El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
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Asesinato en Pekín

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Sobre fotografía original de Eikoh Hosoe
Sobre fotografía original de Eikoh Hosoe.

Lo primero que vio el hombre encargado de la limpieza, cuando empujó la puerta del baño común del edificio, fue el pie ensangrentado de una mujer muerta que yacía tumbada de costado sobre el piso. En un solo temblor salió disparado de allí a llamar por teléfono a la policía. Eran las 6:10 de la mañana de un lunes de mediados de abril que prometía un sol radiante.

El subinspector Liu Wumao (a quien la gente apodaba “el Inexpresivo”), de la Brigada de Homicidios de la Comisaría de Policía del distrito Haidian de Pekín, llegó a la escena del crimen casi media hora después de recibida la llamada. Numerosos curiosos estaban agolpados a las puertas del edificio haciendo conjeturas y discutiendo, contenidos por policías uniformados. Al ver arribar en una patrulla policial al subinspector Liu, todos se callaron y dejaron la entrada libre. Liu los fulminó con una feroz mirada y los curiosos se retiraron un poco. El subinspector ingresó directamente al cuarto del bedel, ubicado al no más traspasar la puerta principal del edificio. Sin anunciarse, entró y encontró a un hombre cincuentón, de contextura robusta, sentado en una silla y fumando dos cigarrillos al mismo tiempo. El cenicero a su lado estaba rebosante de colillas y el humo inundaba el ambiente. El hombre ni siquiera levantó la cabeza cuando Liu se le paró enfrente. Liu dijo: “Soy el subinspector Wumao y quiero saber por qué mataste a esa mujer”. El bedel se desencajó y comenzó a tartamudear: “Yo... yo... no he... matado... a... a nadie”. Liu, imperativo, le ordenó: “¡Dame un cigarrillo! Olvidé los míos por la premura en venir... Llévame al baño. Quiero echar un vistazo”. El bedel lo condujo hasta el final del pasillo donde se encontraba la sala de baño común. El subinspector Liu penetró y también lo primero con lo que chocó su mirada fue el pie izquierdo de la occisa en escorzo. El cuerpo desnudo estaba medio cubierto con una toalla delgada y barata. El piso y las paredes del baño mostraban abundantes manchas de sangre. Liu percibió en la sangre, aún sin coagular del todo, un aroma inaudito, no repulsivo, pero imposible de describir y que nunca antes había olido en otras víctimas de asesinato. Por la cantidad de sangre acumulada alrededor de la occisa —una mujer de entre 22 y 26 años—, dedujo que había sido herida varias veces con un objeto punzo-penetrante. Antes de abandonar la sala de baño le dio una postrera ojeada a la mujer: era bella, de buenas formas y larga cabellera negra. Al salir, encontró en la puerta del lavatorio al bedel, quien se restregaba las manos y suspiraba ininterrumpidamente. El subinspector lo aferró por un brazo y le dijo que lo acompañara a la comisaría. El hombre se dejó llevar sin oponer resistencia.

 

En la comisaría, el subinspector Liu les ordenó a dos policías que condujeran al sospechoso a la sala de interrogatorios y que lo presionaran al máximo hasta que confesara y si era necesario, le podían dar un par de bofetadas. Mientras tanto, él se comunicó con el médico forense para que le tuviera listo un informe preliminar esa misma mañana y lo urgió a realizar cuanto antes la necropsia al cadáver. Después de fumarse un cigarrillo, meditó sobre el crimen e intuyó que se iba a resolver pronto y así podría retirarse a su casa a descansar un poco y a jugar con su único hijo, todavía pequeño.

Tocaron a su puerta y entró uno de los policías con una hoja de papel donde había anotado las pocas cosas que le habían sacado al sospechoso: nombre y apellido, edad, lugar de procedencia, tiempo que llevaba trabajando en aquel edificio, situación en la capital, carencia de antecedentes penales, nombres de personas cercanas que lo conocían... El subinspector Liu leyó todo de un tirón. Se levantó de su silla y decidió él mismo continuar el interrogatorio.

El sospechoso estaba como derrumbado en una silla sin respaldo. Su rostro permanecía iluminado por dos potentes focos de luz. Se notaba extenuado y al borde del llanto. Liu lo enfrentó sin ningún preámbulo, llamándole por su apellido: “Mira, Wang, es mejor que confieses de una vez. Mis muchachos están perdiendo la paciencia y todos queremos irnos a descansar”. El bedel abrió la boca con desgano y dijo: “Señor, ya les he dicho a ellos que ignoro cómo se llamaba la mujer asesinada. Sólo la vi un par de veces cuando me la topé por casualidad en el pasillo. No sé nada acerca de ella, ni qué hacía, ni dónde trabajaba. ¿Por qué no me creen e insisten en que yo la maté? ¿Tengo yo cara de asesino? ¿Tengo yo manos de criminal?”. Esto último lo dijo mostrándole sus manos callosas a Liu, quien hizo un gesto de desdén. El subinspector abandonó el sitio y con un ademán les indicó a sus hombres que continuaran interrogándolo hasta lograr una confesión.

De regreso en su oficina, Liu se puso a revisar unos casos pendientes. A media mañana sonó el teléfono. Era el médico forense. Le leyó pausadamente el informe preliminar a Liu: “La occisa, mujer de entre unos 22 y 27 años, había recibido veintitrés puñaladas: una en pleno corazón y las restantes en el vientre. Sólo con la que recibió en el corazón habría bastado para matarla. Resulta notable que la última expresión de su rostro no muestra dolor ni sufrimiento. A pesar del número de heridas sufridas, la cantidad de sangre vertida no fue excesiva. Arrojó extrañeza un especial aroma de la sangre y su lenta velocidad de coagulación. Aparentemente no sufrió violación; sin embargo, hay que esperar el informe de la autopsia que se le practicará esta misma tarde”. Liu dio las gracias y colgó el teléfono. Prosiguió con la lectura de los legajos. Al rato entró una guapa funcionaria con un breve informe, en parte levantado en el sitio del crimen. Liu lo recibió con un leve movimiento de cabeza y le guiñó un ojo a la joven mujer, quien se ruborizó y salió de prisa. En el informe se leía: “No fueron encontradas huellas dactilares de otra persona, ni sobre las paredes ni encima del piso. El asesino debió utilizar guantes para matar a la mujer con un puñal de mediano tamaño y luego embadurnar las paredes con la sangre de la occisa. Las huellas dactilares de la víctima corresponden a la ciudadana Shi Mei, de 23 años, oriunda de la ciudad de Shangqiu de la provincia de Henan. Hay que pedir apoyo al Departamento de Policía de Shangqiu para ubicar la dirección de la casa de la occisa en esa ciudad. La ciudadana Shi Mei hacía sólo dos meses había llegado a Beijing y trabajaba como ‘dama de compañía’ en un local de karaoke situado muy cerca del lugar donde residía y fue hallada muerta. No tenía amigos o amigas, ni parientes, en Beijing, y vivía sola en uno de los cuartuchos de aquel edificio. En la minúscula habitación no se encontraron rastros de lucha. Las pocas pertenencias de la víctima —un par de calzados a la moda, algunas sencillas prendas de vestir— estaban sobre un cajón. Únicamente se notó la falta de su credencial de identidad. Es posible que poseyera teléfono móvil, pero tampoco se localizó”.

A Liu este asesinato comenzaba a parecerle fuera de serie, poseedor de unas características especiales que lo diferenciaban ostensiblemente del resto que había investigado durante su carrera de más de veinte años. Shi Mei, la víctima, tenía 23 años de edad y había sido asesinada de igual número de puñaladas. ¿Habría sido un acto de venganza, un asesinato por encargo o un ajusticiamiento ritualístico? Volvió a la sala de interrogatorios y miró al sospechoso con otros ojos. Algo le decía que aquel hombre era inocente, pero primero tenía que indagar otros detalles. Por la noche iría al local de karaoke a interrogar a los encargados y a las compañeras de la occisa para ver si aportaban nuevos elementos. De paso, ordenó que le trajeran agua y algo de comer al extenuado bedel.

 

El subinspector Liu se apareció a las ocho de la noche en el local de karaoke acompañado por sus hombres de confianza, todos vestidos de civil para no provocar una estampida. De inmediato, Liu pidió hablar con los encargados, quienes no le aportaron gran cosa, excepto que la occisa llevaba trabajando allí un poco más de dos semanas. Entonces, el subinspector exigió congregar a la “mami” y a las muchachas del local que habían tratado a Shi Mei. Las interrogó minuciosamente y sacó en claro dos cosas: la occisa usaba un nombre supuesto para ocultar su identidad (algo muy común entre las trabajadoras de este sector laboral) y no le gustaba intimar con nadie, ni con los clientes ni con sus compañeras.

Liu decidió entonces regresar a su oficina a ver si había llegado el informe de la necropsia. Lo encontró encima de su escritorio. Abrió el sobre oficial y leyó el lacónico documento: “La occisa medía un metro con setenta centímetros de altura, de piel blanca, ojos negros y larga cabellera muy oscura. No presentaba cicatrices en ninguna parte de su cuerpo ni tampoco señales de haber sido violada. Murió de manera casi instantánea como consecuencia de la primera puñalada que le atravesó el corazón. Esto debió ocurrir alrededor de las dos de la madrugada. El resto de sus órganos vitales estaba en perfecto estado. Las otras veintidós puñaladas que recibió se centraron en el bajo vientre. Se constató que la víctima estaba embarazada desde hacía dos meses”. Liu, estupefacto, volvió a leer la última línea del informe: “... Se constató que la víctima estaba embarazada desde hacía dos meses”. “Definitivamente, el sospechoso no es el asesino. No pertenece al tipo de hombre capaz de hacer una salvajada como esa. Impartiré la orden para que lo pongan de inmediato en libertad”, pensó Liu, mientras daba unos pasos en la oficina. Enseguida se comunicó con su superior y le dio por teléfono un informe pormenorizado. Además, le solicitó permiso para trasladarse al día siguiente a la ciudad de Shangqiu, previo contacto con la comisaría de esa localidad.

 

A las 7:50 de la mañana siguiente, el subinspector Liu Wubao estaba instalado en el tren rápido que lo llevaría a Shangqiu. Arribaría a la estación de trenes de esa ciudad a las 6:40 de la tarde y allí le estaría aguardando una delegación de la comisaría de policía. Recostó su cabeza sobre la almohada de la cama-litera y casi al instante se quedó dormido. Lo despertó el agradable olor a comida caliente que emanaba del carrito que recorría los pasillos. Pidió una ración de trocitos de pollo con maní y ají, un tazón de sopa de huevos con tomate, una ración de hongos oreja de palo con cebollín, un tazón grande de arroz y una botellita de aguardiente de cereales de 60 grados. Después del almuerzo pretendía continuar durmiendo, y así lo hizo.

A eso de las cinco se levantó un poco atontado por el efecto del alcohol. Se dirigió al lavabo y se mojó el cabello y la cara. Luego se cepilló los dientes, se peinó y regresó a su cama. Sacó su cuaderno de anotaciones y apuntó algunos datos que necesitaba recordar.

A la hora pautada, el tren se detuvo en la estación de Shangqiu y Liu descendió con aire enérgico. En el andén lo esperaban varios oficiales, quienes lo condujeron por una puerta reservada a los funcionarios especiales y en pocos minutos ya estaban rodando en la patrulla policial, rumbo al hotel donde se alojaría. En el trayecto apenas hubo un breve intercambio de somera información.

Al llegar al hotel fueron directamente al restaurante donde los estaba aguardando el inspector Tao, jefe de la Brigada de Homicidios de Shangqiu. Cenaron copiosamente y Liu, quien tenía buen diente, pudo degustar algunos platos típicos de la ciudad. Mientras intercambiaba datos y noticias con el inspector Tao, Liu le solicitó toda la cooperación necesaria para ubicar a los padres de Shi Mei y comenzar la indagación que pudiera arrojar algunas pistas acerca de algún enemigo de la occisa. El inspector Tao le dijo que ya le había asignado un vehículo con chofer y un ayudante. Liu le dio las gracias y brindaron por el pronto esclarecimiento del asesinato. Luego Liu se retiró a su habitación.

El teléfono sonó a las siete en punto de la mañana. El ayudante de Liu le dijo que lo esperaba en media hora en el comedor del primer piso para tomar juntos el desayuno. A las ocho abordaron el vehículo policial asignado y el chofer enrumbó hacia la parte antigua de la ciudad construida en 1511 y que aún conservaba intacta su impresionante muralla protectora. El ayudante le informó al subinspector Liu que la casa de Shi Mei estaba ubicada muy cerca de la puerta sur y adosada a la muralla. El padre de ella —viejo obrero ferroviario— había muerto en un accidente cinco años atrás. Ella vivía con su madre y un hermano gemelo llamado Shi Li. “¿Hermano gemelo?”, preguntó con sumo interés Liu. “Sí, ellos eran gemelos casi idénticos”, respondió el ayudante. Liu se sintió más aguijoneado por la curiosidad. De pronto, el subinspector preguntó: “¿Ya les notificaron a ellos del deceso de Shi Mei y la forma en que ocurrió?”. El ayudante dijo que el día anterior por la mañana habían venido unas funcionarias a darles la luctuosa noticia. La madre se desmayó y el hermano, al parecer, recibió con coraje la mala nueva. “Esperemos que la madre se haya recuperado para que usted la pueda interrogar”, agregó el ayudante. Liu agitó un poco la cabeza. Cuarenta minutos después estaban frente a una casa de ladrillos con puerta y ventanas con la mitad de vidrio, pero protegidas con cortinas. Bajaron del vehículo y el ayudante se adelantó para llamar a la puerta. Ésta se abrió y apareció una mujer de baja estatura que aparentaba unos cincuenta años. Se veía que estaba sufriendo mucho. El ayudante le hizo una seña a Liu para que se acercara y lo presentó. Liu le dijo a la mujer que su deber le había traído a su casa para conocer algunos pormenores de la vida de Shi Mei que le sirvieran para atar cabos. La madre los invitó a pasar y se sentaron en un desgastado sofá. El ayudante tomó asiento en un taburete y se dispuso a tomar las anotaciones pertinentes. La mamá de Shi Mei le dijo a Liu que su hija se había ido de la casa hacía dos meses y no sabía a dónde. Se había llevado una maleta pequeña con poca ropa, un par de zapatos y su teléfono móvil. Liu la interrumpió para hacerle una pregunta: “¿Usted no intentó comunicarse con ella a través de su móvil?”. “Sí, muchas veces, pero nunca atendió las llamadas. Su hermano Shi Li también procuró hablar con ella. Todo en vano. Ignoro por qué se marchó de su casa de manera tan intempestiva. Ella no tenía novio y yo no la presionaba para que se buscara uno y se casara. Nuestra relación era buena, sin altercados... Ahora está muerta y no la podré volver a ver nunca más...”. La mujer prorrumpió en llanto y Liu se sintió un poco azorado. La mujer recobró pronto la calma y se secó las lágrimas con la punta de su vestido. Liu indagó acerca del hermano gemelo de Shi Mei. La madre le informó que éste debía trabajar hasta tarde y que no regresaría hasta que anocheciera. Pero que al día siguiente podía encontrarlo en casa alrededor de las cinco y media de la tarde. Liu le pidió permiso a la mujer para ingresar a la habitación de Shi Mei. La pequeña casa sólo poseía dos cuartos: uno donde dormían los padres de Shi Mei y el otro compartido por ella con su hermano. Las paredes del dormitorio estaban tapizadas con fotografías de Shi Mei y su hermano tomadas durante diferentes épocas: desde la niñez hasta fechas recientes. Se los veía felices, sonrientes, satisfechos con la vida. No había muchos libros en la habitación, pero sí abundantes revistas del corazón, de modas y de artistas de cine. Liu abrió un rudimentario armario y dentro vio colgadas un par de pelucas muy parecidas a la cabellera original de Shi Mei. Repentinamente recordó que el hombre de la limpieza del edificio donde ocurrió el asesinato había comentado que la noche cuando mataron a Shi Mei, él la había visto regresar como a la una de la madrugada y que como una hora después había retornado de nuevo y él no la había visto salir en ningún momento. De vuelta en la sala, Liu le preguntó a la madre por qué Shi Mei usaba pelucas si tenía tan bella cabellera. La mujer le dijo que, debido a que a veces faltaba el agua, no podía lavarse el pelo. Entonces se lo recogía y se ponía una peluca para ir al trabajo. Liu le preguntó: “¿Y dónde trabajaba ella?”. “En una farmacia privada situada en la parte nueva de la ciudad”, respondió la mujer. Liu miró su reloj y le informó a la señora que debía marcharse, pero que al siguiente día al atardecer vendría a conversar con su hijo. La mujer asintió y no se levantó de su asiento. Liu salió de la casa con el ayudante y cuando iba a subir al vehículo descubrió que los vecinos habían hecho un boquete en la muralla para acceder al exterior sin tener que dar un rodeo por la puerta del sur. Decidió echar una mirada. Fuera de la alta y voluminosa muralla corría un río y en sus orillas había vetustos sauces llorones. Junto a la muralla se veían arbustos florecidos y un poco más allá, ancianos sentados en bajas banquetas conversando alrededor de sus jaulas de pájaros depositadas en el suelo. El subinspector Liu nunca antes había venido a Shangqiu y le pareció que el tiempo se había detenido al pie de la muralla y que la vida tradicional fluía lentamente y con gran belleza y sobriedad.

 

Al día siguiente, un poco antes de oscurecer, el subinspector Liu volvió a la casa de Shi Mei. Le dijo al ayudante que lo esperara dentro del vehículo policial, mientras él entraba a la casa e interrogaba a Shi Li. Golpeó repetidas veces la puerta hasta que alguien la abrió. Penetró a la breve sala y allí estaba Shi Li sentado, en pijama, sobre el sofá. Liu tuvo un sobresalto, por un instante le pareció estar contemplando a Shi Mei. Shi Li le indicó que se sentara donde quisiera. Liu tomó asiento sobre una silleta desvencijada. Shi Li esbozó una forzada sonrisa. A continuación preguntó: “¿Viene usted por mí?”. Liu afirmó con la cabeza. Shi Li encendió un cigarrillo y lo absorbió a profundidad. Formuló otra pregunta: “¿Quiere usted saber por qué lo hice?”. “Sí”, dijo Liu en tono sereno, mientras veía hacia la puerta de la habitación de la madre de Shi Li. “No se preocupe”, observó éste. “Ella no está. Se ha ido a compartir su dolor con la hermana de mi padre”. Shi Li después de arrojar con sumo deleite algunas volutas de humo, se arrellanó en el sofá y comenzó su confesión: “Yo amaba profundamente a mi hermana. Ella a mí también. Tal vez ese sentimiento tan intenso se debió a que procedíamos de un mismo óvulo fecundado. Desde niños nos acostábamos juntos y compartíamos juegos y golosinas. A nuestros padres les parecía muy normal que anduviésemos siempre en mutua compañía. Hasta nuestra pubertad nos bañamos revueltos. Después ella decidió que lo hiciéramos cuando nuestros padres no estuvieran en casa. Sin embargo, por las noches dormíamos en la misma habitación, aunque en camas separadas, pero casi siempre alguno de los dos se pasaba a medianoche a la cama del otro y así nos dormíamos abrazados. Poco a poco comenzaron a gustarnos las caricias recíprocas que desembocaron natural e inevitablemente en el coito y la experiencia sexual precoz. A nuestros padres ni les pasó por la cabeza que sus hijos pudieran estar cometiendo incesto. Nuestra relación era para nosotros una llamada de la naturaleza y se oponía a cualquier tabú. Así transcurrieron los años y a ninguno de los dos le hacía falta buscar pareja y nuestros padres tampoco nos presionaban al respecto. Luego acaeció la muerte de nuestro padre y nuestra relación se tornó más voluptuosa y exquisita, pero relajamos los cuidados para que Shi Mei no quedara embarazada. Hasta que desafortunadamente ella descubrió hace dos meses que estaba preñada y decidió marcharse a Beijing, buscar rápido un trabajo y luego practicarse un aborto. Yo traté de convencerla de que huyéramos juntos al sur. Yo trabajaría para ella y cuando el niño naciera diríamos que su padre desapareció y entonces nosotros lo criaríamos. Mas ella no estuvo de acuerdo y se fue sin ni siquiera despedirse de nuestra madre y de mí. La llamé varias veces a su móvil y no atendió las llamadas. Un día antes de nuestro cumpleaños la volví a llamar y cogió el móvil y nos deseamos felicidad. Entonces aproveché para preguntarle dónde vivía y si había cambiado de opinión. Vaciló un poco y me dio la dirección, acaso porque pensó que yo no iría a buscarla. Me dijo que estaba trabajando en un local de karaoke, de ocho de la noche hasta la una de la madrugada, y me rogó que me olvidara de ella, que cuidara de nuestra madre y que le deseara suerte en el aborto que pronto le practicarían. Luego colgó y ya no pude comunicarme más. Ese mismo día tomé una decisión: iría a Beijing. Tomaría un tren que llegara de noche. Localizaría el edificio donde vivía y luego buscaría un sitio adecuado para vestirme con su traje y ponerme su peluca y así entraría al edificio sin despertar sospechas. Procedí tal cual como lo cuento ahora. Sólo que al final cuando me dirigía hacia su habitación vi que emergía de ella, con una toalla enrollada a su cuerpo, y se dirigía a la sala de baño. Me puse unos guantes y me descalcé y extraje el puñal que ya tenía preparado. El pasillo estaba casi en penumbras. Me acerqué hasta la puerta del baño y comprobé que no tenía puesto el pasador. Empujé la puerta con cautela y la vi abriendo la llave de la ducha. Avancé rápidamente hacia ella y mientras le tapaba la boca con la mano izquierda, con la derecha le hundía el puñal en el centro del corazón. Emitió un leve gemido y luego esbozó una sonrisa. A continuación, se fue desmadejando suavemente hacia el piso. Aproveché para matar yo mismo a nuestro hijo y le asesté veintidós puñaladas. Después me limpié las manos enguantadas en las paredes y antes de marcharme la medio cubrí con la toalla y la besé en los labios en señal de despedida. En ningún momento me tembló el pulso, aunque sentía que algo se había desgarrado dentro de mí. Regresé a la oscura callejuela donde había escondido la bolsa de viaje con mi ropa. Me cambié de prisa e introduje todo mi disfraz dentro de la bolsa. Vagué un rato por las calles solitarias hasta que tomé un taxi pirata y le dije al conductor que me llevase a la estación de trenes del oeste. Llevaba en mi chaqueta el boleto de regreso. Tomé el primer tren a Shangqiu y llegué a mi casa alrededor de las cinco de la tarde. Por la noche enterré el vestido de Shi Mei que usé y los guantes al pie de la muralla. Con un desinfectante limpié la peluca y la volví a colgar en su sitio. Al día siguiente me incorporé de nuevo al trabajo e inventé una excusa para justificar mi ausencia. Ahora estoy aquí relatándole a usted todo lo sucedido... Quiero que me permita ingresar a mi habitación. Debo vestirme apropiadamente para partir. Sólo aguardará cuando mucho quince minutos”.

Fuera, la noche había impuesto su orden y una suave brisa mecía los ramajes de los sauces llorones. Unos perros ladraban sin convicción en algún lugar de la vecindad. Transcurrido el cuarto de hora, Shi Li emergió del cuarto ataviado con un deslumbrante traje blanco de Shi Mei y calzado con zapatos de tela amarilla, bordados. Sobre su cabeza, una peluca completaba el extraordinario parecido con su hermana. Un poco de colorete en los labios le daba a éstos la grandiosidad de lo perenne.

Shi Li pasó frente al subinspector Liu Wumao y éste desplegó desmesuradamente los ojos, pero no hizo nada para detenerle. Shi Li abrió la puerta de calle y el ayudante y el conductor del vehículo policial se pusieron en guardia. Desde la puerta de la casa Liu les hizo una señal para que permanecieran en sus sitios. Shi Li se encaminó con decisión hasta el boquete de la muralla y desapareció tragado por la oscuridad del otro lado. Liu se subió al vehículo y le ordenó al chofer llevarlo al hotel. A la mañana siguiente, el subinspector se enteraría de que había sido encontrado el cadáver de una supuesta mujer, vestida de blanco, flotando en el río donde se reflejaba con fuerza la imponente muralla.