Poética del reflejo • Varios autores
El suplente

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Ilustración: Dick Brooks

Todo comenzó el viernes de la semana pasada. Eran las ocho de la mañana y medio dormido fui al baño. Vi una sombra proyectándose en la pared de la sala. Revisé la cocina pero no encontré nada y al vestirme tampoco encontré el traje gris, que había separado la noche anterior. Salí de mi casa con serias dudas acerca de mi cordura y sin decirle nada a mi esposa. Cuando volví, a la tarde, ahí estaba mi traje gris. Lo miré con una sonrisa en la boca. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

El sábado a la mañana me desperté agitado. Respiraba dificultosamente y eso me extrañó ya que nunca antes había tenido problemas de asma, o cosa por el estilo. Luego, posiblemente por la falta de oxígeno, caí en un sopor cansino, y escuché que mi esposa me hablaba, pero no pude descifrar lo que me decía. Después tuve una pesadilla. Soñé que entre mi esposa y yo, sobre la cama, había un hombre. Desperté muy nervioso. Atribuí el hecho a la enorme cantidad de remitos, facturas y notas de envío que entraban a diario en la fábrica. Como el trabajo debe hacerse en el día, tanto el jueves como el viernes me había quedado más allá del horario habitual para terminar el arqueo en término.

A la tarde bajé a comprar cigarrillos —maldito vicio— y, como de costumbre, un chocolate para mi esposa. Fue sorprendente que ella ya estuviera comiéndolo cuando yo llegué. Lo busqué en los bolsillos, pero no pude hallarlo. Se me ocurrió que yo había entrado dos veces a mi casa, habiéndoseme olvidado por completo mi primera llegada. Ciento veintisiete facturas, con sus correspondientes remitos...

Esa noche tuve el mismo sueño, y al despertarme descubrí que tenía una considerable erección. No supe si yo estaba mirándome a mí mismo o si yo era el participante del sueño. Es un problema recordar o interpretar los sueños cuando uno los tiene en tercera persona, como suele ocurrirme. El caso es que estaba excitado, así que decidí despertar a mi esposa: cuando lo hice, ella respondió, fastidiada, “¡Otra vez!”, por lo que resolví dejarla en paz.

El domingo fue un día espléndido y por eso fuimos a pasear y tomamos una cerveza cerca del río. Al llegar a casa fui directamente al baño. Cuando volví al comedor, el diario estaba desplegado en el sillón, tal como lo dejo siempre. Me sorprendió que mi esposa hubiera hecho eso, ya que constantemente me recrimina esa desprolijidad. En el momento me contestó que yo era el responsable del asunto y ahora me pregunto por qué no seguí indagando.

A la noche, cuando estaba por acostarme, salvé mi vida por milagro. Pasé por la cocina para apagar la luz y, cuando volvía hacia el dormitorio, un hombre me atacó con un cuchillo en la mano. Nunca supe pelear, pero un don instintivo me dijo que debía aferrarme a ese puño del cuchillo para que no me cortara. Aterrado, puse toda mi energía y concentración en esa mano. En el forcejeo caímos al piso y él quedó abajo. La luz de la calle llegaba a través de la ventana, por eso pude ver su rostro.

Me desmayé. Cuando desperté, recordaba vagamente lo que había sucedido pero de algo estaba seguro: ese tipo era idéntico a mí. Por supuesto, había desaparecido, pero había dejado algo de su presencia en mí. El miedo.

Mi esposa dijo que yo había tropezado con el cable de la lámpara, había caído y perdido el conocimiento. Algo de verdad había en todo eso.

El lunes fue terrible. No pude encontrar las llaves por ningún lado. Llegué tarde a la fábrica por eso, y cuando lo hice, nadie reparó en mí. Lo peor de todo fue que tanto el cajón de mi escritorio como mi armario estaban abiertos. Me quedé parado al lado de la puerta, esperando que la broma terminara.

Se abrió la puerta y me temblaron las piernas. Había entrado yo, con mi otro traje, con mis papeles en la mano, de regreso de la fotocopiadora. Catinari, del sector de Logística y Expedición, le preguntó cómo se sentía esa mañana, y esa cosa que estaba parada a mi lado le respondió... ¡lo que yo estaba pensando!

Ese sujeto se sentó en mi escritorio y me echó una mirada despectiva. Sonrió y se puso a jugar con mi manojo de llaves. Me retiré ofuscado hacia mi casa. Cuando intenté contarle todo a mi esposa descubrí que no me escuchaba, por más que yo gritara. Estuve golpeando la puerta durante diez minutos, llamándola por su nombre, pero no me abrió. Para colmo ese individuo tenía las llaves. Supe que ella estaba adentro por el ruido del motor de la aspiradora, que se apagó cuando ella terminó con ese trabajo.

Fui hasta la planta baja del edificio y esperé en la puerta de mi casa todo el día. Cuando se hizo de noche tuve ganas de llorar, pero me dio vergüenza pese a saber que ya nadie me veía. El hombre todavía no llegó y hasta tengo miedo que le haya pasado algo. No. Ahí viene. Parece que se larga la lluvia. Pasa cerca de mí. Ni me mira. Tengo ganas de preguntarle si él pudo solo con tanto trabajo. (¿Qué diría Catinari?).

Bueno, por lo menos él no se mojará con esta lluvia.