Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Ilustración: TongRo Image StockBajo el sol

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Nora entró en casa y atravesó el zaguán saltando de baldosa en baldosa con sus zuecos de madera como si jugara al tejo. Su madre y Patricia, la hermana mayor, departían en torno a la mesa de la cocina. ¡He sacado un sobresaliente en griego, c’est magnifique!, gritó. Impasible y ágil Patricia la recriminó. No sé de qué te alegras tanto, guapa, si aún no has aprobado las matemáticas de primero ni de segundo de Bachillerato.

Cabizbaja se refugió en su habitación, se tumbó en la cama, y reconoció que no pasaba por su mejor día. Sí, la buena nota permitió que olvidara por unos momentos el lastre de los suspensos ya crónicos en su asignatura maldita. Sin embargo lo más duro sucedió aquella mañana en el patio del instituto. Sorprendió a su amor secreto besándose con la empalagosa de Dulce. Esa rubia artificial, de ojos claros y cerebro extraviado. Aquello sí que resultó un golpe bajo. Desde que conoció a Quique en primero mudó clandestinamente su corazón al suyo. Releyó y aprendió el poema Si me llamaras de Pedro Salinas y albergó la esperanza de que algún día los versos se hicieran realidad. Pensó de pronto que esa punzada instalada en el estómago desaparecería suicidándose. Lo haría introduciendo la cabeza en el horno después de abrir la llave del gas. Pero enseguida descartó la idea al percatarse de que su madre no volvería a elaborar pastelitos para su hermana pequeña Sara. Barajó practicar una de sus actividades favoritas, interpretar las formas de las nubes. Pero, claro, siempre contemplaba el cielo con su amiga Lucía y ahora andaban enfadadas. Fue desde aquella tarde en la que Nora aseguró que uno de aquellos cúmulos modelados por los alisios se asemejaba a Julio Verne. Lucía comentó que más bien parecía el rostro de Puccini, el compositor de Madame Butterfly. Escandalizada la corrigió aseverando que el autor era Verdi y no Giacomo. Lucía se ofendió porque si alguien conocía esa ópera era ella. Desde la niñez escuchó repetidas veces la historia del oficial norteamericano que abandonó a su amada comparándola con la de su padre que emigró a Venezuela y nunca más se supo de él. Así que lo mejor, infirió Nora, sería acudir a su afición más preciada.

Se marchó a la biblioteca. Recorrió de puntillas los pasadizos de libros ordenados y escudriñó los estantes hasta que por fin se encontró con él. Permanecía solitario sobre el anaquel. Firme, esbelto e incitador. No dudó en solicitarlo en préstamo y llevárselo a casa. Comprobó que de las nubes ni rastro, en cambio una tarde luminosa de primavera se abría paso. Subió a la azotea y se dispuso a practicar su ceremonia secreta. Colocó el libro en el borde justo donde el sol se abatía antes de sucumbir al crepúsculo. Sentada frente al tomo observó cómo la cubierta de tela azul ultramarino se iba volviendo celeste. El papel comenzó a dilatarse y las hojas se fueron separando lentamente. Después de una hora sostuvo entre sus manos La voz a ti debida y comenzó a acariciar la superficie impresa. Disfrutaba del sonido que producían los folios deshidratados bajo el sol. Y mientras avanzaba por el libro se decía, si pasaras las páginas, sí, si las pasaras, todo cambiaría.