Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Mujercita

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“D’Artagnan y la sirena”, de Sandra Chang-Adair

Durante los largos meses de vacaciones escolares, el pueblo de C albergaba a muchos jóvenes que visitaban a familiares y amigos. Con ellos traían las costumbres de la ciudad que tanto influyeron en los que aquí vivíamos. Para matar las horas, se bañaban en los ríos, se reunían en el parque o simplemente paseaban. A mis catorce años el verano parecía perfilarse distinto al de los años anteriores.

Vagando por las empedradas calles y riendo de alguna tontería con mis amigas, aprendía el atrevimiento con que las chicas de la ciudad miraban a los muchachos que parecían estar por todo el pueblo, ya sea sentados en las entradas de las casas o jugando en el pequeño estadio. Ellos, a su vez, devolvían la mirada con cierta picardía.

Una tarde de mucho calor fuimos al río y las muchachas de ese verano se quitaron la ropa con desparpajo mostrando unos vestidos de baño diminutos y, aunque sentía vergüenza, también exhibí, en un traje de baño más recatado, mi cuerpo de crisálida que pronto sería mariposa. Fue entonces que aprendí el coqueteo infantil que practicaban mis amigas. Pero ningún joven se acercó a mí tanto como se acercaron a ellas, que se mezclaban con los muchachos con la misma facilidad con que se zambullían en la corriente. Vi a Vicky y a Arturo besarse largamente sin importarles nuestra presencia.

Gloria, una de las más sensatas, dijo:

—Eso es bochornoso.

En cambio, yo sentí envidia: nunca me habían besado. Los miré con poco disimulo y pude ver que ella mantenía los ojos cerrados, sus cuerpos estaban allí en abandono, pero ellos ¿dónde estaban? Entonces concluí: están en otro mundo.

A pesar de mi timidez, los veraneantes me fueron ganando poco a poco y con el pasar de los días estuve llena de ocupaciones: pasaban por mi casa para invitarme a divertirnos con cualquier actividad.

Uno de esos días me presentaron a un joven simpático que reunía, según mi pensar, todos los atributos de los héroes de las novelas que había leído: me recordó a D’Artagnan, protagonista de Los Tres Mosqueteros, libro que en ese momento era mi favorito. Con su cabello mecido por la brisa y sus músculos que se pronunciaban por debajo de la tela del suéter, era realmente un hombre guapo. Lo miré largamente como hacían las otras, ofrecí mi mano muy segura de mí, y le sonreí con la boca y con los ojos. Gloria, que todo lo analizaba, le preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

—Diez y ocho —contestó—, estoy en el último año de secundaria.

—¿Tienes novia? —siguió la muy curiosa.

—No —le dijo—. A esta edad es mejor no comprometerse, hay mucho por realizar.

Intentaba estar cerca de él, pero era difícil con tantas muchachas atrevidas, cuyo revoloteo le distraía. Creé, por lo tanto, mis propias fantasías: soñé en muchas ocasiones que me tomaba suavemente en sus brazos y bailábamos. Éstas y otras imaginaciones aliviaron el aburrimiento que surgió después de un mes de idas al río y al parque, donde sólo Vicky parecía ser la afortunada.

El cielo y la tierra se conjuraron para que un día que me encontraba sola en la casa pasara “D’Artagnan” por mi puerta y, luego de la sonrisa, nos saludamos. Venciendo mis temores lo invité a sentarnos bajo el árbol de mango que daba sombra al patio. ¡Al fin estábamos completamente solos! Era una ocasión formidable para conversar con un muchacho que me atraía.

Descubrí que existían dificultades en el acercamiento: ¿de qué conversar? Para mi gran sorpresa él no había leído a Julio Verne, ni a Alejandro Dumas, sus libros eran para mí de lo más interesantes; libros en los que participé de tantas aventuras.

¡Qué importa —me dije— si tiene unos ojos tan lindos!

Conversamos bobadas, mientras un lento fuego cocía emociones que dificultaban la respiración. El caldero se desbordó un poco cuando agarró suavemente mi mano y la acarició. La tarde se convirtió en algo encantador a pesar del agobiante calor del verano. La brisa tibia aumentó el color, ya de por sí encendido, que sospeché tendrían mis mejillas.

Ocurrió lo que tanto había soñado, me tomó por los hombros; me acomodó a su antojo uniendo con ansia su boca a la mía y nos besamos. Miré hacia el infinito, el sol se mantenía firme en el cielo, nada a mí alrededor se transformó, ni siquiera me estremecí, no cerré los ojos...

Separó su rostro del mío, lo que me produjo un alivio.

—Oye, chiquita, tú no me quitabas los ojos de encima, siempre coqueteando. ¿Qué te pasa?

Quizás estaba ofuscado, no lo sé. Mientras se alejaba me señaló acusador.

—No juegues a la mujercita.

Algo destruyó mis ilusiones esa tarde.

A falta de una espada, recogí un mango maduro y se lo lancé.

Aludido, hizo un alto, me lanzó una sonrisa y continuó su camino.

¡Algo de D’Artagnan tenía después de todo!