Letras adolescentes. 16 años de Letralia • Varios autores
Ilustración: ImageZooReencuentro

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Seba escuchaba música en su teléfono celular mientras caminaba de regreso de la escuela. Llevaba el delantal desabrochado y la camisa desprendida. La corbata asomaba por uno de los bolsillos. Su peinado, al igual que la vestimenta, dejaba en claro la rebeldía que caracterizaba su personalidad. Como la mayoría de sus compañeros, estaba inmerso en el turbulento vaivén de la adolescencia.

Su familia pertenecía a una antigua comunidad que se remontaba a tiempos incaicos. Cuando era chico, las visitas a las tierras de sus ancestros eran frecuentes, pero con el paso de los años esos viajes se habían ido espaciando hasta desaparecer. Quizás fue por eso que Seba desconocía las viejas historias familiares, las tradiciones ancestrales, y las rechazaba de plano cuando alguien le recordaba que él provenía de esos pueblos andinos. Con airado enojo y palabras orgullosas negaba tal origen; sus antepasados, decía, habían sido españoles, nada tenía que ver con otras etnias.

Al llegar a su casa encontró gente desconocida, quienes al verlo le sonrieron y abrazaron llamándolo ahijado y a su mamá comadre. “Son tus tíos del campo, Seba”, le aclaró la madre. Eran gente simple, con ropa simple y no estaban a la moda. Ni qué decir de los chicos que tendrían su misma edad. Consternado, escuchó a sus padres decirles que Seba los llevaría a jugar al fútbol con los chicos del barrio. ¡Ni pensar! Se burlarían de él hasta el cansancio cuando descubrieran los fósiles que tenía de parientes. A partir de ese momento trató de evitarlos, fingió tener mal un tobillo para no ir a los partidos, tener mucho que estudiar para encerrarse horas enteras en su cuarto y que lo dejen solo. No quería tener nada que ver con esos quedados en el tiempo, mucho menos tener que aceptar que eran sus familiares. Por suerte para Seba, no se quedaron muchos días. Al partir, los chicos rogaron que enviaran a su primo al campo en las vacaciones: “¡Te divertirás, Seba! Nada de libros ni estudio, solo campo y buen sol”, prometieron. Casi se muere cuando sus padres se comprometieron a hacerlo.

 

Las temidas vacaciones llegaron mucho antes de lo esperado. Cuanto más trataba de atrasar los preparativos del viaje, más rápido pasaban los días. Ya no tenía otras excusas y los padres, que parecían haberse dado cuenta de las maniobras evasivas, le habían sacado el pasaje. Iría para el desentierro del carnaval. No podía unir en su mente a las mujeres que había visto, prima y tía, usando bikinis estrechas y plumas en la cabeza contorneándose encaramadas en altos zapatos de tacos y bailando al ritmo de samba brasilera o batucada rioplatense. Creía que se moriría de vergüenza solo de verlas. Pero no le quedaba otra opción, así que refunfuñando armó la mochila, lo cargaron de regalos para sus parientes, lo subieron al colectivo y partió a las tierras del olvido.

Cuando llegó a la terminal de colectivos, si a ese lugar se lo podía llamar así, comprobó que con el tierral que había el pelo se le endurecería como paja y no podría peinarse con ese jopo para arriba, que era tan característico en él y causaba tanta admiración entre los otros adolescentes de su escuela. Los tíos y primos lo recibieron emocionados, una gran sonrisa dejaba al descubierto unos dientes blancos como granos de choclo, “como los míos”, pensó desolado Seba.

Al llegar a la casa la percibió como un lugar chato, no como la suya de dos plantas. Era toda marrón, las paredes de barro cocido, los pisos de tierra asentada por el tiempo, las tejas llenas de arena y yuyos amarillentos que demostraban la antigüedad de su construcción. Una triste acequia pasaba por uno de los costados. En el patio, a la sombra de un gran molle, dormitaban los perros que no eran de ninguna raza, solo de la calle que los mezclaba entre sí. Subiendo un poco la ladera del cerro, que lindaba con el fondo de la casa, se veía un corral donde se amontonaban los chivos.

Las habitaciones eran amplias, de ventanas chiquitas, tapadas por telas gruesas tejidas en el telar de su tía, al igual que las mantas que cubrían las camas. Él dormiría con su primo Lalo. Tenían la misma edad pero eran totalmente distintos, al menos eso pensaba Seba. De las comidas ni hablar, eran diferentes de las que preparaba su mamá, ni milanesas, pizzas o hamburguesas. En su lugar comían locros, guisos picantes con habas y mucha papa, carne de cordero, charqui, chalona. Pero los quesos de cabra, empanadas cocidas en el horno de barro y pan casero estaban buenos.

El primer día casi se cae de la cama del susto cuando cantaron los gallos y Lalo lo apremió a levantarse. Era de noche aún, pero todos estaban haciendo sus quehaceres. Llevarían a pastorear a los chivos, la tía ya les tenía preparado el desayuno, les dio unos bollos y queso para que se lleven por el camino. Seba no tenía muchas ganas de ir, pero el día anterior había descubierto que en ese pueblo no había Internet ni señal satelital para que funcione su teléfono celular. Así que resignado siguió a su primo. Cuando regresó a casa de sus tíos Seba tuvo que reconocer lo mucho que se había divertido, habían corrido, silbado para que no se alejen los chivos, ¡hasta tomó del agua del arroyo que bajaba del cerro! En su vida había probado un agua tan fresca y deliciosa. El sol había calentado y dado color a su cara. Al sentarse a la mesa se encontró devorando los manjares que había preparado su tía. Durmió la siesta por primera vez y, al despertarse, miró todo con otros ojos. A partir de ese momento, Seba fue el primero en colaborar, no quería perderse nada. Todo era nuevo para él.

Ayudaron en la preparación de la chicha que se tomaría para el carnaval. Reemplazó a su tía en la molienda del maíz, acompañó a su tío a buscar la gigantesca bolsa de harina y los cajones de cerveza que se necesitaban para despertar al Pujllay. El diablo carnavalero despertaría a unos días de desenfreno y alegría, azuzando con su cola de látigo a todos los pueblerinos para que no se duerma la algarabía que caracterizaba sus escasos días de vida.

Pasó el jueves de los compadres, donde los hombres se reunían a coplear en honor al carnaval que llegaba. También pasó el jueves de las comadres, quienes bautizaron a un muñeco de pan que llamaban guagua y coplearon burlándose de los hombres. Seba preguntaba todo y todo aprendía.

El día del desentierro llegó. Muy temprano por la mañana la gente del pueblo se encaminó a una de las laderas de los cerros que enmarcaban al pueblo. Al frente de la caravana marchaba el que lideraba la comparsa. Con mucha seriedad llegaron hasta un lugar donde estaban amontonadas muchas piedras, superpuestas, formando el mojón. Lo rociaron con las bebidas alcohólicas, esparcieron por encima las hojas de coca, lo rodearon de serpentinas y sembraron de papel picado, prendieron cigarrillos y los dejaron con el filtro en la tierra para que fume la Pachamama. A ella trataban de conformar para que deje salir de sus entrañas al diablo del carnaval. Las mujeres se tomaron del brazo y giraron en torno a la apacheta al son de las anatas, flautas que ejecutaban los hombres, y los niños las enharinaban a cada vuelta. La alegría estalló cuando el hombre que dirigía la comparsa sacó de entre las piedras un muñeco vestido de muchos colores fuertes ¡El Pujllay! exclamaron, y la fiesta comenzó. Todos dejaron sus rostros apagados y bailaron festejando la llegada del carnaval.

Seba, enharinado, con una ramita de albahaca detrás de su oreja y el pelo lleno de pintura, bailó y rió toda la jornada. La alegría, lo sabía muy bien ahora, era porque al fin se había encontrado. Sus orígenes, sus antepasados, su gente, su lugar en el mundo estaban allí.