Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Ilustración: Eric KittlebergerLucía ha crecido

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Siempre pensé que ser joven sería diferente. Cuando era niña, fantaseaba con serlo.

—Lucía, no puedes salir con esos pantalones rotos.

—Lucía, no tienes edad para usar maquillaje.

—Lucía, si quieres ir a casa de ese muchacho, primero tengo que conocer a sus padres.

—Lucía, es tarde, quiero que te vengas a la casa ¡ya!

—Lucía, no tienes edad para tener novio.

 

Sí, cuando era niña mi madre me prohibía hacer muchas cosas, entonces, deseaba dejar de ser niña, y ser joven. Pensaba lo divertido que sería poder hacer lo que quisiera, sin tener que pedir permiso. —Qué divertido sería ser libre—. ¿Libre de qué? Lo cierto es que nunca seremos realmente libres.

Mientras crecía, me di cuenta de que siempre tendría que pedir permiso, bien sea a mi madre, a mis profesores, a mi novio, o a mí misma.

Años después dejé de maquillarme porque me di cuenta de que era una ofensa para mi rostro, tomé mis pantalones rotos y me reí a carcajadas por lo feos que son, iba a casa de mis amigos y me regresaba temprano porque al día siguiente tenía que trabajar, y tuve muchos novios que mi hicieron daño y yo a ellos también.

La verdad es que ser joven sí es divertido, pero de manera diferente a como yo lo imaginé. A pesar de entender que la libertad era compleja y depende de algo más que la edad, disfruté de ser joven, incluso de las responsabilidades que venían junto con la adolescencia, de los romances y aventuras inesperados. El único problema fue seguir necesitando esa libertad.

Me decía a mí misma que estaba conforme. —Adáptate, Lucía, no puedes escapar de la sociedad y sus normas —pero inconscientemente seguía buscando una forma de lograrlo, así no fuese permanente, quería encontrar algún lugar o algo que me permitiera sentirme libre, aunque sólo se tratara de una ilusión.

Lo que no había notado, para mi sorpresa, es que siempre tuve esa libertad entre mis manos.

Me la brindó Shakespeare, cuando me permitió ser Ofelia. García Lorca, cuando fui Mariana Pineda. Cortázar, cuando caminé por las calles de París buscando a La Maga. Stephen King, quien me llevó a perder al amor de mi vida mientras fui Johnny Smith. Junto a García Márquez disfruté del maravilloso y fantástico pueblo de Macondo. Supe lo que es la vejez, me lo enseñó Adriano González León. Gracias a Roald Dahl sentí el aroma del chocolate fresco de la Fábrica de Chocolates de Willy Wonka.

Viajé, fui feliz, reí, lloré, nací, morí y volví a nacer, fui niña y envejecí, me enamoré, muchas veces me enamoré. Fui libre. ¡Hasta en un bicho raro producto de Kafka me convertí!

Si esto no es libertad. ¿Qué podría serlo?

La mejor parte de mi adolescencia fue encontrar ese algo en el que puedo ser y hacer lo que quiero sin pedir permiso, pero que también me conecta con la niña que fui y no puedo olvidar, el adulto que seré o espero ser, y la joven que soy y que en algún momento extrañaré ser.

Así encontré los libros.