Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
El muro de los deseos

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Ilustración: Ann Burgraff

El niño que yo fui está ahí, apoyado contra el muro de la abandonada estación de ferrocarriles, mirando nervioso a su alrededor y espantando el frío con tragos a un botellín de líquido sospechoso que guarda en el bolsillo de la cazadora.

Un extraño impulso me ha conducido esta noche al lugar de encuentros de la pandilla de mi infancia y ahora, a oscuras dentro del coche, estacionado cerca del edificio central de la estación, el adulto que ahora soy espía la figura desgarbada del niño que yo fui, intentando hallar la conexión entre ambos.

No puedo explicarme qué clase de broma macabra es ésta de reencontrarme con él, viéndole hacer exactamente lo mismo que se me pedía en esa época: vigilar el muro tras el cual mis amigos se dedicaban al botellón.

Gracias a las pálidas luces de una farola voy reconociendo en el niño que yo fui los rasgos que una vez me avergonzaran: las gafas “cuatro ojos”, el cuerpo demasiado alto para su edad y aquel pelo lacio que se resistía a la más potente gomina. No me extraña que me hubieran concedido la desagradable función de alertar de la presencia de la policía. “Eres el que tiene el silbido más potente y las piernas más largas”, me decía Maikel, dos hechos que no podía desmentir.

Mientras rumio estas evocaciones, el niño que yo fui comienza a mover los labios, como si recitase una plegaria. Recuerdo entonces que, en aquellas largas vigilias, adquirí la costumbre de recitar poesía, versos de un romántico Bécquer y de un Espronceda rebelde, y todos los que me sedujeron de un volumen de bolsillo que ocultaba en mi cazadora. En efecto, el niño que yo fui saca de su bolsillo un pequeño libro que consulta un instante y luego reanuda sus paseos y murmullos.

Es curioso que hubiera olvidado aquello. La poesía salvó mis largos ratos de hastío y conjuró los fantasmas del rechazo. Bauticé aquel muro que me separaba de mis amigos como el “Muro de los Deseos” y durante mis guardias fui dejando papeles de fumar en los que escribía mis anhelos, que crecían en audacia conforme avanzaban las horas: “ganar a Maikel en la prueba de los 100 metros”, “sacar matrícula para obtener una beca” y “besar a Sandra”.

Observo al niño que yo fui dejar uno de esos papelitos en una grieta del muro, y pienso si no debería bajar del coche, plantarme frente a él, y decirle que se está comportando como un estúpido, que sus llamados amigos le están utilizando. Sólo me detengo al considerar cuál fue el destino de aquellos deseos garrapateados, al menos de los tres que recuerdo. Porque, qué cosas, aquel año saqué la mejor marca en la prueba de los 100 metros, mi entrenada memoria me abrió las puertas a las buenas notas y la poesía rindió para mí la cálida boca de Sandra frente a aquel mismo muro.

Así que, después de todo, el adulto razonablemente feliz que ahora soy tiene pocos fracasos que reprocharle al niño que yo fui. Ya no lamento que esa conexión exista, aunque ahora deba romperla. Ha llegado la hora de irme y, al encender el motor y los faros, que ahora iluminan el Muro de los Deseos donde forjé mi futuro, un silbido ensordecedor rompe el silencio de la noche.

Buen chico. Sigue así y un día te convertirás en el adulto que ahora soy.