Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Fotografía: Stock.Xchng La insólita historia del gigante Arnobrás y del niño Mauricio

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Introducción:
Donde se presenta el lugar de los acontecimientos y
se enumeran las preferencias gastronómicas de Arnobrás

En un país bastante alejado de las rutas de comercio de especias y del tráfico de esclavos, papagayos, seda y otras menudencias superfluas muy apreciadas en nuestros territorios, hace ya mucho, mucho tiempo, vivía Arnobrás.

Arnobrás habitaba en un castillo ubicado en la cima de una montaña hirsuta, desde la que se podía ver el valle siempre verde y parte de la ladera empinada por la que rodaban, como piedras minúsculas, las cabezas de los niños que habían satisfecho el apetito de Arnobrás, que de un tiempo a esta parte sólo se interesaba por niños asados o cocidos, aderezados con diversos condimentos y salsas exóticas y rociados con vino tinto y un toque de aceite de oliva. Las cabezas adobadas rodaban como desperdicios, debido a que Arnobrás no gustaba de succionar sus contenidos viscosos, blandos y tibios, lo que no ocurría con los huesecillos y las articulaciones rojizas, que Arnobrás mordía y chupaba con deleite. A pesar de este desperdicio un poco extravagante, Arnobrás no sentía remordimientos por el hambre ajena, ya que era un gigante de alcurnia, y ese tipo de preocupaciones filantrópicas quedaba fuera del marco de sus intereses, por lo general de orden gastronómico. A Arnobrás le gustaban también los caramelos de anís, el sabor amargo de la rúcula, el té de boldo y la pasta todavía sin hornear de las tortas de naranja.

 

Capítulo 1:
Donde se presentan algunas ideas de Arnobrás y
ciertos detalles de importancia para esta historia

Además —y de esto a Arnobrás no le quedaban dudas— los padres de los engullidos eran los responsables de su gusto por las carnes delicadas y aún no fibrosas de los pequeños manjares. A ellos, y no a él, habría que haber cuestionado por la naturaleza del festín. En general, los niños llegaban al castillo de Arnobrás por motivos didácticos: porque se habían olvidado de hacer los deberes o habían sido mentirosos y desobedientes, porque habían disfrutado mirando al hermanito llorar a gritos por no encontrar el juguete preferido que habían ocultado sigilosamente, porque se habían perdido en alguna de las diversas selvas selvosientas que rodeaban toda zona habitable o habían hablado con desconocidos, o porque esa era la costumbre local de acallar los espíritus y mantener a tiro corto la futura rebeldía juvenil que todavía estaba en germen.

—¡Te va a comer el ogro! —esa era la amenaza que retumbaba en el aire, y sin más, se hacían a un lado los obstáculos y se abría el pasaje que desembocaba en sus territorios.

Llegaban, y en las fauces de Arnobrás encontraban su castigo. Era un mismo castigo para las diversas causas, que así quedaban igualadas ante la ciega justicia que Arnobrás imponía. El ogro que literalmente se los iba a comer, debería así enseñar “algo” cuya repercusión sobre otros niños sería más clara y más efectiva que las insulsas palabras de amenaza. Pero los niños eran temerarios y empedernidos, y no creían del todo las amenazas de sus pródigos progenitores, de modo tal que la función didáctica de los banquetes de Arnobrás resultaba desperdiciada.

Parados frente al formidable cuerpo de Arnobrás, los niños se quedaban como encantados, con la boca abierta y ya no atinaban a decir nada. A veces, uno que otro valiente pedía perdón por culpas desconocidas, y la voz quebrada y desconocida de la criatura asustaba a las urracas que revoloteaban enloquecidas por la zona. Y entonces, para calmarlas, Arnobrás se ponía a cantar historias de otros tiempos con su voz increíble y bien templada, una voz imantada que se extendía más allá de las fronteras azuladas de sus posesiones, y seducía sin proponérselo a sus futuros manjares. Las urracas se calmaban, y las criaturitas arrogantes se callaban y se dejaban comer en lánguido abandono. Los niños —que escuchaban su voz por entre el colchón de plantas que protegían sus predios— quedaban cautivados, y ya no hacían más que buscarlo, abriéndose paso por entre las lianas y las enredaderas salvajes que ocultaban su castillo.

 

Capítulo 2:
El niño Mauricio hace su aparición en esta historia

Dicen que la primera expulsión del paraíso fue la determinante; después, ya ninguna otra pudo igualarla. De ahí en más, el exilio se volvió una costumbre y errar el camino se convirtió en otra manera de llegar. Así, por lo menos, en los libros.

El niño Mauricio llegó porque se había perdido, pero también porque quería escribir, y había escuchado decir que la cercanía de Arnobrás podía beneficiarlo. ¿Cómo? Todavía no lo sabía, pero en estos y otros asuntos, daba por sentado que errar el camino era la mejor y más segura forma de llegar al lugar deseado, en especial para quien es ingenuo y su experiencia se basa en la lectura. Sin profundizar demasiado en semejante afirmación, al niño Mauricio le fue fácil darse cuenta de que los programas organizados y pautados por el orden numérico, sin lugar para lo imprevisto, llevaban, tarde o temprano, al desastre —y ése no era el lugar al que él quería llegar. Así, en su ciudad natal y sus alrededores los adictos a las artes didácticas y pedagógicas se empecinaban en domesticar el azar, y creaban para los niños, en las instituciones llamadas escuelas, situaciones que esterilizaban las impresiones estéticas y secaban toda convulsión ante la belleza. Creo que buscando el espasmo de lo bello, es que se decidió a empezar el viaje: perderse, para ponerse a prueba con un nuevo y desconocido maestro. Pero claro: este repliegue de la conciencia estaba por encima —o quizás por debajo— de su propio poder de comprensión en ese momento. Era un niño.

Un viejo desdentado comiéndose a los tirones un pollo entero, a la vera del camino, ya en las afueras de su ciudad, fue quien le indicó la dirección del gigante Arnobrás, con un movimiento de la mano:

—Seguí por ahí, que lo vas a encontrar; ya vas a escucharlo: es inconfundible —dijo, y volvió a concentrarse en su pollo.

 

Capítulo 3:
Donde se describe detalladamente el primer encuentro
y también un descubrimiento del niño Mauricio

El niño Mauricio caminó hasta que le dolieron los pies. Se sentó bajo lo que le pareció la sombra de un árbol, y trató de ordenar sus pensamientos, que chocaban unos contra otros con un eco estremecedor.

—¿Quién se atreve a pensar tan ruidosamente en mis tierras? —oyó una voz a la vez seductora y cargada de amenazas.

Sin pensarlo, el niño Mauricio contestó:

—Mauricio, el aprendiz de ogro.

Y al terminar de decir esta frase sin sentido, atinó a levantar los ojos para ver quién le hablaba desde las alturas.

“Esto no es un árbol”, pensó Mauricio, un poco sorprendido de sí mismo al pensar tal obviedad, y se alisó los pliegues de la camisa para ganar tiempo, hasta que se le ocurriera algo sensato para decir.

“Claro que no soy un árbol”, dijo Arnobrás, y con ello dejó al descubierto sus poderes. El niño Mauricio se quedó con la boca abierta; luego la cerró y tragó saliva. Sabía, de oídas, que el gigante Arnobrás comía niños, y contaba cuentos increíbles, pero en ningún lugar había referencias a su capacidad de leer los pensamientos.

Decidió ponerlo a prueba, para asegurarse. Cerró sus ojos.

 

Capítulo 4:
Donde la acción se detiene
y pensamientos inverosímiles y anacrónicos
cruzan la conciencia de Mauricio

Sin moverse, con los ojos aún cerrados, una ráfaga confusa de ideas más allá de su escueta comprensión, sacudió la conciencia infantil de Mauricio el niño. Eran ideas sin palabras, afásicas, que otra vez chocaban entre sí y producían un ruido ensordecedor; era ésta una sensación muy clara pero no estructurada. Era una presencia, algo como una revelación, que separó lo que estaba sucediendo en un antes y un después. Fue un estampido interno. Mauricio tuvo conciencia de que la muerte impersonal y lejana podía llegar, ya, prontamente, a personalizarse, convirtiéndolo en una vianda. Y la idea que, claro, el niño no podía formularse al estar junto al gigante Arnobrás que le hacía sombra, era la siguiente: la muerte presenta dos aspectos inseparables. Está esa primera ruptura que extiende sus silenciosas líneas de fractura por sobre la superficie de lo diario y lo cambia irremediablemente cuando la muerte ajena ocurre; y ahí están, por otra parte, los externos estrépitos o las internas y ruidosas presiones que pujan, desde adentro, por desviar al cuerpo propio de su devenir, o por actualizar sus ignotas fuerzas en el espesor mismo de ese cuerpo ya encauzado hacia su finitud. La muerte como un evento del ciclo vital es siempre inseparable del pasado y del futuro entre los cuales se instala; la muerte impersonal no es nunca presente, y es inasible porque no está ligada a “mí”, se desliza por otros canales, es de los otros cuerpos y no del mío. Y está la muerte personal, que ocurre y es actualizada en algún presente, “ahora”, cuyo horizonte extremo revela una libertad ilusoria: la de morir y arriesgar a muerte la propia vida, encauzando así la muerte impersonal en el más personal de los actos. Los pensamientos se pensaban solos, sin que estos asuntos pudieran ser corregidos. La ilusión de un tal acto futuro proyecta su sombra sobre el niño Mauricio; éste sacude los hombros y aleja de sí esos rumores que no lo dejan actuar, ecos disonantes de lecturas prohibidas. Las ideas (pobrecitas —afloraron en un campo inhóspito) caen a tierra, y son absorbidas por entre los gránulos de arena y humus, y alborotan a los gusanos, a los escarabajos, a las hormigas hacendosas, a una que otra araña.

 

Capítulo 5
Donde la acción se retoma
y se describe la prueba y sus consecuencias

Aún con los ojos cerrados, Mauricio pensó: “Los gigantes no existen de verdad; sólo en los libros. Esto que veo acá es un sueño, una fantasmagoría que desaparecerá en un instante cuando abra mis ojos nuevamente”.

Arnobrás se agachó, y sin decir nada, empezó a soplar con todas sus fuerzas. El niño Mauricio sintió sobre su cara una ráfaga tibia de ajo y romero, y se sintió elevado por los aires como si fuera una cáscara de maní en el epicentro de un huracán; pensó con cierto desconcierto que lo que estaba pasando era un error. La tormenta que Arnobrás había desencadenado le quemaba el cuerpo. Cuando Arnobrás dejó de soplar, el niño Mauricio cayó leve como un capullo de algodón o como una polilla seca de cara al polvo, y se dio cuenta de que no estaba soñando. Arnobrás sonrió, satisfecho, y se sentó a mirar la dramática puesta de sol.

El niño Mauricio estaba paralizado. Todo lo que había pensado durante el camino acerca de cómo presentarse ante Arnobrás y ganar su confianza y acerca de cómo aprendería con él el arte de narrar en un erudito ambiente de calma y mutua comprensión, no tenía nada que ver con los azares que estaba viviendo. Nada de nada. Arnobrás no se aproximaba un ápice a la imagen de gigante domesticado que él había imaginado. Era más grande, más fuerte y con una boca enorme, dispuesto a tragárselo sin masticar.

Dándole la espalda, Arnobrás le dijo, susurrante, al niño Mauricio: ¡Cuéntame una historia!

El niño Mauricio tembló de miedo y de placer, porque le pareció entender que había sido aceptado.

 

Capítulo 6:
Las rutinas del aprendizaje

El niño Mauricio le contó la bien conocida historia del hombre que, durante días y noches y años, va en busca de su isla natal, de su reino, donde lo espera una mujer amada y las nostalgias de los tiempos pasados. Era una historia larga, llena de desvíos de la línea argumental y llena también de referencias y comentarios y reflexiones. Después le empezó a contar la historia del tímido estudiante de leyes que se creía hecho de vidrio, y unos días más tarde, también las aventuras de varios niños cuyos enojos y furias eran la base de sus poderes mágicos. Narró también el relato de una de las tantas princesas encantadas, y una historia policial en la que el narrador resulta ser el asesino inesperado.

El gigante Arnobrás lo interrumpía a veces, y lo instaba a modificar tal o cual detalle o a evitar los adjetivos. A veces le sugería la omisión de detalles necesarios y también lo impelía a la conexión estrafalaria de estados de ánimo y de relaciones de causa. Cuando Mauricio, que mientras tanto ya iba creciendo, trataba de describir cuidadosamente las cualidades espirituales de sus personajes, Arnobrás le soltaba frases enigmáticas, como si estuviese hablando consigo mismo, y se olvidara de su papel de mentor. “No hay remedio para la melancolía”, le decía, “ni modo de atrapar lo efímero, pero lo bello”, le decía, “puede a veces encender una luz en el vacío, en lugar de disimularlo bajo el estrépito de lo trivial”, y se quedaba mirando el aire como una esfinge. Mauricio no conocía el estrépito de lo trivial, pero sí el de todas las voces que hablaban en su cabeza, y trataba de entender las frases oraculares de Arnobrás por analogía y sinécdoque.

El niño Mauricio no estaba seguro de entender las razones estéticas y/o psicológicas que sostenían tales consejos, pero los aceptaba suponiendo que Arnobrás tenía experiencia en estas artes de contar historias y en sus incalculables efectos de superficie y de profundidad. El niño Mauricio se cuidaba muy bien de no dejarse invadir por pensamientos atolondrados en la presencia cercana del maestro, a quien el ruido de sus ideas lo apabullaba. Durante estas sesiones de relato oral, más de una vez, con su voz glamorosa y húmeda, Arnobrás le había hecho saber que la invención de historias, el uso del pensamiento alambicado y la tendencia a la acumulación de recuerdos tergiversados no eran actos anómalos de índole literaria, sino la normal respiración de la inteligencia, como los actos de comer, digerir y evacuar. El niño Mauricio debió de haber pensado que esas ideas le resultaban conocidas, ya oídas, pero a decir verdad, pensó otra cosa que torpemente supuso era una agudeza de su espíritu, pensó que alguien a quien el canibalismo de tiernos infantes no le produce ascos ni mohines, es alguien que, por supuesto, sabe mucho acerca de los efectos, y no se deja confundir por mal fundadas acusaciones de barbarie. Así debía ser él: a imagen de Arnobrás.

Para ambos, los días se deslizaban calmos. Sólo los intervalos de la hora de la comida los separaban. Arnobrás seguía fiel a su dieta, pero por un cierto recato o deferencia hacia su pupilo, comía solo, aunque sus ruidos y eructos se difundían por toda la montaña. Mauricio, por su parte, se conformaba con hierbas, seguro de que ya vendrían mejores días y estaba feliz y agradecido de no ser él mismo parte del almuerzo.

 

Capítulo 7:
En el que Mauricio hace un segundo y crucial descubrimiento

Y las cosas hubiesen seguido así, indefinidamente, si un casual descubrimiento no hubiese alterado la ilación de los acontecimientos por venir.

Sin que venga a cuentas cómo, Mauricio descubrió un detalle sorprendente: Arnobrás no sabía leer: el arte rudimentario de la lectura le era desconocido. El hecho de poder “leer” los pensamientos ajenos era, así parece, una función compensatoria y en ella residía tanto su poder como su debilidad. Este poder inusual alimentaba literal y metafóricamente su arsenal de cuentos y su fama. Mirando oblicuamente las laderas hirsutas de la montaña en la que ya hacía tantos años había hecho su hogar, Mauricio comprendió algo y decidió hacer uso de su saber.

 

Capítulo 8:
En el que Mauricio decide actuar

Movido por el amor propio que se debía a sí mismo, astuto, el joven Mauricio elaboró una estratagema. Entera y sin fisuras, se le presentó a la imaginación como un plan ya consumado.

Era la tarde. El cuento de la princesa y Vestali ya estaba por llegar a su fin. El barco pirata los debía de estar esperando, y ellos ya se habían prometido vivir juntos para siempre. Y entonces Mauricio pensó lo que había aprendido del terrible y temerario pirata Roberts, cuya fama daba alas a su nombre, y sin intimidarse ante la impostura y la falacia textual, puso en práctica su saber narrativo y se apoderó del nombre y de lo que él conllevaba. Sin dudar, apartando con la mano de hierro de la voluntad a las voces alocadas que poblaban como siempre su mente, amparado por una incomprensible y momentánea sensación de seguridad, proclamó: “Ahora yo soy Arnobrás, el gigante-come-niños”.

Y así se apoderó de lo que hacía años, sin siquiera suponerlo, había venido a buscar.

 

Capítulo 9:
En el que esta historia se acaba

Y este es el fin:

“En un país bastante alejado de las rutas de comercio de especias y del tráfico de esclavos, papagayos, seda y otras menudencias superfluas muy apreciadas en nuestros territorios, sigue viviendo un tal Arnobrás”.

De aquí en más, las aventuras del niño Mauricio, ahora Arnobrás el gigante, son parte de otra historia. Del otro Arnobrás, los rumores dicen que fue engullido por Mauricio; según otras habladurías, pasó a ser caballero andante, aprendiz de hechicero, ninfa de los manantiales, perro que habla. Los chismes menos fieles insisten en que aprendió a leer y a escribir para poder elegir sus propias hazañas y empresas.

(De todo esto, les contaré otro día.)