Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Rescoldo

Comparte este contenido con tus amigos

Fotografía: Stock.Xchng

El Fatiga iba adelante, abriéndose paso entre la multitud de transeúntes. Caminaba rápido y encorvado, escrutando de reojo el movimiento de la calle. Llevaba puesta una gabardina raída de color verdoso y cargaba bajo el brazo derecho un paquetón envuelto en papel de embalaje atado con hilo sisal. La gente sorprendida o irritada se hacía a un lado antes de ser embestida. Otros jóvenes que lo seguían de cerca llenaban de inmediato el surco de gente que se formaba a su alrededor. Los demás concurrentes deambulaban por la acera fingiendo naturalidad. Además de los bultos delatores que encubrían los neumáticos, algunos de ellos transportaban bidones de nafta cuyo tufo se percibía desde lejos.

Llenaban ambas veredas de la principal avenida, en el centro capitalino donde se apiñan las oficinas y comercios, a la hora vespertina de mayor tráfico. Las parejas ad hoc miraban las ofertas que exhibían las vidrieras de las tiendas mientras consultaban insistentemente las agujas del reloj. Cada minuto de espera aumentaba el riesgo de denuncia, la anulación de la sorpresa, el costo humano de la movilización. El día anterior un estudiante había muerto en un choque callejero con la policía.

A la hora convenida el Fatiga saltó a la calle gritando a voz en cuello una consigna que fue rápidamente acompañada por cientos de personas. El súbito estruendo retumbó en la avenida y se encajonó entre los edificios. Agustín sintió el miedo en la boca del estómago pero bajó a la calle y se sumó a la grita. Por una fracción de segundo le pareció que algo semejante al pánico escénico se apoderaba de los estudiantes y hasta le dio vergüenza ajena la soledad del Fatiga inaugurando la protesta y articulando las primeras sílabas del eslogan. El primer manojo de volantes arrojado hacia el cielo quedó allí suspendido como si el tiempo se hubiese detenido. Primero fue un paf asordinado y después un rumor expansivo de papeles que no terminaban de caer. Parecían infinitos los panfletos que aleteaban sobre las cabezas de los manifestantes. La violenta irrupción de la protesta sacudió a los peatones que a esa hora hacían compras o salían de sus trabajos. Antes de que la luz del semáforo cambiara a rojo, un grupo de manifestantes distribuyó los neumáticos a través de la avenida y procedió a incendiarlos. La adrenalina creció en la marea sanguínea de la muchedumbre. Los vivas y mueras retumbando en la gigantesca caja de resonancia formada por los edificios de la avenida los envalentonaba. Algunos espectadores saludaban la protesta desde la vereda con los puños levantados pero la mayoría la contemplaba con alarma y azoro. Todo lo que acaecía en derredor adquiría una intensidad extraordinaria y se atenuaba proporcionalmente lo que quedaba fuera del microclima de la movilización. El tráfico se había paralizado y tronaban las impacientes bocinas allende la cortina de fuego de la barricada que se alzaba a más de tres metros de altura, alimentada cada tanto por una sucesión de cócteles molotov lanzados desde distintas direcciones. Los parroquianos del café de la esquina donde ardía la barricada se agrupaban detrás de los ventanales. Los pasajeros de varios vehículos del transporte colectivo que se habían quedado atascados en el semáforo habían descendido, temiendo acaso la quema de los mismos. El humo y el penetrante olor a caucho incinerado dificultaban la respiración. Los residentes de los edificios de apartamentos abrían sus ventanas. Los automóviles detenidos a la fuerza al pie de la barricada intentaban desviarse por las calles laterales. Entre la gritería ensordecedora se oyeron las primeras sirenas policiales.

La protesta relámpago duró en total menos de diez minutos. El diarero del kiosco de la esquina discutía con un grupo de estudiantes porque decía que le arruinaban el negocio a la hora de más venta. Un estudiante le explicó el significado de la protesta. El vendedor replicó que se notaba que los mantenían sus papás. Los ánimos se caldeaban. Las predeterminadas vías de escape fueron sembradas de púas pincha-ruedas para impedir el desplazamiento de las fuerzas policiales. Antes de volver la espalda a la barricada y huir calles abajo Agustín escuchó dos disparos de bala provenientes del oeste e instintivamente agachó la cabeza y se lanzó a correr. Otra detonación rebotó contra la fachada de mármol de una joyería produciendo una nube de finísimas lascas y terminó incrustada en la pantorrilla derecha de una muchacha que observaba los incidentes desde la terraza de un primer piso situado a cincuenta metros de la barricada. Agustín olió también las descargas de los gases lacrimógenos. La disolución de los disturbios se anunciaba expeditiva. El gobierno no iba a permitir una escalada de movilizaciones populares a raíz de la muerte del estudiante, así tuviera que matar a otros. Dos grandes carros de asalto policiales de forma cuadrangular cruzaron la avenida central y frenaron dramáticamente frente a la plaza; decenas de agentes antimotines coparon las calles mientras un carro de bomberos batallaba para extinguir la barricada. Una lluvia de piedras y balines de acero lanzadas por horquetas les dio la bienvenida. Varias personas fueron detenidas en el acto y empujadas dentro de los vehículos represivos.

Era una noche fría y húmeda de fines del invierno. Había estado lloviendo en la tarde y el pavimento aún estaba mojado. En el desbande general que se produjo después de la llegada de los gendarmes, Agustín resbaló en un charco de agua y cayó de bruces en medio de la calle. Mientras caía recordó con espanto que tenía un cóctel molotov en el bolsillo de su abrigo que no había arrojado durante la protesta. Si no estaba ardiendo a lo bonzo en ese mismo instante era simplemente porque la botella con gasolina y catalizadores químicos había resistido el choque sin romperse, amortiguada por su gabán. El toc mate del golpe del vidrio contra la calzada le heló la sangre. Para eliminar la posibilidad de otro accidente dejó el molotov junto al cordón de la vereda y siguió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Las retiradas de las manifestaciones nunca eran el ordenado repliegue que los organizadores planificaban, sino antes bien un caos gobernado por el instinto de supervivencia. En esas circunstancias, siempre había gente agarrotada por el miedo, confundida o atontada, que no atinaba a correr hacia ningún lado. Había entonces forcejeos, codazos y empujones, gritos de alarma, exhortaciones, conminaciones, imprecaciones, sofocones, congestiones, resbalones, esguinces, ahogos, calambres, cólicos, revolcones, disparos, frenazos de autos, libros caídos, retintín de llaveros, acuciantes sirenas policiales. Un hombre mayor que salía en ese momento de un zaguán fue arrastrado por la marea humana y terminó con taquicardia abrazándose a un árbol como a una tabla de salvación. Resoplaba boquiabierto, con la expresión desencajada frente al insólito maremágnum que lo rodeaba. Nuevos disparos resonaron en la avenida.

Todos los manifestantes vestían abrigos, gabardinas o Montgomery, pantalones vaqueros y bufandas, o bien los uniformes del colegio secundario, saco azul y pantalón gris, camisa blanca y corbata los varones, falda gris, sweater azul y camisa blanca las mujeres. Esto facilitaba las redadas de la policía y la aprehensión de los manifestantes. Barrios enteros de la ciudad eran sometidos a exhaustivas redadas después de cada protesta, por lo cual lo mejor para los jóvenes era desaparecer cuanto antes de las calles. Las suelas de los zapatos de los fugitivos raspaban el asfalto a la carrera, pero no se movían con la celeridad necesaria. Por más que se afanaran estaban como atados al lugar de los hechos, como en esas pesadillas en que un individuo se debate vanamente contra un medio viscoso.

En la corrida Agustín se topó con Maribel que venía resoplando por el esfuerzo. Tenía las mejillas encendidas y respiraba con la boca abierta. Agustín la tomó de la mano y la llevó de remolque a lo largo de varias cuadras, en las que debieron sobreponerse a varios tropezones, esconderse en zaguanes y esquivar patrullas que rondaban en las inmediaciones. Cerca de la Rambla Sur, cuando pudieron sentirse razonablemente a salvo del celo represivo aminoraron la marcha y siguieron caminando despacio, como si fueran novios inmersos en su propio universo. Así llegaron hasta la escollera, se sentaron en el murallón y fumaron un rato de cara al pampero. El olor a mar revuelto y a tormenta inminente les llenaba los pulmones. Otra vez se habían salvado. Más tarde bajaron a las rocas y saltando de piedra en piedra encontraron un hueco hospitalario donde no llegaba el viento ni la luz del alumbrado público ni la espuma del rompiente próximo. Allí se besaron un rato y entraron en calor. Agustín no supo cómo empezó dicha intimidad pero el mérito debió ser todo de ella porque él era tímido y le espantaba la eventualidad de un rechazo. Además apenas se conocían de vista y de oídas, puesto que eran compañeros de militancia de una misma zona de la ciudad pero de liceos distintos. Maribel tenía una manera rara de reírse que al principio descolocaba, como si se hiciera la tonta deliberadamente. Era muy popular en su círculo porque le gustaba decir cosas escandalosas o insólitas que después se repetían en otros ámbitos y le iban estableciendo una especie de leyenda. No era bonita, ni siquiera atractiva, pero tenía esa manera original de hacerse notar y esa actitud de así-soy-yo-te-guste-o-no que en efecto caía bien o mal de entrada. El desparpajo era su rasgo primordial y a Agustín le atraía y le divertía. Usaba un frenillo metálico en la dentadura superior que él le pidió que se quitara porque temía que le cortara la lengua. Hablaron de la manifestación de esa noche, de la muerte del estudiante el día previo, de la tómbola macabra que un día los podía escoger, de la militancia en general, del fascismo que se les venía encima como un tren descarrilado, de ciertos compañeros y compañeras que ambos conocían. Coincidieron en gustos y rechazos y se sintieron reconfortados por ello. Maribel le confesó que había estado muy enamorada hacía un tiempo pero que ya se le había pasado, que ahora se sentía muy bien así, solita como estaba y que no pensaba cambiar su estatus a no ser por un amor torrencial que no le dejara otro camino que la rendición. Así hablaba. Agustín le contó lo que le había ocurrido con el molotov esa noche y consiguió estremecerse otra vez mientras lo hacía. Naciste de nuevo, le dijo Maribel, y lo volvió a besar. Él le metió la mano dentro de la camisa y le palpó un pecho caliente e inabarcable que quiso de inmediato liberar de la prisión del sujetador. Ella le dijo que estaba yendo muy rápido teniendo en cuenta que era la primera vez que hablaban. ¿No creía él que todo en la vida debía cumplir sus fases y que era contraproducente salteárselas? Agustín le respondió que se estaban jugando la vida a diario y que tenían que aprovechar todas las oportunidades que se les presentaran porque no sabían cuál sería la última. Como un rayo, la vergüenza le sonrojó hasta las pestañas. Qué cursilería fenomenal. ¿Necesitaba apelar al carpe diem para echarse un polvo? Ella, sin embargo, no se carcajeó. Se quedó callada un buen rato oyendo el mar que rompía a pocos metros de su refugio rocoso. Olía a iodo y a salitre, a cangrejos y a moluscos, a greda, a maderas podridas. Después, tras el impasse que sólo a él incomodó, se siguieron besando y cuando él retomó el atajo de la camisa ella ya no lo detuvo. Difícil calcular cuánto tiempo consumieron en estas diligencias. Agustín era consciente de que repetía las secuencias boca, mejillas, orejas, cuello, senos y temía delatar así su inexperiencia. Mientras tanto, lanzaba expediciones furtivas a las zonas bajas, enardeciéndose con cada centímetro de terreno ganado. No se aburrían ni se cansaban. Agustín estaba hipnotizado por aquellos rotundos pechos blancos, duros, cálidos, con sus vastas aureolas oscuras y los pezones puntiagudos que las coronaban. Sólo con sus dos manos juntas lograba abarcarlos.

Al cabo, quiso pasar a formas superiores de lucha, olvidándose completamente de la incomodidad y del frío. Maribel lo volvió a frenar, pero esta vez de manera más tajante. Otro día, le dijo, ahora estoy con el mes. Mi buena estrella, pensó Agustín. Estuvieron un buen rato callados, como si no supieran salir de la situación sin herir susceptibilidades. A Maribel, la timidez de Agustín le mellaba un tanto su famoso descaro, no obstante lo cual, fue ella quien al cabo reanudó los arrumacos, y más guiada por la piedad que por el ardor, depositó su mano pequeña sobre la bragueta hinchada. Agustín se lo agradeció en silencio y le allanó la curiosidad extrayendo el miembro erguido con un cierto orgullo pueril. La brisa marina le rozó el glande y nunca se sintió tan pleno y desvalido al mismo tiempo. Demoró sólo segundos en acabar con una descarga inagotable que ella se tragó sin hacer un mohín. Es bueno para el cutis y tiene muchos nutrientes, le dijo ella como si leyera un anuncio comercial. Después caminaron por la rambla y Agustín la acompañó hasta su casa. No iba a llover después de todo. Se despidieron en la puerta sin preguntarse si se seguirían viendo. Ambos sintieron acaso que el encuentro fortuito de una noche no justificaba más que esa despedida amigable. Dos semanas después Maribel cayó presa en otra manifestación y permaneció detenida varios días. Como era menor de edad, no pudieron aplicarle el código penal con el rigor que jueces y gendarmes hubieran querido. Cuando salió de prisión se cambió de liceo y dejó de militar en la agrupación estudiantil. Se corrió el rumor entonces de que bajo torturas había delatado a algunos de sus compañeros, pero Agustín no lo creyó. Esas murmuraciones siempre se echaban a correr cuando alguien caía preso, las organizaciones se curaban en salud anticipándose a lo peor. El Fatiga pasó a la clandestinidad ese mismo año. Su fotografía de prontuario apareció en un bando militar propalado por la televisión. Maribel se fue con su familia al Canadá al poco tiempo y ya no volvió al país ni de visita.