clientes que llegan al agradable local; era su lugar preferido para leer y, al mismo tiempo, matizar la lectura con la práctica de su voyerismo inocente, aquel que se alimenta en las ilusiones de ligarse a una chica hermosa con sólo mirarla intencionalmente, sonreír de medio lado, a lo Bogart, y hacerla caer en sus garras sin más. Una ilusión que Enrique alimentaba en su cabeza, sin atreverse en absoluto a sobrepasar ese límite de su imaginación y plasmarlo en la vida real, pero sí en sus relatos más escondidos.

Se sentó, abrió el libro en la página señalada con doble marcador: el que le hizo su hija hace unos años, con un dibujo de él en su estilo cándido de niña amorosa, y el que le había regalado su hijo por el día del padre, un poco más tosco, pero reluciente de amor. ¿Se había encontrado el narrador de la historia de Vila-Matas con Salinger en Nueva York? Estaba interesante el episodio, un escritor emblemático del No, que se escondió y dejó de escribir, o al revés, sin razón aparente. El narrador quería saber qué impulsó al mítico norteamericano a renunciar a la literatura. Salinger no viajaba solo en ese bus neoyorquino, iba con una muchacha. Estaban ambos por bajar del vehículo, seguidos de cerca por el narrador del episodio, cuando Enrique notó, por el rabillo del ojo, una silueta que le llamó la atención. La mujer se encaminó hacia la puerta de entrada del local. Era alta, de cabello castaño ondulado; un gorro de lana cubría su cabeza y caía como boina por el lado izquierdo del rostro, sin ocultarlo al escrutinio de la mirada de Enrique. Caminaba con la seguridad de quien ya tiene su pedido decidido antes de llegar a la caja: Un alto del día con un shot de almendra, por favor. Pagó, aguardó unos segundos prestándose sin querer al examen minucioso de Enrique, que ya había cerrado su libro en medio de la anécdota de Salinger en Nueva York, ¿se atrevería a hablarle el narrador? La mujer vestía un atuendo de lana tejida, del mismo color marrón que el gorro, sin mangas, pero con un polo de mangas largas de algodón negro debajo y mallas apretadas, también negras, que se perdían en botas de cuero puntiagudas, hasta tres cuartos de altura de las pantorrillas. El vestido caía hasta casi cubrirle las rodillas, se pegaba a su cuerpo de señora bien cuidada, cliente asidua de gimnasio, aficionada al spinning y los aeróbicos. Su forma de pararse al lado del mostrador de entregas era al menos curiosa: sus pies apuntaban hacia adentro, una de sus rodillas estaba flexionada un poquito hacia el interior, se frotaba las manos suavemente y sus ojos, marrones en la distancia, recorrían la sala donde sólo unas cuantas personas conversaban, respondían emails, leían la revista gratuita del establecimiento, pensaban en sus asuntos en silencio. Sus ojos pasaron por su sitio, Enrique desvió la mirada para no delatarse. Nerviosamente trató de retomar la lectura de Vila-Matas pero tuvo tan mala suerte que ambos marcadores saltaron de su sitio y cayeron al piso, por tratar de cogerlos en el aire, casi tumba su café. Ni planeándolo hubiera podido llamar más la atención.

Atisbó hacia el mostrador pero la mujer de vestido de lana ya no estaba allí, la encontró casi de inmediato frente a la mesa del azúcar. Ella levantó la cabeza con una expresión entre levemente angustiada y serena en el rostro, ¿esperaba a alguien? Cogió su café y caminó buscando dónde sentarse, pero no eligió la mesa que estaba más próxima a ella, sino que siguió su camino con dirección a la esquina lejana que Enrique ocupaba, ¿venía donde él? El nerviosismo lo asaltó de nuevo, abrió el libro sin respetar la señal de los marcadores, no se dio cuenta de que tenía el texto de cabeza. Por el rabillo del ojo seguía el camino que la mujer dibujaba, podía escuchar sus pasos ensordecidos en la alfombra, sintió una gota de sudor brotar de su sien y lacerar su piel con una quemante desesperación. Su respiración entrecortada empezaba a transformarse en un gemido como de asmático, un defecto que le había traído problemas desde chico, por eso en el colegio le habían puesto el mote de “Aullador”: en los exámenes orales no dejaba de gemir con tal fuerza que los profesores, cuando aún no lo conocían bien, pensaban que estaba burlándose de ellos.

¿Señor Garcés?, escuchó la suave voz a su lado. Levantó la mirada y encontró a la mujer parada allí mismo, mirándolo inquisitivamente, el café en la mano, los labios ligeramente abiertos a punto de hacer una segunda pregunta: ¿El señor Pedro Garcés? Enrique no sabe cómo le llegó la inspiración, y con ella, la confianza de la que carecía desde siempre para hablar con extraños, especialmente si eran del sexo femenino y le dirigían la palabra sin previo aviso. De su boca salió una respuesta tan certera que Enrique dudó por un momento si era él quien la había pronunciado o era el tal Garcés metido en su piel. Es que sonaba tan firme y confiada, tan verdadera, que de inmediato comprendió que no era solamente una respuesta sino un escudo invisible que lo protegía de todo, que le daba la libertad de hacer y decir lo que fuera sin ser responsable de sus actos: era Garcés mismo, que lo culpen a él si algo iba mal, ¿quién le mandaba a esa mujer a ofrecerle esta oportunidad?, no era su culpa que ella misma llegara y le iniciara la conversación, lo que no estaba del todo claro era cómo iba a continuar la charla, a esas instancias no llegaba su atrevimiento: Sí, soy yo, sonrió como Garcés y cerró el libro con suavidad.

La mujer lo examinó unos segundos en silencio, ¿dudaba? Pasó el café a la mano izquierda, estiró la derecha y se la ofreció a Enrique. Mucho gusto, Mariela Mesones. Mariela Mesones, qué nombre tan sonoro, tan musical, tan perfecto para esa mujer de cabello castaño, ojos color de miel y gorro medio caído, ¿qué edad le echaba? Andaría por los treinta-y-tantos, no llegaba a los cuarenta, pero eso no importaba, ¿o sí? A sus casi cincuenta, Enrique nunca había tenido cerca a una mujer de ese porte. Mucho gusto, señorita Mesones, se levantó de su silla, le estrechó la mano, tibia por el café que había sostenido antes de saludarlo, ¿podía llamarla Mariela?, ella lo miró fijamente a los ojos; Enrique quiso ahogarse en ellos ahí mismo, ¿no le molestaba que la llamara por su nombre a secas, no? Claro que no, señor Garcés.

Con un gesto del brazo la invitó a acompañarlo, ¿y ahora? Mariela dejó el café sobre el tablero a cuadros, colgó su cartera en el respaldar, se sentó y se acomodó en la silla como buscando que se amoldara a sus redondeces. Enrique sintió que el corazón le latía con mayor fuerza, logró dominarlo casi de inmediato, convertirse en el doble de Pedro Garcés funcionaba, pero, ¿hasta dónde lo protegería? Él no sabía qué era lo que ese tal Pedro Garcés tenía que conversar con Mariela, ¿y si se aparecía y la reconocía? De algún modo habrían coordinado; evidentemente, a ella le había fallado, ¿y si Pedro Garcés no se confundía? Cogió su café, sorbió un trago amargo, reconfortante, tenía que ganar tiempo y pensar en algo rápido.

Mariela inició el diálogo, ahora él sólo tenía que seguirle la corriente hasta poder inventarse algo convincente. Su voz sonaba cautelosa, aquí estoy, señor Garcés. Sus uñas brillaban de un rojo ardiente, sus labios llevaban el mismo tono colorado fuerte. Este es un lugar extraño para una entrevista, ¿no?, Mariela giró la cabeza escrutando el lugar. Así que eso era, una entrevista. Enrique había visto varias veces que señores de saco y corbata llegaban en orden cronométrico buscando a los entrevistadores. Era una moda, ¿por qué no hacían su selección de personal en su propia oficina? La miró con seriedad, ya sabía qué decir, ojalá que el verdadero Garcés no llegara y malograra el juego: Cuénteme acerca de usted, por favor, Mariela. Ella abrió los ojos ligeramente, como si la pregunta la agarrara de sorpresa. Bueno, señor Garcés, aunque todo está en mi currículum, le voy a... Lo sé, lo sé, intervino Enrique, pero lo que deseo es conocerla en el plano personal, usted me comprende, ¿no? Mariela guardó silencio, parecía estar eligiendo qué dato revelar y cuál guardarse. En ese caso, le contaré algo acerca de mis gustos, si no le incomoda. A Enrique no le incomodaba en lo más mínimo, al contrario, sorbió un trago corto de café, ya tibio, quizás tendría que pedir otro, pero si lo hacía tendría que invitarle uno a Mariela. Sintió una punzada en el bolsillo: su presupuesto no andaba tan holgado, ese local no era barato. Usualmente gastaba sólo lo que costaba el café más pequeño, sin adicionales ni sánguches ni nada de las delicias que anunciaban en sus vitrinas refrigeradas. Él iba allí porque le gustaba el ambiente, la quietud en las mañanas, el sabor del café fresco que pasaban cada pocos minutos.

Los instantes que siguieron le parecieron a Enrique un sueño, no porque fueran hermosos, sino porque se aburrió como un cactus. La tal Mariela no tenía nada de encantador. Sus intereses personales iban desde las películas y series de vampiros, tan estúpidamente en boga, hasta seguir un programa de bailes de la televisión. ¿Usted cree, señor Garcés, que van a eliminar al ex de la señito?, los ojos de Mariela saltaron en los suyos intercaladamente, tomaba el café en largos y ruidosos tragos. Llegó un momento en que ya se lo había acabado, pero ella insistía en succionarle el aroma al vaso, lo dejaba sobre la mesa con un golpe seco, hueco, sonoro, ¿esperaría que le invitase otro? Enrique no sabía si quería terminar la farsa o continuarla para ver hasta dónde llegaba. De todos modos, Mariela era bonita, y, si no la escuchaba con atención, solamente mirarla era agradable. ¿Sería casada?, no le había preguntado, seguramente estaría en su currículum, pero él no lo tenía, ni siquiera llevaba algo que pudiera hacer pasar por una carpeta de datos personales, un folder, un sobre manila.

En eso, Enrique vio entrar al local a un par de encorbatados muy serios. Sus trajes elegantes contrastaban con el atuendo simple y sin corbata que él vestía. Uno tenía cara de Garcés, el otro llevaba varias carpetas de cartón en la mano, tenía aspecto de asistente o secretario. El asistente se puso en la cola para pedir los cafés mientras Garcés esperaba al lado de la mesa del azúcar, miraba su reloj, examinaba a los presentes, se rascaba el pómulo. Mariela estaba ahora tratando de convencer a Enrique de que los aeróbicos eran mejores alternativas de ejercicios que el spinning: Verás, Pedro, ya lo tuteaba con toda confianza, en el caso de los aeróbicos, se ejercita todo el cuerpo, sonrió, en cambio, con el spinning sólo endureces piernas y trasero, se golpeó el muslo con la palma de la mano, sus blancos dientes iluminaron la mesa. Enrique no le prestaba atención de verdad, sólo asentía de vez en cuando y soltaba un gruñido que bien podía ser un sí como un no-sé o un ya-no-fastidies. Mariela no parecía inmutarse por la falta de interés y continuaba con su perorata.

Enrique vigilaba a los recién llegados. El asistente ya tenía los cafés en la mano, se acercó al jefe, pusieron el azúcar. Garcés seguía examinando a todos, no tardaría en ubicar a Mariela conversando con él y entonces sería la hecatombe, la bomba nuclear, el fin del mundo. ¿Quién es usted y por qué ha usado mi nombre? Enrique no sabría qué responder, tendría que salir corriendo, esquivando al vigilante que seguramente, advertido por el asistente, ya estaría allí para detenerlo y entregarlo al serenazgo y la policía. Enrique empezó a sudar frío. Transpiraba por la frente, el cuello, la espalda, las manos. El gemido de asmático amenazaba con hacerse presente, eso ya sería el colmo, lo acusarían de acoso sexual o algo peor. Mariela le estaba diciendo que el horario de la oficina era muy importante para ella porque tenía ciertas actividades, que no llegaba a explicar con claridad. Requerían de su atención personal, ¿tú entiendes, no, Pedro? Enrique gruñó un sí que parecía ya, movió la cabeza afirmativamente. Vio a los encorbatados iniciar su búsqueda de una mesa, decidieron ocupar un juego de muebles de sala con mesita de centro justo a unos metros de donde estaban ellos dos. Para suerte suya, Garcés y su asistente se sentaron dándoles la espalda. El jefe preguntó algo que Enrique no pudo escuchar, pero imaginó que preguntaba con quién tenía la entrevista; el asistente abrió el folder que llevaba y consultó una lista con el dedo índice, miró su reloj y le habló a Garcés.

Mariela sonreía esperando una respuesta, Enrique se rascó la barbilla, luego la cabeza; finalmente, se frotó la frente y la cara, su piel se estiró disimulando su expresión preocupada. ¿Entonces?, ella seguía sonriendo. Enrique se entretuvo de la preocupación de tener al verdadero Garcés cerca, observó a Mariela con detenimiento: tenía unos dientes perfectos, blanquísimos y parejos, ¿serían de verdad? Su nariz era también elegante, ¿cuánto le habría costado? El vestido de lana pegado al cuerpo dibujaba sus pechos redondos de una forma provocativa, sin ser atrevida, ¿quién se los habría hecho? Ella pareció darse cuenta de la verificación de que estaba siendo objeto, no se sobresaltó, no dejó de sonreír, sus ojos brillaron con malicia, se mordió el labio inferior suavemente. Enrique suspiró, ¿y ahora? Se oyó a sí mismo como si fuera la voz de otro, la de Garcés: ¿Eres casada, Mariela? Ella cambió el semblante animado por uno más sombrío, pensativo. Examinó a Enrique un instante: Era, reveló al fin, ¿es eso importante?, se puso seria. Enrique no perdía de vista a Garcés y su asistente. Ahora, el secretario se había levantado y recibía con gestos amables a un hombre de unos treinta años. Enrique suspiró aliviado, el turno de Mariela había pasado, ahora se dedicarían a otros postulantes. La miró: Tal vez, sonrió seguro de sí mismo. ¿Y tú eres casado, Pedro?, retrucó Mariela mirándolo de costado, ladeando la cabeza un poco, sus labios arqueados camino a una sonrisa. Enrique le dijo la verdad, era casado, allí estaba el anillo, ¿ves, Mariela?, alzó la mano con el oro resplandeciente en su dedo; pero él no hablaba de su situación, sino de la de ella. Mariela pareció haber recibido una mala noticia, su rostro se ensombreció, para Enrique esa no era una buena señal, tenía que regresarla a ese estado alborozado de antes. ¿Tenía hijos, Mariela? Entonces se dio cuenta de que podría haber malogrado todo, si Mariela tuviera hijos, recordarlos no era la mejor manera de seducirla, ¿no? Ella suspiró, no tenía hijos, pero quería hablar más bien del trabajo, ¿cuánto es el sueldo, Pedro? Mariela recobró el aplomo y la sonrisa; Enrique desvió la mirada un segundo hacia la ubicación de Garcés y su asistente. Parecían terminar la entrevista con el postulante, se estrechaban las manos, Garcés se veía satisfecho, el postulante se fue con cara alegre. El sueldo, Pedro, ¿cuánto es? Enrique retomó la conversación con Mariela. Eso depende, la miró a los ojos. Ella no preguntó de qué dependía, suspiró, se enderezó en el asiento, cogió el vaso de café, vacío, chupó la boquilla, lo agitó en el aire comprobando que ya no había más café, lo dejó en la mesa. Frunció los labios, como si fuera a darle un beso a alguien: ¿Qué quiere decir eso, Pedrito? Enrique vio a Garcés y su asistente salir conversando animadamente. Antes de desaparecer por el umbral de salida, Garcés examinó el salón una última vez, su mirada se cruzó con la de Enrique, se detuvo en él un segundo, el asistente salió y mantuvo la puerta abierta para su jefe, Garcés se fue con aire dubitativo, Enrique sonrió. ¿Que qué significaba eso?, ¿Mariela se hacía la tonta o lo era de verdad? Enrique revisó su billetera mentalmente, sabía que no contaba con grandes fondos, sólo los justos para pagar su gasolina del mes, pero tenía su tarjeta de crédito sin usar, la que guardaba para emergencias, ¿la tenía a la mano?, claro que sí, siempre la llevaba por si ocurría alguna urgencia. ¿Sería seguro usarla? Mariela, la miró directo a los ojos, con una confianza digna de mejor causa, un aplomo insospechado para él mismo, ¿acaso tengo que deletrearlo?, esbozó una sonrisa Bogart, sólo le faltaba el cigarrillo nublándole la vista.

Mariela suspiró: ¿Por qué siempre es así, Pedrito?, apretó los labios, miró alrededor, cogió el vaso de café, lo agitó, volvió a dejarlo en la mesa. Enrique sentía el corazón luchando por salirse del pecho. ¿Pero, cuánto es?, dime, Pedrito. Enrique sonrió. Él, empezó a contarle, necesitaba una asistente personal, el otro puesto, ese de... ¿recepcionista?, Mariela se le adelantó, apretó los labios y suspiró resignada; sí, el de recepcionista, era más fácil de cubrir, pero su asistente personal tenía que ser especial. Ella lo miraba hurgando en sus palabras a medida que salían de su boca, sopesando la propuesta soterrada que le estaba haciendo su futuro jefe. Sabrás entender, Marielita, que es un puesto de confianza, donde se tiene acceso a información clasificada, apretó un puño frente a la mirada atenta de Mariela, y pues hay que ser muy cuidadosos en la elección. Enrique no sabía cómo le salían todas esas mentiras, sin siquiera temblarle la voz, ni dudar, como si fueran verdad y él se llamara Garcés y pudiera ofrecerle ese trabajo a Mariela.

Sonaba interesante, Mariela hizo un puchero, cruzó las manos sobre la mesa, puso cara de niñita, o al menos eso le pareció a Enrique que quería ella, y preguntó nuevamente: ¿Y el sueldo, Pedrito? Enrique suspiró, se enderezó en la silla: El que tú quieras, tengo carta libre. Mariela sonrió, cogió el vaso de café, pero recordó que estaba vacío, lo agitó, se encogió de hombros.

Enrique la miró fijamente a los ojos: ¿estaba ella en condiciones de ocupar un puesto de esa importancia? Mariela puso cara de sorprendida: ¿Qué pregunta es esa, Pedrito? Ella tenía todo para hacer el trabajo a completa satisfacción de su jefe. El énfasis con que pronunció todo y satisfacción le pareció a Enrique suficiente señal. Entonces, vamos, se escuchó decir con una sorprendente sangre fría, debes pasar una prueba. Se levantó, la cogió de la mano, sintió la suavidad de su piel, la agresividad de sus uñas, la liviandad de su paso seguro y firme, sus músculos de gimnasio, el pelo en cascada sobre los hombros, su perfume floral penetrante.

¿Sabes quién es Salinger, Mariela?, la miró.

¿No es un actor de cine?, Mariela movió la cabeza negativamente.

Sí, Mariela, pero de los antiguos.