Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
“El gran Meaulnes”, de Alain FournierEl gran Meaulnes no volverá

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Si la literatura se resiste a morir, según como sea esa resistencia, ¿cuántas y cuáles páginas llevarán ese ardor que provoca el dedo sobre la llaga? Sé que es inútil la pregunta; sé que de nada vale formularla: la respuesta está en el futuro. Tampoco espero que sobrevivan algunas de mis páginas predilectas, que son unas pocas en el creciente río de las literaturas, y me atrevo a asegurar que entre esas páginas sobrevivientes no estarán las de El gran Meaulnes. Y no porque esa inspiración novelada del soldado Alain Fournier no merezca más larga posteridad: ha corrido casi un siglo y aún se reedita, pero comienza a ser antigualla, rareza de tiempos que no volverán, caduca expresión del espíritu.

La aventura adolescente de Agustín Meaulnes es una vigilia y un sueño provincianos que sólo puede atraer almas afines, con experiencias similares, y no a jóvenes o maduros lectores de las generaciones de las computadoras, los juegos de videos, las canciones de letras violentas, la omnipresente televisión y la Internet. Si no me equivoco, podría ejercer su atracción, de hondas nostalgias y felicidades proclamadas, con la sola condición de ser tenida como curiosidad literaria de principios del siglo XX; pero tan afortunado destino significa bregar demasiado y en desventaja con la sensibilidad (o insensibilidad) de estos días. Probablemente ése sea el reto de toda la literatura y de toda la poesía en los días que corren, pero será más difícil ese reto para libros como El gran Meaulnes, por ser recreación de experiencias y ambientes casi desaparecidos. La misma palabra aventura significa algo hoy muy distinto; hoy, cuando toda experiencia o toda aventura es poca cosa si no es calificada de “extrema”, ¿emocionará a algún adolescente la vivencia tocante e imborrable de la extraña fiesta en la mansión sin nombre?

El gran Meaulnes es la exaltación de un tiempo de inocencia que con sus desengaños trae aparejadas la educación de los sentidos, la ponderación de la memoria y la exaltación del amor como imprescindibles fundamentos, aunque endebles, de la existencia. Crecen Agustín Meaulnes y François Seurel, el uno como héroe melancólico y el otro como amigo y admirador de aquél, y cuando Seurel cuenta la aventura de Meaulnes y refiere sus estados de ánimo, van uniéndose en un mundo y una sensibilidad que página tras página van madurando desde el momento en que por primera vez Meaulnes sentía por dentro esa ligera angustia que se apodera de nosotros al final de los días demasiado bellos. La inocencia y la rutina provincianas se van desmoronando poco a poco, aunque ese desmoronamiento se inicia con un suceso inesperado y la vida comienza a mostrarse sin máscaras, con sus glorias y sus caídas. Se equivocan, por eso, quienes confunden en El gran Meaulnes inocencia con ingenuidad: dije inocencia, que es estado del alma limpia de culpa, y no ingenuidad, que es falta de malicia, porque Meaulnes, Seurel y Frantz e Ivonne de Galais viven desafiando lo doloroso y feliz que puede ser encontrar (o recibir) la belleza y padecen las trabas que el mundo opone a esa experiencia trascendente. En ellos no late culpa alguna: sienten el dolor y la alegría de vivir con el coraje y la entereza de quienes se sienten atraídos por aquello que es más serio y solemne de lo común, de quienes sienten que su adolescencia se va alejando. Con ellos vive y muere una experiencia que rebasa las fronteras temporales y psíquicas de la adolescencia; sus encuentros y desencuentros los marcan en el corazón y les dejan notables alteraciones en sus rostros y en sus miradas. Frantz de Galais se convierte en saltimbanqui errabundo, Ivonne de Galais en una mujer de sensibilidad anhelante y atormentada, Agustín Meaulnes en un buscador desesperado de la belleza o la eternidad en el momento y François Seurel sabe que su adolescencia se ha ido para siempre y sólo permanece, enaltecida, en la memoria. Más que estar lejos de esas vivencias por el ámbito en que se desarrollan, se está lejos de ellas por los cambios en el sentir de las generaciones posteriores, aunque no puede ignorarse que ya en su época lo que representa El gran Meaulnes es motivo de discordancia. Eso ya lo sabía Fournier y se vale de las cartas de Meaulnes para expresarlo: “...es la ciudad desierta, la noche interminable, el verano, la fiebre... Seurel, amigo, estoy lleno de congoja”; “soy como aquella loca de Santa Ágata que salía a cada minuto al umbral de la puerta y miraba, la mano encima de los ojos, del lado de la estación, para ver si venía su hijo que había muerto”.

Calificar de relato juvenil a El gran Meaulnes es igual de inexacto y apresurado que cuando así se etiqueta a Demian o Peter Camezind, de Herman Hesse, o El juguete rabioso de Roberto Arlt; limitar a El gran Meaulnes a novela de aventura no difiere de la ceguera que sólo ve relatos de marinería en El corazón de las tinieblas o La línea de sombra de Joseph Conrad. Claro que El gran Meaulnes es obra de juventud y aventura, pero en un orden muy distinto al de los libros que sólo procuran entretenimiento o roban nuestra atención con prosa tensa y sugestiva, aunque ésta sea una de sus virtudes. Detrás de su aparente sencillez se representa una aventura vital nada frecuente, y Meaulnes y Seurel lo saben y por eso preguntan y repreguntan acerca de ella, muchas veces con desesperanza o con la inconfesada convicción de que la respuesta les huye o no les será fácilmente concedida a sus razonamientos: “Quizá cuando estemos muertos, quizá sólo la muerte nos dará la clave y la continuación de esta aventura fallida”, escribe Meaulnes a Seurel, cuando desolado en París le parece que nunca sabrá otra vez de la mansión misteriosa y de la gente que allí conoció. Cierto que el joven Seurel, llegado el momento, toma una determinación que trae el desenlace esperado: “Así como hasta entonces había sido un niño triste y soñador y ensimismado, así mismo me volví resuelto y, como dicen entre nosotros ‘decidido’, cuando sentí que dependía de mí la resolución de esta grave aventura”. Pero ese desenlace, que comienza con esa resolución y por ello conoce, en casa de su tío Florentino, a Ivonne de Galais y al padre de ella, no resuelve el drama de Meaulnes ni de ninguno de ellos. Sabe desde entonces, eso sí, que la mansión perdida ya no es una mansión... lo vendieron todo, los compradores, unos cazadores, hicieron tumbar las viejas edificaciones para agrandar sus terrenos de caza; el gran patio de recepción no es ya más que un erial de brezos y retamas... Los antiguos dueños no han conservado sino una pequeña casa de dos pisos y la granja. También sabe desde entonces que en las relaciones entre los seres humanos median otras afinidades, no sólo las que engrandece la fantasía; sabe Seurel esas sutilezas y a través de él Fournier comienza a revelar su conmovedor sentido poético: “Estábamos incómodos los tres [Seurel, su tía Julia e Ivonne de Galais] por esa soltura para hablar de las cosas delicadas, de lo que es secreto, sutil y de lo cual no se habla bien más que en los libros”. Y en esa misma conversación Fournier pone en boca de Ivonne de Galais, que manifiesta su vocación de maestra, lo que él mismo alcanzó con El gran Meaulnes y es su propósito fundamental: “Les enseñaría [a los muchachos] a encontrar la felicidad que está ahí cerca de ellos sin que lo parezca...”. Al momento de despedirse en ese primer encuentro con Ivonne de Galais, Seurel cobra conciencia del destino que comenzó el domingo de noviembre de 189... cuando Agustín Meaulnes llegó a su casa, la Escuela Normal de Santa Ágata; y sabe que es así porque “cuando me tendió la mano, para irse, había entre nosotros, más claramente que si nos hubiésemos dicho muchas palabras, un entendimiento secreto que sólo la muerte iba a romper y una amistad más patética que un gran amor”.

 

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¿Dónde estuvo Agustín Meaulnes cuando se pierde en los cruces del camino que conduce a Vierzon?, ¿en la mansión perdida?, ¿en un dominio misterioso? Estos son los nombres que él y Seurel le dan, los que universalmente ubican, en el Viejo Nancay, el lugar donde Agustín Meaulnes vive su “grave” o “extraña” aventura, pero él sabe que son meras denominaciones que encubren la verdad de su experiencia: “Un hombre que una vez entró de repente en el Paraíso, ¿cómo podría acomodarse después a la vida de todo el mundo? Lo que constituye la felicidad de los otros me pareció irrisorio”. A diferencia del hombre de la especulación de Coleridge, que sueña que estuvo en el Paraíso y despierta con una flor en la mano como prueba de ello, Meaulnes entra despierto al Paraíso y la flor que lo prueba brota y perdura en su memoria, lo desespera, lo hace maduro y como Don Genaro (ese singular maestro brujo de los libros de Carlos Castaneda) siente que en el camino iniciático a Ixtlán él y a quienes se encuentra ya no son los mismos. Agustín Meaulnes, como un iluminado, le confiesa a Seurel que “ahora estoy persuadido de que, cuando descubrí la Mansión sin nombre, yo estaba a una altura, en un grado de perfección y de pureza que ya nunca volveré a alcanzar. En la muerte solamente, como te lo escribí un día, volveré otra vez a encontrar la belleza de aquel tiempo”.

Al menos Agustín Meaulnes no está completamente solo; su amigo Seurel es su alma afín, influido (o contaminado) por la experiencia de Meaulnes, por la fuerza expresiva con que la refiere. Gradualmente Seurel, puede decirse, también “entra en el Paraíso”: sus sentidos se van aguzando, la melancolía y la nostalgia lo acompañan y le enseñan otro modo de ver el mundo; contempla reposadamente la belleza de Ivonne de Galais, sus amables gestos y palabras; sabe que ya no es un joven provinciano más y no se envanece de ello. Sólo alguien “tocado” por la gracia de vivir, imbuido de sentido poético, puede hablar así:

Habíamos llegado a este sitio por un dédalo de caminitos, a veces erizados de piedrecilla blanca, a veces llenos de sal; caminos que los manantiales transformaban en arroyos al llegar a las inmediaciones del río. Al pasar, las ramas de los groselleros silvestres nos agarraban por la manga. Y a veces estábamos sumergidos en la fresca oscuridad de los fondos de los barrancos, a veces al contrario, al interrumpirse los setos, nos bañaba la clara luz de todo el valle. A lo lejos, sobre la otra orilla, cuando nos acercamos, un hombre encaramado en las rocas, con un gesto lento, tendía cuerdas para peces. ¡Qué hermoso era todo, Dios mío!

François Seurel ya no es el muchacho emocionado con la aventura de su querido y admirado amigo, él también “recibe” la gracia; la recibe con suficiente aplomo para lograr que Ivonne de Galais y Agustín Meaulnes se reencuentren y consagren su amor. En adelante actúa con decisión para alcanzar cuantos fines relacionados con la extraña aventura se propone, sin ignorar la presencia constante (la otra gran presencia en sus vidas) de la orgullosa hermana muerte, como la llamó Thomas Wolfe. No sólo la adolescencia se va, sino la vida misma; en su transcurrir las pasiones, las alegrías y los desengaños nos mueven: vale la pena amar, celebrar la amistad, caminar por los campos, jugar a héroes y malvados, procrear, ver morir a los padres y al final, como varias veces lo repiten Meaulnes y Seurel, tal vez esté la clave. Eso aprende François Seurel... y no es poca cosa.

 

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Desde la primera vez que leí El gran Meaulnes me causó curiosidad la imponente presencia de la muerte: ¿no es raro que, tratándose de una novela juvenil, sus protagonistas la sientan tan cerca como la felicidad con sus vaivenes? Más raro aun es que esa presencia de la muerte no les provoca pavor y, por el contrario, la encaran con un valor del todo inusual en los adolescentes. En ellos la muerte no los ronda como en esas novelas de aventura en que los héroes están a punto de morir en las garras de un animal feroz o sobreviven milagrosamente al caer por un despeñadero; no, Seurel, Meaulnes y los Galais se refieren a ella, la muerte, con inusual y triste naturalidad, aunque sus vicisitudes no entrañan peligros mortales. Ni siquiera la previsible muerte de Ivonne de Galais llega a convertirse en pretexto para sensiblerías comunes cuando muere un ser humano joven y hermoso. Seurel es testigo de la agonía de Ivonne de Galais, y de una de sus crisis refiere, con tono sombrío pero firme ante el presentimiento del momento indeseado y doloroso: “La enferma pudo respirar un poco, pero siguió medio ahogada, los ojos en blanco, la cabeza echada hacia atrás, siempre luchando, pero incapaz, así fuera por un instante, de mirarme o hablarme, de salir del abismo en que estaba cayendo”. La misma noticia de la muerte de Ivonne de Galais se ajusta a la profunda sencillez que es el aire y el corazón de El gran Meaulnes; llega con las palabras de un niño que venía a decirme que “la joven señora de Sablonnières había muerto ayer al anochecer”. Le toca a Seurel bajar el cadáver desde su cuarto hasta el ataúd, en la planta baja, y allí conoce, cara a cara, en la hermosa cara de Ivonne de Galais, ya no en el presentimiento sino en un cuerpo ganado por ella, la muerte, la grande: “Agarrado del cuerpo inerte y pesado, inclino la cabeza sobre la cabeza de ella, respiro con fuerza y sus cabellos rubios aspirados me entran en la boca; cabellos muertos que tienen un sabor a tierra. Ese sabor a tierra y a muerte, ese peso sobre el corazón, es todo lo que queda para mí de la gran aventura, y de ti, Ivonne de Galais, mujer a quien tanto buscamos, mujer tan amada...”.

Muere también el señor de Galais, se apaga pacíficamente; lo llora serenamente Seurel, sentado a la cabecera de ese viejo encantador, cuya manera de pensar indulgente y la fantasía aliada a la de su hijo habían sido la causa de toda nuestra aventura. Con igual firmeza, pese a su desesperanza y su errancia atormentada, se entera Agustín Meaulnes, cuando por fin regresa a Sablonnières, de la muerte de Ivonne de Galais:

—¡Ah! —dijo con voz breve—. Está muerta, ¿no es cierto?

Conocen el señorío de la muerte, vacilan por momentos, aturdidos, y siguen su aventura vital. Ya son hombres, todavía con aires infantiles, y comprenden que la felicidad y la muerte están a la vuelta de la esquina o junto a ellos o andan con ellos todo el tiempo y ahora saben más de la vida y aún saben muy poco.

 

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Después de arreglar el encuentro de Frantz de Galais y Valentina, la amada esquiva, después de unirlos tal vez para siempre, Meaulnes regresa con ellos a Sablonnières, donde Seurel ya se ha encariñado con la hija de Agustín e Ivonne. Sabe Seurel que tarde o temprano Agustín envolverá a la niña en un abrigo y partirá con ella hacia nuevas aventuras. De todas maneras, ya Meaulnes es un hombre que vive con el pensamiento horrible de que ha renunciado al Paraíso y da pasos de ciego a las puertas del Infierno. Quizás exagera Agustín Meaulnes, por la amargura del momento, cuando ya no alberga esperanzas de encontrar a Valentina y juntarla con Frantz, que entonces andaba de saltimbanqui de un pueblo a otro. Seguramente se irá Meaulnes, como lo prevé su amigo del alma, pero ya la gran aventura ha sido vivida, ninguna otra la superará. Si intentamos prolongar la ficción de Alain Fournier, no hallaremos otro final superior al que él concibió para El gran Meaulnes, y sabremos que toda su intuición, todo su sentido poético, quedó en esas páginas porque le tocaba morir pronto en un campo de batalla de la primera orgía tanática del siglo XX. Al menos yo creo que el gran Meaulnes no volverá; estará conmigo, en mi memoria entusiasmada por sus aventuras, hasta mi último día. Ojalá esa forma de la belleza (por decir lo menos) que concibió el espíritu en los primeros años del siglo pasado, perdure en otras memorias y en otros devotos de su poesía donde inocencia, felicidad, muerte y belleza conviven en su propia armonía y en sus propias conjunciones.

El gran Meaulnes no volverá, me parece, a este mundo acelerado y cambiante por fuerzas de muy poca o ninguna alma, donde poquísimas voces aisladas del decir cordial son desoídas. A un mundo enloquecido por el poder político y económico no puede volver el gran Meaulnes, tampoco su amada ni su amigo: sería demasiado para sus almas provincianas y para sus sentidos exacerbados. Tal vez más adelante pueda volver, con su intensidad juvenil, El gran Meaulnes; por ahora, algunos dogmas endurecen los corazones y son otros los motivos de las diversas literaturas.