Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Vida de perrosVida de perros

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A Natalie Ortiz

El cursor de la pantalla titila sin descanso, a pesar de que hace varias horas que estoy aquí sentado. Pero qué estoy diciendo: el texto que brilla ante mí, fingiendo ser una página, acaba de sucumbir ante las frases agolpadas. Del otro lado de la pantalla, quizás en uno de los sensores del aparato, aquella muchacha —una adolescente al borde del abismo— agarra la salsa de tomate como si fuera una verdadera experta. Cuatrocientos niños se zarandean y de repente tengo la sensación de que mi computadora va a estallar ante tantos alaridos. El frío de esta habitación, verdadero, me recuerda muchas imposibilidades: no vas a escribir, no vas a volver a escribir una historia más, Juan, si no te prometes olvidar todos esos versos. No vas a volver a tener cerca ninguna piel de mujer, piel —a fin de cuentas— felina que siempre te entumece las partes más delicadas, si insistes en trasvasar el lenguaje común, la frase de todos los días. No volverás, y esto puedes darlo por hecho, a recibir una mirada exacta, o cariñosa, hasta tanto prometas (“pero en serio, tonto”) expirar ante la llama de la prosa. Novolverástelojuro. Por eso me levanto inútilmente a recoger un abrigo que me asegure el tránsito hacia la inmortalidad. A esta hora —¿7 u 8 de la noche?— no puedo escribir nada decente; por eso la he escogido, me queda la excusa de que no es un buen momento, y que otras veces he inventado historias mejores, te acuerdas, aquella de la bailarina, o aquella de la que se enterraba alfileres como un costurero. Ultimadamente, este texto intentará narrar, con lujo de detalles, pensándose sobre sí mismo, como corresponde a todo ser finisecular, una anécdota cualesquiera, pero de tan nimia, importante.

Sigue del otro lado de la pantalla la muchacha sirviendo perros calientes con salsas y papitas, con la mirada fija sobre sus panes, sobre sus pinzas, tal vez pensando en el niño que la ronda desde hace tanto tiempo, ansioso por comerse el primer pan, la primera salchicha. Nunca podrá imaginar la muchacha (¿cómo es?, no sé, a veces es casada, a veces soltera, ¿qué quieres que te diga?) que este niño la ha soñado infinidad de veces, en vacaciones, en clases, en cumpleaños, en bautizos, niña ella, niño él, mujer ella, hombre él, abuela ella, nieto él. Ha imaginado los agradables momentos en bicicleta por la cota mil un domingo, los viajes en el teleférico y las patinadas en la pista de hielo; los caramelos del Coney Island y el peluche —Hollywood mediante— que con su fuerza ha ganado para ella; recuerda con fruición las fotos en la playa, y los rostros de los lancheros ante la belleza de una ¿sirena? que ríe como un ser humano y no está en ningún pedestal. Este niño ha tratado de acercársele en trescientas mil fiestas porque sabe que el día que lo logre, bueno pues.

Porque este niño —ella no lo ha percibido aún, pero lo hará— sólo asiste a fiestas donde ella esté repartiendo perros calientes.

También porque las salchichas lo enloquecen. Tal vez también porque no es malo comerse un pan y una salchicha y una sonrisa, todo con salsa. Una que otra niña, de trenzas rubias, de bucles dorados, ha distraído la atención del niño, pero la piel (¿de qué color?) esa no es piel, el cabello ese no es cabello, no se sabe qué es. El niño está aún muy joven como para fijarse en los ojos de los demás. Claro que sólo le atraen las miradas verdes o azules, pero me encargue yo o él de la sensación de esa mirada es igual.

¿Cómo dicen las historias?: Nunca antes se habían visto ojos tan tristes, o tan bellos.

El cursor de esta computadora siempre será incapaz de describir los rasgos humanos; esto será letra impresa, será leído como una hoja más de un libro de relatos; estará en cualquier tipo de letra, a cualquier punto, y probablemente en negrita, en cursiva o subrayada, pero siempre le será imposible describir los rasgos humanos. Porque al final esto será papel, no carne. Pero eso no importa, no reconoceré que, por culpa de unos cuantos versos al aire, se me vaya a quitar una facultad que siempre tuve, pero que desde hace tanto no ejerzo. Tal vez porque la palabra, como los perros calientes, aún siguen fríos. No importa también porque este es un trabajo áspero, no fino, no delicado como un poema. En cambio, ese niño sí sabe qué es todo porque en sus noches o en sus días ha escrito cosas como esta:

Algunos
han sido condenados
a amar mujeres
plasmadas
pegadas
a las paredes
mujeres
soldadas
a una sonrisa

A mí me ha tocado
amar
a mujeres de carne
y hueso
pero tan inquietas
o lejanas
como un pincel
.

(De: No women)

No me interesa si no me creen que el chamo tiene sólo diez años. También hay almas que evolucionan y explotan en un tris, o en diez años. (¿Cómo se llama? Tal vez Enrique, o Jorge, pero nunca Juan).

Del otro lado de la computadora, aquella muchacha llega a otra fiesta. Saca sus cosas, desmonta el carrito de perros y recuerda que en poco tiempo podrá comprarse un parasol de colores. Por lo pronto se conforma con conectar el gas y encender la hornilla que calentará el agua para las salchichas. Suspira un poco, y no sabe por qué. Comienza a pelar las cebollas y aplasta las papitas para que le rindan. El cursor sigue titilando. Mira el cielo y el sol le responde con una sonrisa, tal vez le esté sonriendo a ella. Mete el dedo en el agua: helada. (“Esta hornilla del coño”, suspira la princesa). Saca la salsa de tomate y la mayonesa; prepara una salsa deliciosa porque hay un toque que no nos quiere mostrar: es su secreto: lo guarda tan rápido que apenas podemos creer que es pimienta: pero seguro no es sino otro truco de prestidigitador. Recuerda, gracias a la última frase, que lleva en su cartera un manojo de cartas españolas, con las cuales leerá el futuro cuando se acaben los perros, o se canse. Se sienta a esperar que el agua hierva y le echa un poquito de cilantro.

—¿Por qué le echas grama al agua, nos quieres envenenar? —la voz viene desde arriba y por el inmenso susto, la muchacha cree por un momento que se trata de una aparición.

El niño brinca de la rama más alta del árbol y un ángel inicia un vuelo simultáneo. La muchacha siente un vaporón (“qué lindo”). El niño se acerca y por supuesto ya ha ensuciado todo su pantalón, ojalá haya lavadora en su casa.

—¿Cuándo me das un perro?

—Cuando estén calientes.

—¿Y no puedes darme uno frío?

—No.

Pausa. Mira el suelo.

—A mí me gustan fríos.

—No.

—(...)

—No.

El niño se aleja y la muchacha empieza a recordar:

—Oye... ¿tú eres muy fiestero?

—Más o menos... más bien piñatero.

—Ah.

—(...)

—No, dije.

Desilusionado, el niño intenta meterse en la piscina de goma espuma pero las niñas —tan egoístas— lo sacan a empujones y se ríen. Total, no quería estar allí. Ya está cansado de ese estúpido jueguito. Su objetivo son los perros. Mete sus manos en los bolsillos del bluyín y se acerca arrastrando los pies en derredor de la muchacha, que está muerta de la risa por dentro.

—Soy un malandro...

—(...)

—No he comido nada...

—(...)

—Soy del cerro...

—Cómete tu perro frío, pues. Pero si te enfermas y dices que fue por culpa de mi perro frío te corto el pipí. ¿Sabes dónde consigo las salchichas?

Por puro instinto masculino, el niño prefirió no comer perros ese ni ningún otro día. La madre estaba encantada, porque su hijo volvía a comer sopa, legumbres, arroz. La muchacha suspira y mira al muchacho que de lejos no puede entender cómo los pensamientos de las princesas pueden ser tan duros. Tal vez sus amiguitas estén pensando lo mismo. ¿Dónde estaría a salvo, entonces? Si supiera que este cursor lo aguanta todo. Ha comenzado a llover allá fuera. Las alarmas de los carros se disparan, el momento propicio para crear. Es inevitable, entonces, que a la pobre muchacha le llueva. A toda prisa empieza a recoger sus cosas, y el niño aprovecha la coyuntura para acercársele a ayudarla. En la preocupación por sus alimentos, el agua le recorre toda la blusa y la pega a su cuerpo. El niño queda absorto ante la visión de dos perfectas formas ante sí. No es algo que sus amiguitas lleven, por lo cual no entiende cómo puede sentir el inmediato reconocimiento. La muchacha, felina, capta la anacrónica mirada. “Aún no es tu tiempo”.

—Mejor te vas a la casa, te vas a resfriar, niño.

—Niño no, señor.

—Los señores no miran así a las jovencitas.

¿Cómo explicarle a esa muchacha que no es él el que habla, que soy yo, tantos bytes después tratando de amoldarme a la piel irreconocible de ese niño sin descripción, tal vez rubio, o moreno, y que sí se llama, por pura casualidad, Juan? Mi delirio, en este marzo recalcitrante, reside en la capacidad de desdoblarme, de ser niño y autor, y de también ser la muchacha, de sentir el guiso de la salsa en la cocina de su casa, y de sentir todos los fluidos que a ella le recorren, y de sentir cómo la felicidad no es lo suficientemente extensa como para alcanzar, simultáneamente, esta pantalla horrible con su cursor titilante, y la realidad calurosa, inexpresable, inaprensible y todos los in algo que se puedan construir. Aquellos días de la infancia de ese niño también fueron los días de mi otra niñez, la del que nunca pudo probar perros calientes. Ante este cursor, la poesía cede el paso a la aspereza de la prosa y ésta comienza a desfilar con la intención de alcanzar un poco de fuerza.

Pero en el otro lado de la pantalla, la muchacha, otro día, otra fiesta, descarga su equipaje y se prepara para otra jornada. Guarda, pela, enciende gases, saca salchichas. Mi cursor intenta estorbar, la poesía cae como cuarenta mil maldiciones, pero la muchacha ubica su carrito en el árbol más frondoso. En su corteza, puede leer un mensaje tallado: “A mí me gustan fríos”. Levanta la cabeza, como feliz. El niño se columpia junto a sus amiguitos; ese día ni se le acercará. De todas maneras, los perros de ese día no están tan buenos. La muchacha, al final de la fiesta, recoge sus enseres comerciales y parte en su pequeño automóvil, otra vez, hacia la soledad. El niño no recuerda nada de aquello. La muchacha maneja con furia por la autopista. 150 km/h.

Y qué diablos, total hoy es domingo, día del Señor, y Él vea si me mato, o no. Algo tendré que hacer por mí algún día. Algo que justifique tanta soledad, tantos perros, tanta furia compartida con la almohada. Tanto sudor y temblor desperdiciado sobre los músculos de mi sexo. Debe suceder algo que mejore las condiciones —ya no el papel, ya no el estilo— de esta vida. En consecuencia, cualquier cosa que haga mejorará lo presente. Pero se debe hacer algo, una oración, un ruego. Este automóvil es demasiado estable; así no voy a cambiar nada. Debe haber otra forma. Y pensar que he leído tantas cartas españolas, ninguna avisa de los encuentros con niños malandros, comedores de perros fríos. En ninguna curva de esta autopista está la carta de la muerte esperándome; en ninguna curva está alguien esperando que comience de nuevo a relatarle la historia.

La muchacha desaparece en la curva de esta página y sólo queda un poco de pantalla; y un cursor, que titila sin descanso.

(1993)
[publicado en Leerse los gatos, Caracas, 1997, y en Los sordos trilingües, Madrid, 2011]