Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Ilustración: ImageZooCuentos breves

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Megalópolis

—Esta ciudad es demasiado grande —dice la madre, y el muchacho la escucha casi sin prestarle atención. Él no vivió en ninguna otra época más que ésta; la ciudad siempre ha sido igual para su experiencia. Pero cuando la madre le dice eso, ella trae a su memoria otra ciudad en donde todos se conocían, todo estaba cerca y no era necesario ir a otros barrios a buscar un poco de alegría o de felicidad. El muchacho no le presta atención porque sus pensamientos se encuentran en otra parte. Tiene el recuerdo de la noche anterior, cuando conoció a Deborah. Recuerda que ella no le dio su teléfono, pero le pidió el de él, y hoy lo llamó y quedaron en verse en un lugar que ella no conoce bien, pero que intentará llegar. Cerca de la hora convenida, el muchacho salió para la cita, con temor. Le rondaba la idea de que, quizás, ella no llegase al encuentro. Imaginó que no la vería ni hoy ni mañana ni por muchos años, y si al cabo del tiempo se cruzara con ella en forma casual, le preguntaría por qué no fue. Entonces —supuso—, ella respondería:

—Era muy lejos. Me perdí.

 

Los caminos que se cruzan

Liliana estaba enamorada de Gustavo, y Gustavo se sentía atraído por Liliana.

Ella, que conocía el recorrido habitual de Gustavo, decidió forzar un encuentro con él, pero buscando que pareciera casual. Gustavo, que ni imaginaba las intenciones de Liliana, ese día, por azar, cambió el rumbo de siempre y no pasó por donde andaba a diario. Ella no pudo verlo, y esa imposibilidad hizo crecer un poco más su amor por Gustavo.

Por comentarios de una chica a otra chica y de esa a otra y a otra, Gustavo se enteró del amor de Liliana. Y como se sentía atraído por ella, pensó que sería bueno buscar una manera de acercarse a Liliana, simulando un encuentro fortuito. Él también conocía el recorrido de ella y hacia allí fue.

Pero ese día Liliana no salió a la calle y Gustavo se quedó sin verla. Más adelante, sin imaginar lo que hacía cada uno, decidieron recorrer todos los días el camino de ambos para lograr encontrarse alguna vez. No fue fácil; siempre una razón u otra se lo impedía. Parecía que nunca iban a verse y estaban sospechando que ese encuentro no se daría jamás.

Hasta que una tarde, entre tantas idas y vueltas, se hallaron uno frente al otro.

Puede decirse que fue una casualidad.

 

Buena suerte

El pibe la ve venir por la vereda y cuando se enfrentan, la saluda. Ella hace como que no lo escucha. Él se le pone a la par y empieza a hablarle, pero ella ni lo mira. Al llegar a la esquina, ella se para.

—¿Qué querés? —increpa, seca y distante.

—Nada. Acompañarte.

—¿Y? —vuelve a preguntar, y luego continúa caminando. Él va detrás y sigue hablándole. En realidad, no sabe bien qué le dice, pero larga palabras. Ella se detiene, de nuevo.

—¿Vas a seguirme toda la tarde?

El pibe le roza el brazo con su mano.

—Te invito a tomar un café —le dice.

Ella duda, lo mira a los ojos por primera vez y casi se sonríe.

—Bueno —responde.

Él la toma del codo, con suavidad, y la conduce; ella se deja conducir.

—Hoy es mi día de suerte —le dice el pibe a la chica.

—Hoy es mi día de suerte —piensa ella. Pero no dice nada.

 

Paraísos perdidos

Apenas cumplidos los quince, este muchacho ejecutó un rito del porteño: fue de vacaciones a la otra orilla con dos o tres amigos tan jóvenes como él. En esos pocos días de holganza trató de que todo pasara de manera presurosa. Correteó la noche visitando boliches y sitios ignorados por los mismos lugareños. Durante el día pisó la arena de la playa a la hora en que nadie se atreve, con el sol cayendo a pico, buscando concretar la fantasía de la caza furtiva de un amor de verano. Finalmente, en esa costa tranquila y cordial conoció a una joven. Ella sintió el halago de este muchacho con acento diferente al suyo, y ambos vivieron un romance pueril, como corresponde a un cazador novato. Antes de que se diera cuenta, sus modestas vacaciones concluyeron, y el muchacho debió irse. La jovencita escuchó la promesa de un regreso en el próximo verano.

Luego, pasaron muchos años. ¿Cuántos? Todos. El olvido y el recuerdo cayeron sobre los dos. El olvido de la promesa y el recuerdo de esos días que el muchacho recordará siempre, porque cada vez que alguien le habla de la otra orilla, dice:

—¡Qué buena gente! Yo estuve hace mucho, y sueño con volver para quedarme a vivir ahí.

Pero no es cierto, él nunca va a volver. Es sólo un sueño para mantener viva su adolescencia. En el fondo sabe que cualquier paraíso siempre será un Edén perdido.

 

Libros en el subterráneo

Un tren que va por debajo de la tierra es, en sí, demasiado extraño para nuestra naturaleza de seres de la superficie. Es un gusano de metal taladrando los cimientos de la ciudad: eso es el subterráneo.

Así como extraño es este transporte, también somos raros los que allí llegamos. Parecemos fuera de lugar, actuando un libreto ajeno. Como lo es la jovencita vendedora de pelo lacio castaño claro y lentes redonditos, que carga en sus brazos una pila de novelas de autores casi desconocidos. Las va dejando en los muslos de los que están sentados como si fuera el chiquito que vende la estampita religiosa o la madre que deposita en la falda de la gente un par de lapiceras. No sé si es bonita, pero tiene rasgos agradables. Fuera de este lugar, se confundiría con una estudiante de alguna carrera liberal. Pero está aquí, en el subte, vendiendo novelas de rezago a dos pesos cada una. A elegir, señor, tiene varios títulos y todos interesantes.

Luego pasa recogiendo la mercadería; como siempre, la venta es escasa porque lo que ofrece no es ni útil ni atractivo. A pesar de eso, no hay disgusto en su rostro. Toma la tarea con una dignidad que asombra. No la roza la mala situación, ni la escasez de dinero, ni la humillación de pedir una compra casi miserable. ¿Por qué? Porque su cabeza no está aquí, en el subte. Seguro que no. Está en otro lugar, muy lejos, a miles de kilómetros. Protegida, ilesa. Esta tan lejos como puede, esperando que esta tormenta amaine algún día.

Esa es su esperanza, y es lo último que ella quiere perder.

 

Abrazados

Al mediodía, cuando entré al enorme hall de la estación Lacroze, me llamó la atención una pareja que se abrazaba inmóvil en medio del ir y venir de tanta gente. Todo a su alrededor se movía pero ellos estaban estáticos casi de manera insolente. Al acercarme los observé con más detenimiento: eran dos jóvenes espigados, de buena altura, vestidos con ropa informal.

Yo caminaba hacia las boleterías y al hacerlo giraba en una órbita que los tenía de centro. Cuando vi sus rostros me di cuenta de que la inmovilidad se debía a que estaban besándose. Habían apoyado sus labios y no lo despegaban, pero no movían sus cabezas como hacen las parejas apasionadas. Reposaban, boca sobre boca, y mantenían los ojos cerrados. Yo supuse que estaban imaginando, mientras se besaban, otro paisaje mejor que éste que los rodeaba. El muchacho tenía un tatuaje de colores en el brazo, un poco tapado por su remera y no entendí por qué capricho se lo habría hecho, tan inútil como me di cuenta después.

La chica rodeaba con sus brazos la cintura de él, y él hacía lo mismo por sobre los hombros de ella. Cuando me acerqué más, mientras seguían besándose sin importarle el entorno, vi que de la muñeca de él colgaba un lazo que sostenía un fino bastón. Ella aprisionaba otro en una de sus manos.

Blancos, los dos bastones.

 

Segunda infancia

Nuestros nietos varones nunca habían coincidido en un lugar donde también estuviéramos mi mujer y yo. Pero hace poco, y por una semana, se encontraron los dos en nuestra casa. La primera duda era si la diferencia de edad —tres años— iba a ser una barrera entre ellos; no fue así, ambos tienen la perfecta lucidez de saber el sitio que ocupa cada uno. La otra duda fue si se iban a entretener con nosotros —la diferencia de edad con ellos es mayor, ni qué decirlo—, pero privó las ganas de estar juntos por sobre cualquier cosa. Y notamos que a ellos no les costó esfuerzo acompañarnos; nos aman.

Al final de la semana no supe si los entretuvimos o fueron ellos quienes nos solazaron. De todas maneras, me inclino por lo último, por lo menos en mi caso. Pude jugar sin vergüenza y sin esfuerzo a los juegos que ellos me propusieron, tanto como ellos prestaron atención a las cosas que les iba contando. Cuanto más le hablaba, más sumaban preguntas, y nunca sintieron que los temas terminaban ahí. Todo lo que se hablaba quedaba abierto para futuras charlas.

Con ellos pude explayar mi filosofía —sui generis, lo reconozco— que no está en ningún libro y que, supongo, nadie la enunció antes, pero son las ideas que me guían con firmeza. Les dije que la vida es una fantasía del alma, y a partir de esa frase tejí todas mis charlas, con preguntas y repreguntas que no tuvieron fin.

Aunque a muchos les parezca mentira, me entendieron todo.

 

Palabras recordadas

—Fijate vos cómo se me ocurren las ideas. Imaginate un colectivo repleto, dos o tres estudiantes charlando entre sí, contándose trivialidades. Uno de ellos dice: “Cuando el sol entibia la mañana”. Y esa frase es una más entre tantas. Luego la conversación se encarrila por otros senderos y esa frase queda ahí, sin registro aparente. Pasan diez o veinte años, y uno de esos estudiantes la rememora. ¿Sabrá aquel, quien dijo la frase, que se la recordará tanto tiempo después? El que la escuchó, ¿imaginó que quedaría en su cabeza? ¿Cuántas decenas de miles de frases olvidó ese estudiante desde aquel momento hasta ahora? Pero esa quedó. Nadie puede saber cuál fue la magia que la hizo perdurable. Pero si la frase está presente, algo debe contener o, de otra manera, algo debe haber generado. Y hoy esa frase da comienzo a un relato. La frase seguirá vigente, más allá del valor que ella pueda tener en sí misma. Alguien, a pesar de lo pobre que sea ese relato que contenga la frase —o por esa misma razón—, la guardará en su memoria para que salte, quizá, veinte años después. Porque se trata de una frase destinada a reencarnarse en sucesivas vidas, hasta el infinito, sin que exista ninguna razón clara para que suceda así. Eso es lo bueno que tiene relatar la vida tal cual se presenta, ésa que transcurre aquí y allá: los misterios están ahí, uno los ve y habla de ellos. Y nada más.