Poética del reflejo • Varios autores
Ilustración: Tanya FrancisNunca se supo de qué vivía Benítez

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Cerca del año mil novecientos ochenta, cuando ya había cumplido los sesenta, Carlos Benítez volvió de Miami después de pasar treinta años de su vida en esa ciudad. Cuando digo volvió, no me refiero a una visita a la Argentina; esa forma de volver se había repetido incontables veces. Digo que volvió para siempre, y él lo supo apenas puso pie en el aeropuerto, porque los años y el cansancio de vivir sin la patria cercana no le dejaban otra posibilidad. Yo pertenecía a su grupo, a pesar de la diferencia de años que me llevaba, y puede ser esa la razón por la cual sentía tanto deslumbramiento cuando escuchaba sus cuentos sobre el país del norte. Acá era recordado de continuo por sus amigos más cercanos. Se podría decir que no pasaba semana sin que alguien, por una razón u otra, lo nombrara. Nunca supe con exactitud cuál era el sentimiento de la gente hacia él. Nunca supe si lo admiraban, si lo querían sin fijarse cómo era, si lo odiaban o lo envidiaban. Y eso no era difícil de entender: bastaba con observarlo, sin necesidad de tener una conversación con él, para definirlo casi de inmediato. En principio, era por su manera de vestir y por su andar. Había adquirido un balanceo elástico en sus pasos y un movimiento del torso que acompañaba ese ritmo, algo que sólo poseen los negros en aquel país del norte; además, la ropa que usaba era para sorprender a cualquiera. En sus primeros regresos, y al verlo con esa indumentaria tan rara, pensamos que Benítez se había adaptado a la usanza de la Florida. En un comienzo supusimos que allí todos se vestían de esa manera. Un año regresaba enfundado en pantalones rojos, livianos y anchos, y al otro volvía con camisas que hacían parpadear de tan coloridas. En ocasiones traía amplios sombreros, justo cuando en Buenos Aires ya nadie los usaba. Además, como siempre volvía forrado de billetes, imaginábamos que podía darse el lujo de usar la ropa que se le antojara sin pedirle permiso a nadie.

Pero un día, cuando Carlos Benítez regresó por enésima vez, estaba con nosotros en forma circunstancial un hombre que había pasado muchos años en la península de la Florida. Esta persona lo miró con recelo; no dijo nada, pero cuando Benítez se retiró, a modo de confidencia, nos secreteó:

—Se viste como cafiolo.

Nos sorprendió la frase y pedimos más detalles que explicaran ese comentario.

—Yo los conozco por haber vivido allá. Los negros rufianes se visten así. En Miami, si vos ves a un tipo que anda con esa ropa, es seguro que tiene minas trabajando para él —dijo. Hizo una pausa, se tocó la barbilla, y uniendo un pensamiento insoslayable a lo dicho, agregó—: ¿De qué trabaja?

Todos nos miramos y hubo quien hizo un gesto de ignorancia levantando los hombros. Ninguno sabía de qué trabajaba ni nunca nadie se lo preguntó. Al principio no indagamos por el hecho de mantener cierto decoro hacia el emigrante. Se sabe que el que se va a otro país, para subsistir suele realizar trabajos que en su propia tierra jamás haría. Pero luego, cuando empezó a visitarnos cada año con tanto dinero encima, tampoco nos atrevimos a preguntar de dónde salía. Es que, como sucede siempre, temíamos que nuestra envidia por su buena suerte se pudiera notar demasiado.

—Carlos anda siempre con mucha plata —comentó el tío de Antonio, el único del bar al que Benítez no le caía del todo bien—. Pero, la verdad, es que no sé qué hace y de qué vive allá, en Miami.

Carlos Benítez tenía esos misterios, pero nosotros lo vivíamos como algo natural. Por lo demás, Benítez se comportaba como un buen tipo. El trato era el de alguien que nunca se había ido del país, y si había algo que delataba ese alejamiento de tantos años, sólo se percibía en su acento yanqui, con esas consonantes tan duras, esas vocales moduladas que salían de su boca formando un racimo y el okey okey okey para afirmar cualquier cosa. Por otro lado, algo que hacía más cercana y agradable su presencia, sobre todo para mí y algunos conocidos más, era su pasión por la literatura. Esa vocación literaria fue lo más destacado de su vida mientras estuvo acá, y aunque nunca finalizó nada, anduvo por todas las carreras que tuvieran que ver con las letras. Este detalle era otra de las cosas que nos llevaban a armar una madeja de suposiciones sobre su vida en el norte. Porque si emigra un muchacho de profesión mecánico, puede suponerse que en Norteamérica se empleará en un taller o en una fábrica metalúrgica. Pero alguien que se fue siendo apenas un literato en ciernes, es probable que tenga que buscar una actividad productiva alejada de su vocación. Y todos sabemos que las actividades para sobrevivir también pueden ser trabajos miserables.

La escritura fue su apasionamiento eterno. Cada vez que volvía y nos encontrábamos, aparte de hablar de esos temas comunes y gratos a todos los amigos que no se ven por un tiempo largo, nuestra charla derivaba hacia aquellos que tenían las letras como centro. Eran los que más me gustaban porque yo, sin haber incursionado nunca en la literatura, sentía una profunda atracción por esa labor de inventar historias. Luego de unos años de radicado en Estados Unidos, Benítez empezó a tener un apetito feroz por los textos de Ernest Hemingway. Nunca conocí a nadie que viviera con tal intensidad esa pasión tardía por la obra del autor de El viejo y el mar. Cuando venía al país, casi siempre bajaba del avión con alguno de los tantos libros de Hemingway debajo del brazo. Podría ser Por quién doblan las campanas, Adiós a las armas o Las nieves del Kilimanjaro; siempre llevaba algo de él, nunca la obra de otro autor. Y si en alguna charla que teníamos aparecía otro escritor, era sólo para hacer comparaciones con los textos de ese yanqui aventurero.

Cuando Benítez vino para quedarse, noté que estaba un tanto cambiado con respecto a aquel tipo que regresaba año tras año para pasar unas cortas vacaciones en Buenos Aires. En el fondo seguía siendo el mismo de siempre, de buena charla, ameno y que traía a la reunión los temas interesantes; pero en su última vuelta todo esto lo fue haciendo con un dejo de lentitud, algo así como si tiñera su charla con un tono nostálgico, una forma que mostraba su pausado pero firme desligue por las situaciones de la vida. Tal vez suene trágico lo que digo, pero me daba la sensación que Benítez estaba despidiéndose poco a poco de todos nosotros. Al tiempo, algo pareció confirmar eso que yo sospechaba: cayó enfermo, y los médicos, en un principio, no acertaron a diagnosticar cuál era la causa de su dolencia. Como los análisis se prolongaron, su médico de cabecera decidió que debía internarse para estar más controlado. Yo, que en estos últimos tiempos me había acercado más que nunca a Benítez, lo acompañé casi a diario en el sanatorio y estuve atento a todas sus necesidades. Benítez, con el correr de las semanas, empezó a sentirme como el amigo más preciado del grupo, y mucho más que sus familiares, ya que los lazos con ellos nunca fueron buenos, con el agregado de haber estado tantas décadas lejos.

Él volvió de manera definitiva al final del otoño, y la primavera lo encontró internado. Casi siempre lo visitaba por las tardes, y en una de esas tardes Benítez me dijo:

—Te agradezco todo lo que hacés por mí, pibe.

—Por favor, es algo que hago porque me da gusto, te juro —le dije—. Si no nos damos una mano entre amigos, ¿quién lo va a hacer? Además, charlar con vos me encanta.

Él me escuchó, callado. Yo dejé de hablar, y Benítez siguió un buen rato sin dirigirme la palabra, con los ojos perdidos más allá del ventanal. Pensé que tal vez estuviera observando algún edificio lejano o el color del cielo o la nubecita de gasa que flotaba cerca del horizonte.

—No sé cómo pagarte lo que hacés —se animó a decirme al final del largo silencio.

—No insistas con esa tontería, nada me debés —le respondí.

Hizo otro silencio, esta vez breve.

—Sí —dijo, y movió el índice hacia mi cara—, sé cómo pagarte —añadió. Lo miré con sorpresa. Él siguió, porfiado—: Te voy a contar cómo me gané la vida durante estos últimos treinta años.

Al escucharlo, tuve la sensación de que, por un agradecimiento tonto, iba a dejar que me asomara a una zona privada a la que no tenía derecho ni ganas. Traté de disuadirlo.

—Nunca se me ocurrió saber de tu vida. No te sientas obligado —aclaré, y Benítez sonrió.

—¿Qué estás diciendo, nene? ¿Obligado? Al contrario, va a ser un placer contártelo. Además, es exclusivo: solo vos vas a saber algo que nadie sabe, y con todos los detalles. Me imagino las veces que ustedes se lo habrán preguntado, ¿no?

—Por mí no lo hagas, la vida de cada uno es de cada uno —dije, tratando de volver a desalentarlo.

—Está todo bien, no te preocupes —me contestó. Luego alisó las sábanas, arregló su doblez por encima de la delgada manta y cruzó los dedos sobre su abdomen. Tosió, y enseguida empezó a contar, con esa correcta sintaxis que siempre le envidié—: De acá, cuando me fui hace treinta años, tomé el avión directo a Miami. Allá no conocía a nadie, pero yo siempre me desenvolví bien en cualquier lugar. A mí me dan un par de días, y me muevo en el sitio que sea como si hubiera estado allí toda la vida. A pesar de eso, al principio no me fue del todo bien en la Florida. La cosa nunca es como te la pintan. Gracias a que me hice de amigos de la noche, viajé a La Habana, y enseguida conseguí un trabajo de lavacopas en un boliche nocturno. Pero como tenía buena presencia, estudios y un tono de voz que a los cubanos los sorprendía y les agradaba, me pusieron a atender detrás de la barra. Aprendí a hacer bien los tragos y la cosa empezó a funcionar sobre rieles. La plata que ganaba, juntando el sueldo y las propinas, me servía para tener una vida sin apremios. ¡Vos no sabés lo que es esa ciudad, sobre todo de noche! Y en la década de los cincuenta era fabulosa. Increíble.

Yo sonreí imaginando ese paraíso que comenzó a pintarme.

—Conocí a una morochita dominicana que estaba viviendo allí —dijo, rememorando con placer—. Ojos grandes, nariz pequeña, boca carnosa, bien marcada. No te hablo de la cinturita y las caderas porque no me vas a creer. Me quiso llevar para la Dominicana, ¡quería casarse! Casi le digo que sí, pero un acontecimiento me retuvo allí y tuve que largar. Nos costó. Sufrimos mucho, pero no nos quedaba otra. Más adelante te cuento, porque esa es toda una historia aparte. Es más, las cosas que me pasaron con Alicia Marilyn podríamos ponerlas como una historia policial.

—La hiciste todas. Plata, minas.

—Y, vos sabés que siempre me gustó vivirla bien —me respondió luego de esa digresión en su historia, pero enseguida siguió con el relato—: Una madrugada, cuando ya no quedaba casi nadie en el local, nos preparamos para cerrar la whiskería. Los pocos que estaban ocupando un par de mesas se levantaron y se retiraron. Había quedado un solo parroquiano; era un hombre cercano a los cincuenta años, canoso y barbudo, que estaba sentado en una mesa puesta contra la pared del fondo, taciturno, tomando un whisky. No le dije nada; yo suponía que se iba a dar cuenta de que era demasiado tarde para seguir con las puertas abiertas. Mientras esperaba que terminase el whisky y decidiera irse, me serví una copa. Él, al verme tomar, se levantó y vino a la barra trayendo su vaso, con esa confianza que tienen los bohemios con mucho mundo encima. Se acodó frente a mí y yo, por cortesía, lo saludé, en inglés, por supuesto. Él, a modo de saludo, me respondió, también en yanqui: “Por hoy, con este último whisky es suficiente”, como si se excusara por tardarse tanto. Nunca lo había visto antes en el bar, pero igual seguimos hablando en inglés con mechados en español. “¿Fueron muchos, no?”, le dije, tratando de no molestarlo con la frase. “No tantos como los que se hubiera bebido Scott”. “¿Scott?”, dije. “Un amigo”, dijo. Luego hizo un gesto de llevarse el vaso a los labios, pero interrumpió el recorrido de su mano. “Bah, Scott era un amigo. Ya no”, continuó remarcando el verbo en tiempo pasado. “Hace mucho que dejó de serlo, por dos fundamentales motivos”, aclaró, con cierto arrastre trabajoso de su lengua. “Uno, porque nos peleamos, y otro, porque ya no vive. Scott está muerto, compay”. Bebió y no aportó ningún detalle más de ese asunto. Con el correr del tiempo supe quién era el tal Scott, aunque eso no hace a esta historia que te cuento. En un momento de la charla, observé que mis compañeros me hacían señas para que cortara el diálogo y así pudiéramos cerrar el negocio. Les dije que se fueran, que yo me hacía cargo de cerrar. Sucedía que la charla con este hombre era demasiado interesante para dejarla ahí, porque lo más apasionante de todo fue que la conversación derivó hacia la literatura, y yo no sabía si alguna otra vez volvería a encontrarlo. Este hombre sabía muchísimo sobre libros, y eso me gratificaba porque, como vos ya conocés, es mi tema. “Yo escribo”, le mentí, sabiendo que cuando uno dice eso es porque detrás de sí tiene una obra más o menos cierta, y lo único que tenía hasta ese momento era el borrador de posibles cuentos, alguna poesía y uno o dos planes para construir una novela. Ese bagaje, todos lo saben, puede tenerlo cualquier tonto con veleidades de escritor. “¿Escribe?”, repitió, y alzó las cejas. Añadió: “¿En qué género?”. “Cuentos”, volví a mentir. “¿Qué lleva publicado?”, preguntó inquisidor. Ante esa pregunta no pude mentir más, y esa actitud de franqueza fue mi mayor acierto en la noche. “Todavía no tengo nada publicado”, le dije. El hombre hizo un gesto en el que creí ver, por un instante, cierta satisfacción de su parte al escuchar mi respuesta. Parecía que mi situación de inédito le había causado placer. “Tendría que hacerlo”, dijo, no obstante. “Imagino que ya debe tener un volumen de material para conformar un libro. Ningún escritor se siente feliz si no publica”. “Por supuesto. Algún día lo haré; publicar un libro no es, por ahora, uno de mis deseos más inmediatos”, le respondí. Y agregué: “Eso no quiere decir que no escriba a diario. Hoy mismo armé, en mi cabeza, un nuevo cuento. Lo tengo todo resuelto, acá”, le dije, señalándome la frente, “porque yo no llevo ningún texto al papel si antes no lo tengo pensado del principio al final. No me gusta empezar a teclear sin saber hacia dónde quiero ir con el relato”. El hombre me miró, estudiándome. “Es buen método de trabajo. Muy profesional”. Bebió un corto trago, y continuó: “¿Podría contármelo?”, preguntó con delicadeza. Enseguida, aclaró: “No quiero ponerlo en un aprieto, sé que nosotros, los escritores, somos celosos de las ideas que se nos ocurren”. “Conmigo eso no pasa; puedo contarlo sin problemas”, le respondí con absoluta seguridad. Luego tomé la botella de whisky y le hice un gesto para llenarle el vaso con una medida. Con otro gesto el hombre aceptó el convite, desdiciéndose de que la anterior había sido la última. Cuando terminé de servirle el whisky empecé con el relato: “La historia comienza en un bar de una pequeña ciudad del medio oeste, en los Estados Unidos; calculemos que es a mediados del treinta. Hasta allí llegan dos hombres, en medio del calor de una tarde de verano, a bordo de un auto con matrícula de Nueva York. Son forasteros en ese lugar; visten ropas oscuras, de buena confección; son robustos, de cuerpos gruesos y toscos; se los ven, en cierta medida, siniestros y amenazantes. Entran al bar —en ese momento el local está vacío—, van hacia la barra en donde está un muchacho; en el local hay otro empleado más, pero no se deja ver porque se encuentra en la cocina contigua. Allí comienza un diálogo entre estos dos y el joven barman. Son socarrones, despreciativos y groseros en su manera de hablar. Cada pregunta del muchacho es contestada por una frase altanera. El joven, como indica el canon del buen barman, intenta tratarlos con la mayor cordialidad posible. Imaginemos que el diálogo de estos gorilas es, en su cosa interna, una especie de tortura mental a la que someten al chico. Piden cosas que el bar no tiene y se empecinan en que se las den, por puro gusto de molestar, o demostrando que, desde su entrada al local, son ellos los que mandan allí. En determinado momento, empiezan a comportarse con cierta violencia; uno de ellos pasa detrás de la barra, toma al joven de una solapa y le pregunta si hay alguien más en el comercio. El joven le dice que está el cocinero; lo hacen llamar, y cuando están los dos juntos, sacan sus armas y los llevan a la cocina. Consiguen allí una soga para atarlos y unas servilletas para amordazarlos. Uno de ellos va hacia la pequeña ventanita que comunica la cocina con la barra, la que se usa para pasar hacia el salón comedor los platos ya preparados. Mira a través de ella hacia la entrada del bar y considera que esa es una buena posición de tiro. A todo esto, el otro forastero le pregunta por un fulano que es un parroquiano habitual del bar. Se nota que ellos conocen bastante del movimiento del local, porque poseen el dato de que el tipo siempre va a una hora determinada. Es evidente que se trata de una emboscada para liquidarlo; es probable que sea un ajuste de cuentas. Eso se intuye, nunca queda claro del todo, pero está implícito en los diálogos. Pasan los minutos y el hombre no llega. Aparece alguien, que no es el hombre buscado. Uno de los pistoleros, con una excusa pueril, hace que el individuo se vaya. Luego de una hora de espera y tensión, los tipos se convencen de que su hombre marcado para morir no vendrá esa tarde. Por alguna razón que ellos ignoran ha faltado a la cita de todos los días. Entonces, los dos neoyorquinos deciden abortar ese ajusticiamiento y se van. Al rato cae al bar un viejo cliente, quien se sorprende de encontrar el local abierto y sin los empleados; por ciertos ruidos que hacen el barman y el cocinero, logran que el tipo se asome a la cocina, los vea y los libere. Aquí se produce una discusión entre el cocinero y el barman. Este último quiere ir a la pensión del hombre que buscaban los neoyorquinos para ponerlo sobre aviso; el cocinero le dice que no lo haga, que se va a meter en un lío innecesario, que él no tiene nada que ver en ese asunto. Pero el muchacho no le hace caso, su conciencia no le permite la indiferencia, y va a la pensión; está decidido a salvarlo de una posible muerte a pesar de que no conoce casi nada de ese individuo. El hombre sentenciado a muerte es un ex boxeador, un tipo venido a menos. Desde hacía unos meses se había refugiado, por circunstancias desconocidas por el barman, en ese pueblo perdido. Cuando el muchacho llega a la pensión, la dueña le dice que no sabe si el tipo está o no en la habitación, porque hace varios días que no lo ve. Le pide que lo deje pasar. Cuando llega a la pieza la encuentra en penumbras. A los segundos de abrir la puerta, reconoce entre las sombras a la robusta mole del tipo tirada sobre una vieja cama de hierro, con laxitud, como si estuviera tratando de reponerse de un cansancio añejo; sus enormes pies se recortan contra el cromado de la cama. Le cuenta a qué vino, le habla de los dos neoyorquinos que llegaron al bar, dice que vinieron a matarlo, y le pide que se vaya pronto, si es que quiere salvar su vida. El individuo no hace gesto alguno; su voz suena como la de alguien que ya está demasiado cansado de correr y huir. Le dice que le agradece los datos que le dio, pero que se vaya y se olvide del tema. Él seguirá quedándose ahí, en ese pueblo, a la espera de que alguien, en algún momento, ejecute esa sentencia de muerte”. Ese fue el final que le di al relato y cuando terminé de narrarle el cuento, el hombre de barba movió la cabeza. “Bien”, dijo. Desplazó el vaso de whisky haciendo pequeños círculos. Luego agregó: “¿Se anima a escribirlo? Me gustaría verlo en el papel”. “Sí, claro”. “¿Para mañana?”, me preguntó. Me sorprendió la urgencia. “¿Usted vuelve mañana?”, le pregunté. “Nunca había venido antes por aquí, pero mañana volveré, se lo prometo. Y quizás me haga cliente. No en cualquier lugar lo atienden a uno contándole un cuento”. “Entonces, mañana lo tendrá en el papel”, le dije. “¿En inglés?”, me dijo. “Of course”, le aseguré. Luego, no hablamos mucho más. En ese momento se dio cuenta de que mi jornada había sido muy larga y que merecía descansar un poco. No tardó en irse.

—Buen cuento —le dije a Benítez.

—Bueno y, con algunas modificaciones, bastante conocido —me respondió Benítez, como si bromeara. Pero no era así, porque continuó—: Al otro día, más temprano que la noche anterior, el hombre de la barba volvió. Yo había trabajado en el cuento todo el día, para no defraudarlo. Lo que salió de ese trabajo forzado fue un buen relato, y no te lo digo porque esté juzgando mi propia obra. Con lo que pasó esa noche te vas a dar cuenta de que era bueno en serio. Apenas lo vi entrar mi memoria recorrió viejas fotografías de revistas, y lo reconocí: supe que ese tipo del bar no era otro que Ernest Hemingway. La verdad, no podía entender cómo no me había dado cuenta la noche anterior. Tal vez fue por mi cansancio o porque este hombre estaba pasado de copas y no daba el perfil de ese enorme escritor que en poco tiempo más iba a recibir el Nobel de Literatura. Si tengo que dar la imagen que percibí de él la noche anterior, diría que parecía una sombra de aquel hombre de fuerte carácter y gran aplomo que uno imagina a través de sus textos. Al otro día, en cambio, estaba recompuesto; lo noté con un talante menos afectuoso pero más práctico. Antes de que me lo pidiera, le serví un whisky. Luego que se acomodó en la banqueta de la barra, me incliné y saqué de atrás del mostrador las hojas con el cuento mecanografiado. Se alegró, como si no hubiera confiado del todo en mi promesa de escribirlo: “Oh, qué bien”, exclamó, mientras recibía los papeles. Tomó las hojas con la delicadeza propia de quien aprecia todo lo que tenga que ver con la creación literaria, y comenzó a leer, lento pero sin pausa. “Lea tranquilo”, dije, “tenemos toda la noche”. Esbozó una sonrisa sin sacar la mirada del texto. Cuando terminó la lectura, dijo: “Excelente”. Yo me sentí flotando en las nubes. Hemingway decía que un texto mío era excelente; jamás hubiera esperado una cosa así. Dijo también: “Yo le cambiaría el título ‘Un hombre terminado’, como lo tituló usted, y le llamaría ‘Los asesinos’ ”. “Sí, tiene razón”, acepté halagado al ver que ese era el único reparo que hizo a todo el trabajo. Pero más sorprendente fue lo que siguió, porque agregó: “¿Me lo puedo quedar?”. “Sí, por supuesto, para eso lo he traído”, le contesté. “¿Cuánto quiere por él?”. Abrí la boca, sin saber qué decirle, porque no entendí con claridad qué me estaba proponiendo. “Digo, cuánto dinero quiere. Se lo compro”. Yo continué sin hablar; Hemingway se dio cuenta de mi turbación. “¿Ciento cincuenta dólares está bien?”, dijo, para zanjar el arreglo. Pero, sintiendo que podía haber caído en una grosería, agregó: “No lo estoy presionando. Sólo le estoy diciendo que tome este trabajo pensando que lo escribió como ghostwriter”. “¿Ghostwriter?”, repetí. “Sí”, afirmó, “¿le interesa?”. “Ghostwriter” quiere decir “escritor fantasma”, un tipo de trabajo bastante común entre los yanquis. A veces se da que un personaje importante de la política o del espectáculo es tentado a escribir un libro, aunque no tenga capacidad para llevarlo a cabo. Es entonces que el editor busca a un buen escritor para hacer el trabajo literario, y quien lo firma es el otro, el famoso. También se dan los casos de escritores que no pueden cumplir con todos sus compromisos —no te olvides que allá todo se hace a gran escala—, y derivan parte de sus trabajos a writers sólo conocidos en los ámbitos literarios.

—Es increíble —dije.

—Pero así sucedió. Y desde esa noche pasé a ser el ghostwriter de Hemingway, porque ese cuento, que todo el mundo conoce como “The killers”, fue el inicio de mi relación laboral con él. A las pocas semanas me mudé cerca de Finca Vigía, el santuario cubano de Ernest. Pasé a ser su sombra; y en los meses y años siguientes fui acercándome más porque, en ese tiempo y hasta su muerte, estuvo muy necesitado de mí. Con él y su mujer compartimos safaris en el África, y más de una vez tuve que sacarlo de algún peligro, como cuando tuvimos aquel accidente con la avioneta, muy parecido a otro que él mismo tuvo por el año treinta y tres. Pero en aquella época era joven y pudo sobreponerse, andando con sus compañeros por la selva cerrada. Pero esta vez, cuando la avioneta capotó cerca del pie del Kilimanjaro, Ernest tenía muchos años encima y el espíritu quebrado. Si no fuera por mi presencia de ánimo hubiera quedado su cuerpo sepultado en medio de esa vegetación y esas piedras. Del aterrizaje forzoso salió herido en una pierna y yo cargué con él varios kilómetros, que se hicieron los más largos de mi vida en medio de tantas ramas y riachos que nos cortaban el paso. Tenía una quebradura expuesta y temía una gangrena. Como había sido camillero en la guerra del catorce, me iba indicando cómo tenía que curarlo. Armábamos campamento donde nos agarraba la noche y usábamos lo poco que pudimos cargar del avión. Comida no nos faltó porque, si bien yo nunca había cazado, allí tuve mi bautismo de fuego. Resultó que tenía buena puntería, “algo innato”, me dijo Ernest, que de eso sabía. Por suerte nunca me desesperé y anduve varios días llevándolo, confiando que en algún momento íbamos a llegar a un lugar cerca de la civilización blanca. Él quedó muy agradecido por lo que hice en esa selva, y fue por eso que una buena parte de sus derechos de autor, de ahí en más, tuvieron como destino mis bolsillos. Por supuesto, yo también me lo merecía porque siempre seguí aportando mis historias, que él firmaba. Tenía en claro que sobre mis hombros caía la responsabilidad de mantener la fama de Hemingway; si yo dejaba de escribir habría decretado su muerte literaria. Me empapé mucho de su estilo y, en ocasiones, le corregí imperfecciones. Cuando íbamos en camino a ese safari africano que te cuento, dimos una vuelta por Francia y paramos en el hotel Ritz. Allí le dijeron a Hemingway que en el depósito había un baúl a su nombre, que había sido dejado en mil novecientos veintiocho y nunca fue reclamado por nadie. Ernest no recordaba ese hecho, pero igual se hizo traer el baúl a la habitación y vio que era cierto: le pertenecía. Al abrirlo encontramos muchos recortes de periódicos de la década del veinte, fotografías originales en donde estaba él con algunas personas a las que había olvidado por completo y también innumerables textos, unos escritos a mano y otros a máquina. Pensé, al verlos, que podría ser un buen material para ilustrar sus años en París, aquellos de la primera posguerra. “Échele una mirada y fíjese qué podemos hacer con esto”, me dijo. Yo tomé un grupo de esos papeles y le di una ojeada rápida. “Según se ve a primera vista, acá hay un libro, Ernest”. “¿Con esta basura?”, exclamó. “Con esto se puede armar un volumen de crónicas de la París de los veinte”, le contesté. Hemingway entrecerró los ojos, y mientras se iba caminado con lentitud, dijo: “Ah, cierto, en esa época París era una fiesta”, y largó un suspiro. Parecía que su mente y su corazón se hubieran hundido en un ayer joven y despreocupado. Luego se dio vuelta y me dijo: “Se lo encargo. Arme ese libro”. Ese fue el único trabajo ingrato que tuve con Hemingway, porque me pasé ordenándolo y volviéndolo a escribir casi todo durante muchísimos meses, pero Ernest se mató antes de que yo lo pudiera terminar y no tuve más remedio que dejarles todo el material a sus familiares. Salió a la venta unos años después, pero por ese trabajo no cobré nada. La muerte de Ernest me afectó mucho y pasó bastante tiempo hasta que me pude conectar con otro escritor, aunque por el boca a boca yo era bastante conocido en el ambiente literario y más de uno quería mis servicios. Sabían de mi capacidad para armar textos y de mi discreción para que eso no trascendiera. Por mí nadie iría a saber nunca cuáles textos fueron hechos por mi mano y cuáles eran los de tal o cual escritor. Lo que te estoy contando hoy, jamás se lo conté a nadie. Además, lo que gané en todo ese tiempo sirvió para mantenerme y hacer valer mi capacidad. En el setenta y algo, conocí a Jerzy Kosinski en un vernissage. Charlamos un rato, y cuando supo que había estado tanto tiempo con Hemingway, se interesó por mi trabajo. Como todo escritor norteamericano, él sabía la manera de manejarse en el ambiente literario; para nadie es un secreto el ghostwriter y mucho menos lo era para él. Sin demorarme, le tiré un par de ideas. Una le gustó mucho —en ella, el personaje central es un infradotado que los demás toman por un genio y lo consultan sobre cosas trascendentales para el mundo de las finanzas y la política. Con esa idea armamos un libro que anduvo en forma maravillosa. Incluso, se hizo una película basada en él. Podría haber seguido trabajando con Kosinski, pero apareció Paul Auster, un poeta que, en aquellos años, a duras penas se ganaba la vida con traducciones del francés, y Jerzy optó por seguir con él. Yo di un paso al costado; entendí que los dólares le hacían más falta a ese muchacho que a mí. No sé cómo terminó esa relación, pero con un loco como Kosinski cualquier final era posible. Además, la real causa por la cual dejé a Kosinski, y a todos los otros que aparecieron después, fue otra. Llegó un momento en que me sentí cansado. Y si me preguntás de qué me cansé, te podría decir que me cansé de fabular todos los días, de ser otro cada vez que me ponía a armar un relato, de vivir esa vida ficticia del personaje literario. Pero, a veces pienso, y con mucho miedo, que no es de eso que me cansé. En algunas ocasiones creo que me cansé de vivir —terminó diciéndome Benítez. Extendió las manos sobre las sábanas, con las palmas hacia abajo, y me miró con ojos de perro aburrido.

Al poco tiempo de estar internado, y cuando aún no sabíamos con certeza qué era lo que aquejaba a Benítez, llegó a Buenos Aires una mujer que había pasado con amplitud los cuarenta. Era una morocha caribeña, residente de toda la vida en la ciudad de Miami; se notaba que habría sido linda de joven, pero ahora esa belleza estaba estragada por los años y los kilos de más. Hablaba con el acento antillano, mezclando “foriver”, “crismas”, “tudey”, “broder” y “iesterdey” en sus parlamentos en español. Venía buscándolo, y fue por eso que se acercó a nosotros, ya que la familia de Benítez no quiso saber nada con ella, y ni siquiera la recibió. Entre nosotros decidimos no llevarla hasta Benítez; no estaba recuperado y no queríamos sumarle algún posible problema pendiente en Estados Unidos. La mujer, lejos de extrañarse de eso, lo justificó.

—Ia Carlos me había platicado sobre eso en Miami. La familia le abandonó foriver —nos dijo.

Estuvo varios días acá, y no sé si cansó o se quedó sin plata, pero lo cierto es que decidió volver a Miami a pesar de no lograr encontrarse con Benítez. Se fue suponiendo que Benítez iba a retornar a la península en algún tiempo más. Nosotros, los amigos de Benítez, la tuvimos a mentiras todos esos días; algunos le decían que él se había ido al interior, otros dijeron que viajó a Bolivia y hasta hubo alguno que le dijo que quizás estuviera escalando el Aconcagua. En esos días nos contó cuál era el asunto que la había traído al país. A Benítez lo conoció cuando él era muy joven y estaba recién llegado a la Florida.

—Para mí siempre fue mai broder —nos contó, y nosotros imaginamos que su relación con Benítez había sido uno de esos cariños fraternales que tienen su comienzo en la cama.

Ella hacía sus primeras armas en la calle y frecuentaba el bar donde Carlos lavaba copas y atendía la barra, porque ese bar era su parada habitual antes de salir a buscar clientes. Una noche, en tren de confidencias, Benítez decidió contarle su vida. Le contó que era nieto de un estanciero de la pampa, aunque él y sus padres siempre vivieron en una hermosa mansión en Buenos Aires. Su madre era la hija de ese estanciero y su padre era un fuerte importador de madera paraguaya. Le contó que la madre siempre fue una desdichada en cuestiones del amor y se había casado pasados los treinta, mientras que su padre había tenido otro matrimonio. Antes de que Benítez cumpliera los dos años, su padre comenzó a tener problemas graves en sus negocios. Benítez no supo explicarle con exactitud cuáles eran, pero imaginaba que debía ser un lío de impuestos adeudados o, tal vez peor, ciertos negocios de contrabando relacionados con la maderera. A raíz de que esa situación se le hizo insostenible, no quiso dar un paso atrás en sus conquistas económicas —a veces, el dinero se torna más importante que la vida— y decidió desaparecer de Buenos Aires, de la vida de su madre y de la de sus amigos, de manera tan abrupta como había llegado. Durante la corta convivencia, este hombre se había encargado de sacar del entorno de la madre a los profesionales que prestaban servicio a la familia desde hacía años. De ese modo, él tomó las riendas de todo. Cuando desapareció, su madre quedó sin saber en qué lugar estaban sus pertenencias, cuáles eran los negocios pendientes, cuáles las cuentas bancarias y a nombre de quién. No sabía cómo hacer un cheque, tampoco si esas chequeras existían; desconocía si era acreedora en algún emprendimiento o si había cuentas para cobrar. Les pidió ayuda a sus antiguos abogados y contadores pero éstos, heridos en su amor propio por haber sido desplazados por el esposo, no le prestaron ninguna colaboración y dejaron que ella se debatiera en su terrible ignorancia. De allí en adelante, la madre sólo tuvo un objetivo en su vida: encontrar al marido prófugo y buscar cómo vengarse, con la furia ciega de un animal herido, aunque en ese momento no supiera cuál era la forma que tomaría esa venganza. Le contó que su madre, en más de una ocasión, confesó su deseo de matarlo; incluso para ese fin manejó diferentes posibilidades de hacerlo, algunas de las cuales, decía ella, la dejarían libre de sospecha. Lo fue rastreando por medio de investigadores privados, hasta que un día, luego de cinco o seis años de búsqueda, le llegó el dato cierto de que lo habían localizado en España. Hasta ese momento, Benítez y la madre vivían gracias a la venta paulatina de sus joyas, alhajas que en su conjunto tenían un valor más que millonario. Recorrió los lugares de España que el investigador mencionaba como posibles paraderos de su esposo, pero no tuvo éxito. Como tenía obligación de volver a la Argentina y su rastreo no estaba terminado, tuvo la mala idea de dejar a Carlos como pupilo en un buen colegio español, para no cargar con él en un viaje de ida y vuelta, ya que esperaba regresar pronto. Pero en Buenos Aires, en el tiempo en que se avecinaban las vacaciones y debía volver a España a juntarse con el hijo, sufrió un grave accidente que la dejó postrada por semanas. Fue imposible volver para esa fecha. Benítez, que tenía ocho años, pasó el fin de año y esas vacaciones en la soledad del colegio, sin otra compañía que la de los religiosos, gente extraña que ni siquiera tenían su acento o sus costumbres. Fue allí que cambió su carácter; se hizo rebelde y peleador. Fue adquiriendo vivencias muy parecidas a la de los chicos desamparados.

—Mira tú —nos dijo la mujer, para reafirmar lo emocional de la historia—. Pasó crismas solico.

Esto lo marcó para toda la vida, y le creó un odio permanente hacia su madre y el mundo que la rodeaba. Al final del período de curación, la madre volvió a Europa y trajo a Benítez de vuelta a Buenos Aires. Pero algo se había roto para siempre entre ella y él. Además, la situación económica no había cambiado; la madre seguía sin saber en dónde estaban sus bienes y ambos subsistían con el dinero que conseguían del empeño de su patrimonio, cada vez más escaso. Ella transcurría en un mundo irreal, viviendo como una mujer adinerada, pero en la realidad tenían las mismas privaciones económicas de aquellas personas que habían sido, en otras épocas, parte de su servicio doméstico. La madre sufría continuos ataques de ira, no comprendía las nuevas relaciones con el entorno, y el pequeño Carlos Benítez, a los doce años y cansado de esa esquizofrenia, se fue de la casa, para siempre. Pasó a vivir como un vulgar chico de la calle. Entraba a las pizzerías a pedir las sobras que dejaban los clientes; se juntaba con otros pequeños como él a dormir en los vagones fuera de servicio de las viejas estaciones. Para procurarse dinero, vendía golosinas en los transportes públicos. El mundo anterior se le fue borrando a medida que pasaban los años y su vida dejó de tener pasado. Al llegar a la adolescencia ya había perdido la memoria de su antigua casa y de aquella vida plácida entre algodones. En esos años se enamoró de una muchacha de pasar modesto, y por ese amor pudo salir de la calle. Con esa chica se casó y comenzó otra vida, pero siempre entre escasez de dinero y horarios extensos. Hasta que un día le llegó la noticia de la muerte de su madre. Cuando lo supo ya había pasado un tiempo y llegó a la casa cuando su madre había sido sepultada. A Benítez no le quedó la posibilidad de verla por última vez y tratar, desde su interior, de reconciliarse con ella. Con esa muerte, la película de su vida empezó a rebobinarse y él comenzó a recordar cosas que se hallaban hundidas en lo más oscuro de su memoria, aquellos hechos que esperaban un disparador que los volviera al presente. Eso se potenció varios años después, cuando hacía tiempo que Benítez vivía en Miami, separado de su esposa, y sólo regresaba a Buenos Aires una vez al año. Un día recibió un llamado. Alguien, un abogado al que nunca había tratado, le ofrecía una fuerte suma de dinero por un par de terrenos que eran de su propiedad. Primero se asombró por la oferta; su memoria se había encargado de no registrar que él podría poseer propiedades. Fue sólo un instante, porque ahí recordó que esos terrenos pertenecían a su madre, conocía su ubicación, pero no tenía un solo papel que acreditara su pertenencia. Sin embargo, este abogado le dijo que sabía cómo hacer la transacción, lo que quería significar que estaba en conocimiento de datos sobre Benítez, datos que el propio Benítez no recordaba. Desconfió de la oferta, aunque era un buen dinero, y a la vuelta a Miami charló con esta mujer sobre esa proposición. Benítez le contó que empezó a hacer memoria de las propiedades que tenía. Esa oferta tiró abajo la pared de olvido que edificó entre él y su pasado aborrecido, y surgieron, poco a poco, los recuerdos del entretejido de su vida anterior. Si le ofrecían tanto dinero, era porque el negocio sobre sus inmuebles era muy grande. Manzanas enteras de Buenos Aires eran de su madre, campos en las cercanías que fueron arrendados desde décadas atrás para chacras y tambos, lotes de terrenos en la costa y en los principales balnearios, adquiridos por la familia cuando esos lugares eran médanos desolados. Todo eso le pertenecía y se impuso la obligación de recuperar su patrimonio, pero para lograrlo era necesario una cantidad de plata que Benítez no tenía. La dominicana le propuso darle parte de sus ahorros, pero él, desde un principio, se negó. No consideraba ético que la mujer, al fin y al cabo una persona ajena a sus problemas, arriesgase su dinero en la recuperación de aquello que le pertenecía. Se negó muchas veces más, pero la insistencia de la mujer fue tanta que terminó aceptando, pero le impuso la condición de hacerla socia en lo que recuperase. Así, cada vez que regresaba a Buenos Aires con el dinero de la caribeña, iniciaba la búsqueda y recuperación de sus bienes. Cuando esto ocurría y conseguía legalizar en los papeles sus propiedades, volvía a Miami y le extendía documentos que la hacían dueña de la mitad de lo recobrado. Ella nos mostró una carpeta con todos los papeles, que estaban sellados, membreteados y escritos en la jerga de contadores y abogados. Nosotros no quisimos mirarlos; no sabíamos nada de cosas legales. Tampoco estábamos muy convencidos de que fueran legales. Luego de esa charla, no la vimos más; lo más probable es que ahora esté en Miami esperando el regreso de Benítez. Tal vez con el tiempo esos papeles se vuelvan amarillos o quizás los pierda en alguna mudanza. Benítez, para ese entonces, va a ser un recuerdo borroso en su memoria.

No pasaron ni dos meses del regreso de la mujer a Norteamérica cuando llegó un hombre desde Miami. Esta vez no lo vi, pero los del bar me lo contaron. También venía a buscarlo; tenía una cuenta que arreglar con él. Según me dijeron —aunque no fueron muy explícitos, porque ninguno le dio demasiada importancia—, ese hombre era un antiguo patrón que Benítez había tenido cuando era un recién llegado a la Florida. Lo tuvo de lavacopas un tiempo; luego Benítez se fue de la ciudad y pasó bastante antes de que volviera a verlo. Benítez le contó que había progresado y que ahora estaba dedicándose a las franquicias de empresas yanquis en la Argentina. Fue allí que le propuso ampliar su negocio de comidas rápidas, instalando varias sucursales en Buenos Aires y cobrándoles las regalías por el uso del nombre. Lo entusiasmó diciendo que en unos años más llegaría McDonald’s a Buenos Aires y ya no habría lugar para otra cadena. El momento era ese o nunca, pero hacía falta algo de dinero para promocionar la marca; luego, sería fácil hacer buenas hamburguesas en el país de la carne. Además, él mismo contaba con una buena cantidad de ganado que pudo arrebatarle a un descendiente de un antiguo cacique araucano, quien le arrendó un campito en La Pampa prometiéndole un pago que nunca cumplió. Según dijo ese hombre, Benítez le había contado con detalles la historia casi fantástica entre Carlos y el araucano, pero nunca se la narró a ninguno. Los muchachos comentaron que ese hombre apenas estuvo un par de días y se fue. Me lo describieron como un tipo tosco, de pocas luces y avaricioso, pero su torpeza no era tanta como para no darse cuenta, casi de inmediato, que su viaje para recuperar el dinero que le dio a Benítez para aquella empresa había resultado inútil. No supe si algún otro llegó desde Miami hasta aquí buscando a Benítez; tal vez no hubo ninguno más, pero no es difícil imaginar que allá quedaron varios con los que tendría cuentas pendientes. En este punto comencé a entenderlo. Nunca nadie supo de qué vivía Benítez en Norteamérica; ahora yo sí lo sé.

Durante treinta años estuvo ejerciendo su vocación por las letras. Supo armar los mejores cuentos que uno pudiera imaginar. Los hizo usando su innegable talento para la ficción. Un talento que nadie pensaba que tenía, pero él, lejos de todo y sin esperar aplausos, hizo cierto aquello de que la ficción sólo es válida si el que la recibe la considera una verdad. A veces, cuando voy en camino al sanatorio a visitarlo, me pongo a pensar en lo gozoso del momento en que Benítez —no sé si en la soledad de un cuartucho o detrás de la mesada de la cocina del fast food— hilaba un nuevo relato, sabiendo de antemano a quién iba dirigido. Me hubiese gustado estar en esos momentos para no perderme ninguno de los cuentos. Aunque de todos ellos, me refiero a los que conocí y también a los que intuyo pero que no conocí, creo que el del ghostwriter de Hemingway fue el mejor. Pero, si soy sincero, quizás lo crea porque ese fue el que me dedicó en pago a la atención brindada en estos últimos meses. Cada uno se conmueve con la ficción que más le llega, y él era un talento para percibirlo y dar en el blanco del sentimiento ajeno. Benítez imaginó, les dio forma y difundió sus cuentos, forjando, con la minuciosidad de un orfebre, el relato que más iba a emocionar a cada uno de sus destinatarios.

Toda su vida vivió de la literatura, aunque no haya escrito, nunca, ni una sola línea.